A los viejos monasterios cistercienses la gente suele acudir siguiendo los pasos de la Historia ya perdidos, buscando el detalle artístico que nadie ve, intentando reavivar su espíritu falto de sosiego, de esa paz tan lejana y tan marchita que uno prefiere imaginar que brota de sus piedras tiznadas de pátina, cargadas de siglos y en estado de ruina casi siempre.
Hace algo menos de cinco años que anduve en un primer viaje por el monasterio de Sopetrán. Los dos monjes que antes eran y que todavía son, el padre Juan Carlos y el padre Miguel Antonio, hacía sólo unos meses que habían sentado sus reales entre aquellos muros deshabitados. Eran proyectos casi todo en aquella ocasión y en aquel lugar para los dos jóvenes benedictinos. Hoy las cosas han cambiado bastante. Algunos de los proyectos de entonces, ilusiones perdidas en la nebulosa de lo utópico, han dejado de serlo. La hostelería de la que me hablaron es un hecho real, una obra difícilmente mejorable que se va dando a conocer poco a poco, una especie de pequeño paraíso en el que concurren, según la filosofía de sus fundadores, la paz del entorno, el terreno placer de la gastronomía de la tierra, y el soplo de piedad y de buenas costumbres al hilo de los impecables dictados de la Orden, transportados a través del tiempo a estos años nuestros del cambio de milenio.
Llego a Sopetrán cuando pinta la tarde. El valle del Badiel -vecino por vida de aquellos pueblos: Valdearenas, Hita, Torre del Burgo, Heras, también Sopetrán y todo su entorno- tomó forma el día de la Creación para ser visto en tardes de primavera, en un día y en una hora como ésta. El sol cae de plano y una ligera brisa sopla en dirección contraria al hilo del arroyo. El viento apenas mueve el ramaje tierno de los árboles y la veleta de algún chalé colocado sobre el altillo al otro lado de la carretera. Hay estacionados algunos coches delante de la hospedería. Junto al aparcamiento de vehículos han colocado una cartela que anuncia los diferentes servicios o motivos de interés que forman el complejo de Sopetrán: monasterio, ermita, hospedería, capilla y aparcamiento. Uno prefiere dar un paseo por los alrededores antes de entrar en la hospedería. Han adornado muy bien, a base de ingenio y de piedras talladas, antiquísimas, el espacio que rodea al moderno edificio. Uno de los monumentos resultantes semeja una picota o un pairón molinés montado a trozos.
El padre Miguel Antonio viene por el camino del monasterio con un rollo enorme de cable colgado al hombro. El padre Juan Carlos intenta desatascar el carril de la tubería que, por lo visto, se ha obstruido a lo largo de la pared. Me dejan abiertas de par en par las puertas para que pueda verlo todo mientras que ellos se ocupan por un instante en subsanar la avería.
Todo nuevo y magníficamente decorado espera en el interior del edificio que llegue el fin de semana. Nadie hay dentro. Desde la salita de recepción se accede a todos los departamentos directamente. Departamentos que dan idea de la intención con la que se ha construido y rehabilitado aquello: amplio comedor adornado con reproducciones fieles de las pinturas de Sopetrán que hay en el Museo del Prado, salón de estar comodísimo con chimenea, capilla para las celebraciones litúrgicas, biblioteca con varios miles de ejemplares la mar de interesantes, y arriba, en la primera planta, los dormitorios, creo que ocho, con sus servicios correspondientes, para que quienes deseen pasar allí algunos días de descanso, puedan hacerlo en aquel ambiente sosegado y con el régimen de normas y costumbres que por su condición rigen el funcionamiento de la hospedería.
Las hospederías monásticas -digamos que en su pureza más estricta, como resultado del quehacer de una orden religiosa cuando las cosas funcionan en el mundo de manera muy distinta a como lo fueron hace siglos- son para los religiosos que las regentan un lugar de encuentro, de reunión en familia, de vida en común durante unas o horas o durante unos días, de manera que quienes optan por pasar algunas jornadas en esta clase de establecimientos, tengan la oportunidad de compartir ciertos valores propios de la vida monástica y de mantener un diálogo con los monjes, de convivir en aquel ambiente, de participar en las tertulias y en los oficios religiosos que a lo largo del día se puedan celebrar. De ahí la diferencia entre estas hospederías monásticas y los demás establecimientos de hospedaje que todos conocemos: hoteles, hostelerías, casas rurales..., de cuyos servicios participan plenamente, pero a los que hay que añadir las particularidades propias de la filosofía de la Orden que las distingue.
La corta experiencia de los monjes en la nueva hospedería de Sopetrán está dando estupendos resultados. La gente suele acudir en buen número, hasta el punto de que se haga preciso solicitar la reserva de plaza para los fines de semana, circunstancia que se acentúa en ciertas temporadas. La comida la hacen todos juntos, con bendición de mesa y una lectura al principio; costumbre que el público ha entendido muy bien, y prueba de ello es la mucha demanda por parte de los clientes, a pesar de no ser en exceso conocida por el gran público. El número de comidas en turno único es de cincuenta, para no romper con un número mayor el clima de convivencia, y las habitaciones de las que se dispone son ocho. Los monjes que atienden los servicios, como ya se ha dicho, son dos, ayudados por algunas personas más los fines de semana en los trabajos de cocina.
¿Por qué no algún otro religioso? -he preguntado. Qué más quisiéramos nosotros, me han dicho. No hay vocaciones, y en ello radica la deficiencia. El "ora et labora" de San Benito, tiene entre los monjes de Sopetrán su actualidad más auténtica. Es cuestión de llevar a cabo entre dos el trabajo de cuatro.
Toledano uno, el padre Miguel Antonio, y creo que navarro el otro, el padre Juan Carlos, jóvenes ambos, cayeron en la comarca estupendamente. La misa dominical de la una del mediodía llena de fieles la capilla, tanto de residentes como de gentes de aquellos pueblos que acuden puntuales a compartir con los monjes la función religiosa; experiencia que vuelve a repetirse, aunque con menor asistencia de fieles, por lo menos al principio, en el oficio de laudes y vísperas los fines de semana, sencillamente porque para el público resulta novedoso.
Uno se complace al comprobar la utilidad práctica que surgió en torno a las piedras de Sopetrán, a las ruinas del viejo monasterio que apenas nos sirvió como reliquia de un pasado que jamás volverá a repetirse. Este de Sopetrán, con su historia y su leyenda perdida en los archivos, es uno más de los cuatro o cinco monasterios medievales cuyos despojos se tuestan al sol o se calan bajo la lluvia de nuestros campos desafiando la climatología del país y el desprecio de las gentes: Bonaval, Monsalud, Ovila, son nombres que acuden a la memoria en este instante.
(Guadalajara, mayo 2000)
Hace algo menos de cinco años que anduve en un primer viaje por el monasterio de Sopetrán. Los dos monjes que antes eran y que todavía son, el padre Juan Carlos y el padre Miguel Antonio, hacía sólo unos meses que habían sentado sus reales entre aquellos muros deshabitados. Eran proyectos casi todo en aquella ocasión y en aquel lugar para los dos jóvenes benedictinos. Hoy las cosas han cambiado bastante. Algunos de los proyectos de entonces, ilusiones perdidas en la nebulosa de lo utópico, han dejado de serlo. La hostelería de la que me hablaron es un hecho real, una obra difícilmente mejorable que se va dando a conocer poco a poco, una especie de pequeño paraíso en el que concurren, según la filosofía de sus fundadores, la paz del entorno, el terreno placer de la gastronomía de la tierra, y el soplo de piedad y de buenas costumbres al hilo de los impecables dictados de la Orden, transportados a través del tiempo a estos años nuestros del cambio de milenio.
Llego a Sopetrán cuando pinta la tarde. El valle del Badiel -vecino por vida de aquellos pueblos: Valdearenas, Hita, Torre del Burgo, Heras, también Sopetrán y todo su entorno- tomó forma el día de la Creación para ser visto en tardes de primavera, en un día y en una hora como ésta. El sol cae de plano y una ligera brisa sopla en dirección contraria al hilo del arroyo. El viento apenas mueve el ramaje tierno de los árboles y la veleta de algún chalé colocado sobre el altillo al otro lado de la carretera. Hay estacionados algunos coches delante de la hospedería. Junto al aparcamiento de vehículos han colocado una cartela que anuncia los diferentes servicios o motivos de interés que forman el complejo de Sopetrán: monasterio, ermita, hospedería, capilla y aparcamiento. Uno prefiere dar un paseo por los alrededores antes de entrar en la hospedería. Han adornado muy bien, a base de ingenio y de piedras talladas, antiquísimas, el espacio que rodea al moderno edificio. Uno de los monumentos resultantes semeja una picota o un pairón molinés montado a trozos.
El padre Miguel Antonio viene por el camino del monasterio con un rollo enorme de cable colgado al hombro. El padre Juan Carlos intenta desatascar el carril de la tubería que, por lo visto, se ha obstruido a lo largo de la pared. Me dejan abiertas de par en par las puertas para que pueda verlo todo mientras que ellos se ocupan por un instante en subsanar la avería.
Todo nuevo y magníficamente decorado espera en el interior del edificio que llegue el fin de semana. Nadie hay dentro. Desde la salita de recepción se accede a todos los departamentos directamente. Departamentos que dan idea de la intención con la que se ha construido y rehabilitado aquello: amplio comedor adornado con reproducciones fieles de las pinturas de Sopetrán que hay en el Museo del Prado, salón de estar comodísimo con chimenea, capilla para las celebraciones litúrgicas, biblioteca con varios miles de ejemplares la mar de interesantes, y arriba, en la primera planta, los dormitorios, creo que ocho, con sus servicios correspondientes, para que quienes deseen pasar allí algunos días de descanso, puedan hacerlo en aquel ambiente sosegado y con el régimen de normas y costumbres que por su condición rigen el funcionamiento de la hospedería.
Las hospederías monásticas -digamos que en su pureza más estricta, como resultado del quehacer de una orden religiosa cuando las cosas funcionan en el mundo de manera muy distinta a como lo fueron hace siglos- son para los religiosos que las regentan un lugar de encuentro, de reunión en familia, de vida en común durante unas o horas o durante unos días, de manera que quienes optan por pasar algunas jornadas en esta clase de establecimientos, tengan la oportunidad de compartir ciertos valores propios de la vida monástica y de mantener un diálogo con los monjes, de convivir en aquel ambiente, de participar en las tertulias y en los oficios religiosos que a lo largo del día se puedan celebrar. De ahí la diferencia entre estas hospederías monásticas y los demás establecimientos de hospedaje que todos conocemos: hoteles, hostelerías, casas rurales..., de cuyos servicios participan plenamente, pero a los que hay que añadir las particularidades propias de la filosofía de la Orden que las distingue.
La corta experiencia de los monjes en la nueva hospedería de Sopetrán está dando estupendos resultados. La gente suele acudir en buen número, hasta el punto de que se haga preciso solicitar la reserva de plaza para los fines de semana, circunstancia que se acentúa en ciertas temporadas. La comida la hacen todos juntos, con bendición de mesa y una lectura al principio; costumbre que el público ha entendido muy bien, y prueba de ello es la mucha demanda por parte de los clientes, a pesar de no ser en exceso conocida por el gran público. El número de comidas en turno único es de cincuenta, para no romper con un número mayor el clima de convivencia, y las habitaciones de las que se dispone son ocho. Los monjes que atienden los servicios, como ya se ha dicho, son dos, ayudados por algunas personas más los fines de semana en los trabajos de cocina.
¿Por qué no algún otro religioso? -he preguntado. Qué más quisiéramos nosotros, me han dicho. No hay vocaciones, y en ello radica la deficiencia. El "ora et labora" de San Benito, tiene entre los monjes de Sopetrán su actualidad más auténtica. Es cuestión de llevar a cabo entre dos el trabajo de cuatro.
Toledano uno, el padre Miguel Antonio, y creo que navarro el otro, el padre Juan Carlos, jóvenes ambos, cayeron en la comarca estupendamente. La misa dominical de la una del mediodía llena de fieles la capilla, tanto de residentes como de gentes de aquellos pueblos que acuden puntuales a compartir con los monjes la función religiosa; experiencia que vuelve a repetirse, aunque con menor asistencia de fieles, por lo menos al principio, en el oficio de laudes y vísperas los fines de semana, sencillamente porque para el público resulta novedoso.
Uno se complace al comprobar la utilidad práctica que surgió en torno a las piedras de Sopetrán, a las ruinas del viejo monasterio que apenas nos sirvió como reliquia de un pasado que jamás volverá a repetirse. Este de Sopetrán, con su historia y su leyenda perdida en los archivos, es uno más de los cuatro o cinco monasterios medievales cuyos despojos se tuestan al sol o se calan bajo la lluvia de nuestros campos desafiando la climatología del país y el desprecio de las gentes: Bonaval, Monsalud, Ovila, son nombres que acuden a la memoria en este instante.
(Guadalajara, mayo 2000)
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