jueves, 18 de marzo de 2010

CUENCA PENITENTE


Cada ciudad, como cada persona y cada paisaje, tiene su momento. Cuenca, semanasantera por excelencia dentro del conjunto de tierras y pueblos de Castilla, vivirá dentro de unos días alzada en el punto más alto de su esplendor como ciudad privile­giada; y lo es por su belleza natural provocadora, legado de la suerte; y lo es por esas celebraciones de la Semana Santa, tan a su modo, que ha merecido a la par de las de Sevilla, Málaga, Zamora y Valladolid, el ser reconocida como de “interés interna­cional”, al margen de su condición de Patrimonio de la Humanidad para toda ella a la ciudad que le sirve de escenario. Esa será, que nadie lo dude, la hora de Cuenca, joyita de nuestra comunidad autónoma escondida entre cerros, varada entre las hoces de dos ríos que bajan de la Serranía, a la que, por razón de justicia, siempre conviene tirar una mirada cuando se acerca la Semana Santa.
Apenas faltan unos días para que colme el plenilunio de abril y toda Cuenca brille como un girón de plata en la media noche del Jueves Santo. La hilera interminable de tulipas y capuces concluye, después de horas y horas de andar por la ciudad vieja, en la iglesia de la Virgen de la Luz, desde donde salió apenas entraba la tarde. Viene y va por los caminos de la noche el tronar de los tambores de un cerro al otro de los tres que rodean a Cuenca, multiplicando por mil a cada golpe el impacto marcial de los redobles que preceden a cada uno de los misterios de la Pasión, sostenidos a hombros de penitentes.
El alma nazarena de la ciudad permanece despierta, se ha escondido entre las sombras de la noche que se estiran al pie de las viejas casonas verticales que hace siglos comenzaron a crecer a la vera del río. El Júcar se pasea manso, como un espejo por entre los troncos desnudos de los álamos. En el fondo de las aguas se retrata el torreón erguido de la alcazaba que tuvo Cuenca; se baña la luna lanzando su reflejo, piadoso y tibio, hacia la imagen doliente del Ecce-Homo de San Andrés -el que sólo es busto, el de los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida en la oscuridad de la noche-, que en ese instante cruza entre los barandales de hierro del puente de San Antón.
Todavía han de llegar dos hermandades a su destino final después de ocho horas de camino, las más concurridas de las procesiones vespertinas del Jueves Santo: la de Nuestro Padre Jesús y la de Nuestra Señora de la Soledad del Puente. Al son marcial de las horquillas de los penitentes contra el duro suelo, el río y toda Cuenca se han hecho silencio...
Desde los confines de Carretería llegan hasta el oído atónito del espectador los compases del "San Juan" del maestro Cabañas, la marcha procesional de la Semana Santa de Cuenca, que, con el "Misere­re" de Pradas, que pronto sonará como un alarido en la escalinata de San Felipe durante la procesión de los Ocho Cristos, viene a ser la expresión más auténtica de la piedad y el sentir de los conquenses en su Semana Grande.
Cuenca, la ciudad entera, con sus cerros viejos y sus callejuelas retorcidas que serpentean por la vertiente, se transfigura en inciensos y en bíblicas resonancias durante esas horas cruciales que separan la noche del Jueves de la madrugada del Viernes Santo. El latir arrítmico y cansado de su corazón de ciudad vieja se paraliza al pasar el Jesús. En Cuenca llaman el "Jesús" a la imagen macerada y grave de Nuestro Padre Jesús del Puente, obra magnífica del escultor José Capuz, que paseó por primera vez la vía procesional de las calles de Cuenca en la tarde del Jueves Santo de 1941, y cuenta desde entonces con una riada de devociones, con una riqueza infinita de fervor popular que se manifiesta callada, pero expectante, cada año en esa misma fecha.
La clara luz de la luna del Jueves Santo, que juega a esconderse entre las nubes y a volver a salir sobre la ciudad y sobre el campo, ha convertido a Cuenca en un nuevo Getsemaní, limpio y plateado, tan frío, que hiela hasta el último rincón en los pliegues del alma, como aquel huerto de las orillas de Jerusalén en el que una noche como aquella Cristo sudo sangre.
Henos ahora ante la talla bajo palio de la Virgen de la Soledad. Su manto es todo él una estela de dorados sobre el terciopelo de tornasol que manos hábiles de mujer bordaron con oficio y sobre todo con mimo. La procesión está a punto de concluir. La bella imagen de la Señora es obra del escultor conquense Luis Marco Pérez, el de los bellos rostros, aquel que en vida llenó las iglesias de Cuenca de imágenes bonitas. Se estrenó, dicen, en la Semana Santa de 1942, si bien su cofradía había sido fundada doscientos años antes. La filigrana de plata repujada que reviste alrededor las andas de la Virgen, arroja destellos sobre la negra caperuza de los penitentes que la portan a hombros.
Con un crujido de madera seca y un golpe brusco, las puertas del templo se han cerrado al fin. Fuera, en la noche de Cuenca, el murmullo de la gente que va de un lado para otro y el estruendo adormecedor de las aguas del río por debajo del puente. El dolor y el silencio han quedado dentro.
Sobre el cerro de la Majestad, coronando el horizonte al otro lado de la iglesia patronal donde se guardaron los pasos, una triple luminaria escapada de las tinieblas alumbra las cruces desnudas de un Calvario perdido en el misterio, de un Calvario que es poesía en sangre viva, que es dolor y muerte en la noche de Cuenca, estrella de pasión que se adormece forzada por el cansancio y que volverá a despertar cuando canten los primeros gallos de la Serranía, allá en la madrugada, al son de los tambores y al grito desgarrado de los clarines con el "Jesús de las Seis".
Entre una y otra procesión, al amparo de la noche de luna, se hace interminable el chorrear de gentes que se cuelan por entre las peñas de la Bajada a las Angustias. Van en grupos de familia o van solos. Caminan en silencio, musitando algún rezo en la madrugada. Si se les pregunta dicen que van, como antes lo hicieron sus padres y sus abuelos, a dar el pésame a la Virgen. A la Madre, a la Señora que es copatrona de la ciudad de Cuenca, se le quita durante esa noche de su rgazo a Jesús muerto.

martes, 2 de marzo de 2010

EL MONASTERIO DE SOPETRÁN A UN PASO


A los viejos monasterios cistercienses la gente suele acudir siguiendo los pasos de la Historia ya perdidos, buscando el detalle artístico que nadie ve, intentando reavivar su espíri­tu falto de sosiego, de esa paz tan lejana y tan marchita que uno prefiere imaginar que brota de sus piedras tiznadas de pátina, cargadas de siglos y en estado de ruina casi siempre.
Hace algo menos de cinco años que anduve en un primer viaje por el monasterio de Sopetrán. Los dos monjes que antes eran y que todavía son, el padre Juan Carlos y el padre Miguel Antonio, hacía sólo unos meses que habían sentado sus reales entre aquellos muros deshabitados. Eran proyectos casi todo en aquella ocasión y en aquel lugar para los dos jóvenes benedic­tinos. Hoy las cosas han cambiado bastante. Algunos de los proyectos de entonces, ilusiones perdidas en la nebulosa de lo utópico, han dejado de serlo. La hostelería de la que me hablaron es un hecho real, una obra difícilmente mejorable que se va dando a conocer poco a poco, una especie de pequeño paraíso en el que concurren, según la filosofía de sus funda­dores, la paz del entorno, el terreno placer de la gastronomía de la tierra, y el soplo de piedad y de buenas costumbres al hilo de los impeca­bles dictados de la Orden, transportados a través del tiempo a estos años nuestros del cambio de milenio.
Llego a Sopetrán cuando pinta la tarde. El valle del Badiel -vecino por vida de aquellos pueblos: Valdearenas, Hita, Torre del Burgo, Heras, también Sopetrán y todo su entorno- tomó forma el día de la Creación para ser visto en tardes de primavera, en un día y en una hora como ésta. El sol cae de plano y una ligera brisa sopla en dirección contraria al hilo del arroyo. El viento apenas mueve el ramaje tierno de los árboles y la veleta de algún chalé colocado sobre el altillo al otro lado de la carretera. Hay estacionados algunos coches delante de la hospedería. Junto al aparcamiento de vehículos han colocado una cartela que anuncia los diferentes servicios o motivos de interés que forman el complejo de Sopetrán: monasterio, ermita, hospedería, capilla y aparca­miento. Uno prefiere dar un paseo por los alrededores antes de entrar en la hospedería. Han adornado muy bien, a base de ingenio y de piedras talladas, antiquísimas, el espacio que rodea al moderno edificio. Uno de los monumentos resultantes semeja una picota o un pairón molinés montado a trozos.
El padre Miguel Antonio viene por el camino del monaste­rio con un rollo enorme de cable colgado al hombro. El padre Juan Carlos intenta desatascar el carril de la tubería que, por lo visto, se ha obstruido a lo largo de la pared. Me dejan abiertas de par en par las puertas para que pueda verlo todo mientras que ellos se ocupan por un instante en subsanar la avería.
Todo nuevo y magníficamente decorado espera en el inte­rior del edificio que llegue el fin de semana. Nadie hay dentro. Desde la salita de recepción se accede a todos los departamentos directamente. Departamentos que dan idea de la intención con la que se ha construido y rehabilitado aquello: amplio comedor adornado con reproducciones fieles de las pinturas de Sopetrán que hay en el Museo del Prado, salón de estar comodísimo con chimenea, capilla para las celebraciones litúrgicas, biblioteca con varios miles de ejemplares la mar de interesantes, y arriba, en la primera planta, los dormito­rios, creo que ocho, con sus servicios correspondientes, para que quienes deseen pasar allí algunos días de descanso, puedan hacerlo en aquel ambiente sosegado y con el régimen de normas y costumbres que por su condición rigen el funcionamiento de la hospedería.
Las hospederías monásticas -digamos que en su pureza más estricta, como resultado del quehacer de una orden religiosa cuando las cosas funcionan en el mundo de manera muy distinta a como lo fueron hace siglos- son para los religiosos que las regentan un lugar de encuentro, de reunión en familia, de vida en común durante unas o horas o durante unos días, de manera que quienes optan por pasar algunas jornadas en esta clase de estableci­mientos, tengan la oportunidad de compartir ciertos valores propios de la vida monástica y de mantener un diálogo con los monjes, de convivir en aquel ambiente, de participar en las tertulias y en los oficios religiosos que a lo largo del día se puedan celebrar. De ahí la diferencia entre estas hospederías monásticas y los demás establecimientos de hospe­daje que todos conocemos: hoteles, hostelerías, casas rura­les..., de cuyos servicios participan plenamente, pero a los que hay que añadir las particularidades propias de la filoso­fía de la Orden que las distingue.
La corta experiencia de los monjes en la nueva hospedería de Sopetrán está dando estupendos resultados. La gente suele acudir en buen número, hasta el punto de que se haga preciso solicitar la reserva de plaza para los fines de semana, cir­cuns­tancia que se acentúa en ciertas temporadas. La comida la hacen todos juntos, con bendición de mesa y una lectura al principio; costumbre que el público ha entendido muy bien, y prueba de ello es la mucha demanda por parte de los clientes, a pesar de no ser en exceso conocida por el gran público. El número de comidas en turno único es de cincuenta, para no romper con un número mayor el clima de convivencia, y las habitaciones de las que se dispone son ocho. Los monjes que atienden los servicios, como ya se ha dicho, son dos, ayudados por algunas personas más los fines de semana en los trabajos de cocina.
¿Por qué no algún otro religioso? -he preguntado. Qué más quisiéramos nosotros, me han dicho. No hay vocaciones, y en ello radica la deficiencia. El "ora et labora" de San Benito, tiene entre los monjes de Sopetrán su actualidad más auténti­ca. Es cuestión de llevar a cabo entre dos el trabajo de cuatro.
Toledano uno, el padre Miguel Antonio, y creo que navarro el otro, el padre Juan Carlos, jóvenes ambos, cayeron en la comarca estupendamente. La misa dominical de la una del medio­día llena de fieles la capilla, tanto de residentes como de gentes de aquellos pueblos que acuden puntuales a compartir con los monjes la función religiosa; experiencia que vuelve a repetirse, aunque con menor asistencia de fieles, por lo menos al principio, en el oficio de laudes y vísperas los fines de semana, sencilla­mente porque para el público resulta novedoso.
Uno se complace al comprobar la utilidad práctica que surgió en torno a las piedras de Sopetrán, a las ruinas del viejo monasterio que apenas nos sirvió como reliquia de un pasado que jamás volverá a repetirse. Este de Sopetrán, con su historia y su leyenda perdida en los archivos, es uno más de los cuatro o cinco monasterios medievales cuyos despojos se tuestan al sol o se calan bajo la lluvia de nuestros campos desafiando la climatolo­gía del país y el desprecio de las gentes: Bonaval, Monsalud, Ovila, son nombres que acuden a la memoria en este instante.

(Guadalajara, mayo 2000)