martes, 24 de julio de 2012

DE MORENGLOS A LA SIMA DE PAREDES


Ha sido éste un periplo por la comarca más septentrional de la provincia, que me ha ocupado toda la tarde. Se nota cómo en estas fechas la duración de los días ha descendido de manera considerable. En cambio, son tardes de final de verano que invitan a viajar. Tardes transparentes que animan a salir de casa o del sitio donde agotes las vacaciones, teniendo siempre, eso sí, una ruta prevista.
Conozco aquellas tierras después de haber viajado por ellas en repetidas ocasiones, pero no me importa volver. Los pueblos nunca se terminan de conocer, ofrecen siempre algo nuevo, más todavía en estas fechas, cuando los veraneantes se acaban de marchar en buena parte y los pueblos intentan acomodarse a su propio ser, a lo que en realidad serán a partir de ahora, hasta que despunte el próximo verano.
Hoy me he marcado como primer destino pasar una hora, o poco más, en un pueblecito apartado de las sierras del norte: Alcolea de las Peñas, para concluir mientras dure la tarde en los rayanos con la otra Castilla.

Alcolea de las Peñas -creo que lo he dicho en alguna otra ocasión- es uno de los pueblos más escondidos, y como tal, uno de los más sugerentes y misteriosos que tiene esta provincia de Guadalajara. Alcolea del las Peñas es un pueblo antiguo, cuyas bellezas resultan difíciles de explicar, precisamente porque son bellezas peculiares, suyas propias, muy poco comunes. He visitado Alcolea de las Peñas en dos o tres ocasiones y en todas ellas he descubierto alguna cosa nueva.

El pueblo está situado casi en los límites con la provincia de Soria, entre Cincovillas y Paredes de Sigüenza, ligeramente desviado a mano derecha, al que se sube por una carretera local, estrecha, que parte muy cerca del muro que todavía se conserva en pie del antiguo torreón de Morenglos. Casi nada consta de este mágico lugar, desaparecido hace varios siglos; las cuevas horadadas en la roca y las cuatro o seis sepulturas abiertas sobre la dura superficie de la peña, junto a las ruinas del torreón de la que fue su iglesia, son el único testimonio que ha venido a quedar de aquel viejo poblado. Se ha dicho que la iglesia de San Juan del Mercado de la cercana villa de Atienza se reconstruyó en el siglo XVI, sobre otra románica del XII, con piedras y sillares acarreados desde aquí, desde la iglesia medieval de Morenglos. Algo más arriba queda, a un par escaso de kilómetros de distancia, el pueblo de Alcolea de las Peñas. Al pie del caserío de Alcolea pasa el arroyo que lleva su mismo nombre, afluente del Salado, con el que juntará sus aguas por los llanos de Cercadillo.


Alcolea de las Peñas, aun dentro de su actual pequeñez: una veintena de habitantes con carácter fijo a mucho contar, es un pueblo de rico historial y con infinitos detalles que conviene conocer. A poco de acabar la Guerra de la Independencia, y tal vez por haber tenido algo que ver en la lucha contra el intruso invasor, el rey Fernando VII le otorgó el título de villa en 1817. Las "cuevas" en cuyo interior se distinguen algunos departamentos, pasillos y ventanales sobre el precipicio, dentro del mismo pueblo, son conocidas por el vecindario como La Cárcel; de tan interesante particularidad se cuentan cosas increíbles, pero verdaderas, como la del preso que en tiempos muy lejanos se arrojó sobre el barranco y salvó su vida al quedarle enganchado el cuerpo entre las ramas de los árboles que todavía suelen crecer en el fondo del precipicio. La iglesia gótico-renacentista del lugar, obra del siglo XV, tiene un curioso garitón al poniente que recuerda la arquitectura civil de aquellos tiempos.

Hay un pastor sentado junto a la carretera. Le acompaña el fiel caniche, ojo avizor, a cuatro pasos de su dueño mirando al grueso del ganado. Las ovejas carean aburridas los primeros rebrotes de la rastrojera. El pastor me mira indiferente al pasar a su lado. Ladra el perro.

El empalme hacia Tordelrábano se abre también a mano derecha. En Tordelrábano es posible que dentro de unos días no queden más de una docena de personas viviendo de manera continua. En Tordelrábano hubo un tiempo en el que dejó de celebrarse la fiesta patronal de San Roque por falta de público. Es un pueblo bonito, a mí me lo parece, y tranquilo, muy tranquilo, con varias de sus casas plantadas sobre un duro pedestal de roca. Los huertos de la Cerrada, de la Poza y de la Fuente, fueron durante mucho tiempo para los vecinos de Tordelrábano un recurso fundamental para seguir tirando.

La carretera continúa con dirección a los Altos de Barahona. Estamos a dos leguas de la provincia de Soria. No se ve ni una sola persona a nuestro alrededor, ni algo que se mueva a excepción de los matujos secos que hay junto al camino y de algún gavilán haciendo cabriolas en el finísimo azul de estos cielos de la sierra.

El pueblo de Rienda nos coge a trasmano. En Rienda aparece la primera salina de las muchas a que da lugar el río que nace por aquellos contornos, y que en otros tiempos vino a suponer una importante fuente de trabajo y de riqueza para toda esta comarca, hoy pobre y deshabitada.
 
Sin duda, la condición especial del día, impropio de las fechas en las que nos encontramos, debe de influir en el semblante mortecino y solitario de estas tierras. Allá, al fondo, señaladas por la luz de un claro que se abrió entre el cielo plomizo de la tarde, se ven las casas de Paredes, las elegantes casonas de Paredes con la airosa espadaña de su iglesia de San Julián Confesor -el santo parricida que tienen por Patrón- como gallardete levantado al favor de todos los vientos. Estos campos de Paredes de Sigüenza, y los otros no lejanos de la provincia de Soria, jugaron, según los historiadores y los eruditos especializados en temas medievales, un papel importante en la primitiva literatura escrita en lengua castellana.


La sima de Paredes de Sigüenza queda a cincuenta metros de distancia desde la carretera, más o menos; la tengo ahora delante de mí. Llego hasta sus bordes con una mal disimulada precaución. El viento frío del noroeste sopla sobre estos llanos de labor que rodean al pueblo. No se ve una sola alma por el campo ni por los alrededores del pueblo. Gran parte de los veraneantes que hubo en la comarca marcharon de nuevo a la ciudad empujados por los cambios de temperatura a medida que la tarde va de caída. Tomo un par de fotografías desde diferentes ángulos y me las llevo para mostrar a los lectores alguna de ellas. El pueblo queda a 1002 metros de altura sobre el nivel del mar y a 88 kilómetros de distancia desde Guadalajara. A medida que la tarde cae, el frío se hace más intenso y el silencio es todavía mayor. De un momento a otro las sombras empezarán a apropiarse de pueblos y paisajes. En el campanario de la iglesia todavía se aprecia un leve reflejo del último sol de la tarde.
 

(En las fotos: “La Cárcel” de Alcolea de las Peñas; lo que todavía queda del torreón de Morenglos, y un aspecto de la “Sima” en Paredes de Sigüenza)

Pues bien; hace algunos años, quizás treinta o alguno más, en las inmediaciones del pueblo de Paredes, cerca de lo que todavía queda de una importante calzada romana, que según indicios bastante precisos pasó por allí, se produjo un fenómeno geológico importante que apenas tuvo resonancia, pero que no por eso carece de interés al menos como algo novedoso por estas latitudes. Un trozo de terreno de forma circular, y con una superficie equivalente al ruedo de una plaza de toros, se hundió de improviso hacia el interior de la tierra, dando lugar a una poza formidable que al instante se llenó de agua, y que allí está. Los lugareños la reconocen por "la sima", cuando por su origen no parece tal ni nada que se le parezca, sino más bien una torca, de menores proporciones que las famosas de la Baja Serranía de Cuenca, debida a una causa similar a la que dio origen a aquellas, es decir, a la continua erosión del subsuelo por las corrientes de agua subterránea, que acaban por producir hundimientos de este tipo, a veces en cadena, si bien separados en el tiempo por montones de años, o de siglos, hasta salpicar el paisaje de barranqueras, todas circulares y profundas, como ha ocurrido con las cuarenta o más que se reparten entre los bosques de pinar de la Serranía de Cuenca, y de las cuales, una en el término municipal del pueblecito de La Frontera, se produjo en el pasado siglo, quiero recordar que en el año1927, y que por muy poco no se tragó a un campesino con su yunta de mulas que en ese instante se encontraba faenando por los alrededores.

lunes, 16 de julio de 2012

LA CATEDRAL DE CUENCA (y III)


(CONTINUACIÓN)

Frente al enterramiento de los Covarrubias, queda algo más adelante y en la misma nave, una de las capillas más interesantes de la Catedral: la de los Albornoz; más conocida por la Capilla de Caballeros. Tiene dos entradas; la principal cierra con una buena reja de Lemosín. En su interior reposan los restos de varios miembros de esta importante familia conquense, de entre los que se singularizan las estatuas yacentes del canónigo don Gómez Carrillo de Albornoz, y las de don Garci Alvarez y don Alvar García de Albornoz, sobre sus respectivos sarcófagos de excelente factura, ambos del siglo XV y obra de Antonio Flórez. Estos últimos personajes fueron el padre y el hermano del cardenal don Gil de Albornoz, fundador del Colegio Español en la Universidad de Bolonia y causa primera del regreso a Roma de la Sede Pontificia de Aviñón. Otra interesante piedra sepulcral de esta capilla es la de doña Teresa de Luna, madre del Cardenal, marcada en el suelo sobre losa negra de la que resaltan las manos y la cabeza en mármol blanco. No obstante, es muy posible que la mayor atracción de la Capilla de Caballeros, sean las pinturas de Hernando Yáñez de Almedina primera mitad del siglo XVI de entre las que merecen especial referencia "La Adoración de los Reyes", "La Crucifixión" y "La Piedad".

Muy cerca de la Capilla de Caballeros viene a caer la subida a la Torre del Ángel, así como una salida que conduce al claustro y a la Capilla del Espíritu Santo, la única de la Catedral que sólo se abre al público una vez al año, el día de Pentecostés. Fundó esta capilla don Juan Hurtado de Mendoza, señor de Cañete, allá por el siglo XV, siendo reedificada después por Rodrigo de Mendoza. Es algo así como el archivo familiar o memorial heráldico de la rama conquense de los Hurtado de Mendoza. Sobre sus muros cuelgan lienzos del siglo XVII, pintados por Zúcaro y Andrés de Vargas.


EL CORO, LA CAPILLA MAYOR Y EL ARCO DE JAMETE

Si el viajero se ha detenido durante su visita a la Catedral en contemplar desde distintos ángulos el impresionante conjunto de columnas, de capiteles y de arcadas en ojiva que tiene dentro, es el momento de visitar el Coro.

El Coro de la catedral de Cuenca se encuentra frente a la Capilla Mayor en la nave central. Se montó a instancias del obispo Flórez Osorio a mediados del siglo XVIII, que lo encargó al arquitecto Martín de Aldehuela. Destaca en él su reja de bella crestería, con el escudo de armas de don Diego Ramírez de Fuenleal que debió de ser en realidad quien corrió con los costos; es obra de Hernando de Arenas, concluida en 1557. La artística sillería de Annequin Egas, que tuvo a partir del siglo XV, fue vendida a la colegiata de Belmonte doscientos años después, y sustituida por la actual, obra de fray Vicente de Sevilla hacia el año 1753.

La Capilla Mayor se cierra con la más sensacional de las rejas que se lucen en esta catedral de rejas hermosas. Se debe al genio creador del artífice conquense Hernando de Arenas, que quiso dejar en tan vistoso escaparate lo más sublime de su trabajo como artista del hierro; y ahí está, en dorado permanente, motivo de admiración desde 1560, año en el que debieron quedar concluidos los últimos detalles de su forja. La costeó, igual que la del Coro, el obispo Ramírez de Fuenleal. De Rafael Armerua son las otras dos, las rejas laterales que cierran la capilla; menos meritorias, forjadas en Elorrio hacia el 1740.

El interior de la capilla lo trazó Ventura Rodríguez, y está ejecutado con jaspes y mármoles de la Serranía de Cuenca, bronces dorados y serpentina de Granada. El altar presenta, bajo la barroca imagen del Padre Eterno, un colosal altorrelieve de Nuestra Señora sostenido por querubines. Entre las columnas laterales hay dos bellas estatuas de San Joaquín y Santa Ana, las cuales, lo mismo que los relieves antes referidos, ambas en mármol de Carrara, las talló el maestro Vergara. En esta Capilla Mayor está enterrado su gran mecenas, el obispo don Diego Ramírez de Fuenleal.

El Arco de Jamete. Así se llama en la catedral de Cuenca al más suntuoso de sus detalles arquitectónicos, y que viene a ser una de las más bellas muestras del arte plateresco español, de las muchas que existen del largo siglo del Renacimiento. Se pone en duda que fuera el propio Esteban Jamete el autor material de todo el trazado y de la ejecución del arco; se piensa, más bien, que se limitó a realizar solamente las magníficas tallas y figuras que lo adornan.

Fue construido en la primera mitad del siglo XVI, después de que el entallador de Orleans hubiese trabajado en Salamanca, en la catedral de Toledo, y muy poco antes de ser procesado por la Inquisición se dijo que benévola de Cuenca , al que acusó de "hereje, apóstata, fautor y encubridor de herejes". Al margen, claro está, de su carácter pendenciero, violento y con ciertas inclinaciones a la bebida. El Arco de Jamete es toda una filigrana de formas exactas, y de figuras que rayan con la perfección, donde se advierte el influjo italianizante del artista. Está situado a la altura del Coro de la Catedral, en la nave del Evangelio. Sufrió seriamente las consecuencias del hundimiento de la torre mayor en 1902, sin que haya quedado huella. Por este arco se pasa al claustro, renacentista también, pieza capital del conjunto catedralicio que, debido a los constantes trabajos de restauración, rara vez suele estar en condiciones de ser visitado.

lunes, 9 de julio de 2012

EL VALLE DEL HENARES ( I I )



Muy cerca de Sigüenza quedan las risqueras y los pueblecitos que adornan como estampa de calendario las riberas del río Dulce, subsidiario de su hermano mayor el Henares, cuyas aguas juntarán en un solo cauce más allá de Villaseca. Los violentos cortes rocosos del río Dulce recuerdan inevitablemente la insigne personalidad del naturalista don Félix Rodríguez de la Fuente, pues en aquellos singulares escenarios, donde cría el alcotán y acampa la raposa, filmó hace algo más de años las escenas más sugestivas de sus famosas series para la televisión. En este encrespado valle están situados, por este orden, los pueblos de Pelegrina, de Aragosa, de La Cabrera, mínimos reductos de bienestar, casi un paraíso en donde el vértigo y el agua cantarina del río lo ocupan todo. Las casas aquí son sólo un pretexto ante los ojos del espectador, que resalta todavía más la maravilla del paisaje. En Pelegrina todavía se conservan enhiestos los cuatro muros y parte de la torre del homenaje de lo que fuera en siglos precedentes el castillo residencia de los obispos seguntinos. En Aragosa se fabricó es un dato que no va más allá de la mera curiosidad el primer papel moneda que empleó para su uso el Banco de España. La vida en aquellos tiempos debió ser para estos pequeños pueblecitos de a orillas del Dulce, al parecer, bastante diferente; si bien, el espectáculo natural de cortes abruptos y de barranqueras inaccesibles hasta el cauce del río, no hayan variado apenas.


Los campos a partir de aquí, río Henares a favor de corriente, no son afortunados en demasía. El cereal se da en los fondos del valle, mientras que las adustas laderas de los tesos se rizan de aliagares, de tomillos y de breña. Estamos en Castilla. Una remota tradición industrial entretuvo por aquellos lares a las buenas gentes de Mandayona, de Castejón, de Villaseca y de Matillas, hasta que afloraron los años del éxodo. En Mandayona funcionan todavía una fábrica de harinas y otra de papel. En Matillas, hace años que cerró sus puertas una que tuvieron dedicada a la obtención de cemento blanco.


Jadraque, en el mismo itinerario fluvial por el que ahora nos movemos, es un nombre de históricas rememoranzas. Es una de las diez primeras villas en importancia que tienen las tierras de Guadalajara. Jadraque descansa al noreste de su cónico Cerro del Castillo, enseña de recia castellanía cuyos muros se tiñen de líquida plata en las noches de luna. Sobre el variado caparazón de Jadraque afloran los pináculos brillantes y plomizos de su iglesia parroquial, guardadora de obras meritorias de Zurbarán y de un Cristo de los Milagros que la gente atribuye a Pedro de Mena. Las blasonadas casonas jadraqueñas, son una muestra palpable de su pasado aún no demasiado remoto. En el palacete que fue de los Arias Saavedra, descansó en el verano de 1808 el insigne autor y político gijonés don Gaspar Melchor de Jovellanos; allí pintó unos frescos en memoria del presidio mallorquín que acababa de sufrir en sus carnes, y allí tuvo durante unos días como invitado a Francisco de Goya; los frescos se conservan tal cual, el recuerdo del pintor amigo, por ser inmaterial, pervive desde entonces por tradición en la mente y en los labios de los jadraqueños.


En Jadraque, como compensación por parte de la propia villa a lo que antes debió ser y luego dejó de serlo, ahí queda, reciente y próspera, una interesante industria, casi una artesanía industrializada, de figuras ornamentales de alabastro extraído en cercanas canteras. A la hora del yantar, los jadraqueños se precian y no sin razón de su buen hacer en el delicado terreno gastronómico del cordero asado, una especialidad de la comarca que se remonta, si se hace caso al decir de las gentes, nada menos que a los tiempos de Cristobal Colón, aficionado al parecer a este suculento bocado serrano campiñés.



Siempre a mano el Valle del Henares, salpicado de pueblecitos silentes y recoletos ocupando los claros de la vega por donde crecen las choperas y canta la perdiz; con el castillo mendocino en primer plano, aquel que prefiriera como fondo el pintor Zuloaga para su memorable retrato de Azorín.


A Hita le basta y le sobra para ser, no sólo conocida, sino inmortal, el recuerdo de su famoso Arcipreste. La villa medieval, de la que ya habla el Poema de Mio Cid se extiende en la falda sur de otro cerro cónico, muy parecido a su vecino de Jadraque. En Hita hay cuestas por donde andar, muchas cuestas; también hay restos de murallas antiquísimas, arcos de piedra a modo de osamenta en alguna de sus primitivas iglesias, y una espaciosa y expresiva Plaza Mayor. Por Hita, sin que uno a veces se dé cuenta, soplan vientos serranos que al chocar con sus piedras centenarias se van deshaciendo en versos del poeta Juan Ruiz. Como los bombardeos se cebaron hace más de medio siglo en su originaria estructura, la mitad por lo menos de los edificios, y entre ellos la iglesia, son de construcción reciente. Hita, encamada al pie del cerro que la protege de los crueles aires norteños, es parte esencial, insustituible, del paisaje alcarreño.

(En las fotografías: un aspecto de los cortes rocosos de Aragosa y Monumento a Rodríguez de la Fuente en el mirador de Pelegrina)

lunes, 2 de julio de 2012

LA CATEDRAL DE CUENCA ( I I )



(CONTINUACIÓN)

La Capilla del Pilar es la última que se realizó en el tiempo. Data del año 1770. Fue decorada por el artista turolense José Martín de la Aldehuela. En la bóveda hay una pintura mediocre que representa la "Coronación de la Virgen". Bajo las baldosas de esta capilla está enterrado el obispo Sangüesa y Guía, el mismo que emprendería la construcción del nuevo puente de San Pablo, y vivió la tragedia del hundimiento de la torre mayor de la catedral en 1902.


La Capilla de los Apóstoles se debe al canónigo García de Villarreal, que la fundó en el año 1538. Posee una extraordinaria reja atribuida a Cristóbal de Andino. El retablo princi¬pal del siglo XVI, se adorna con doce tablas que representan a los Apóstoles y unos altorrelieves con escenas de la Resurrección, de la Ascensión y del Padre Eterno.
Siguiendo por la nave de la Epístola, se llega a la Capilla de San Antolín. Data del siglo XVI. En ella hay un artístico friso de estilo mudéjar y dos tablas de Joannes, con las imágenes de San Juan y de San Antolín. La pila bautismal queda en el centro de esta capilla.


En la Capilla del Obispo, con artística reja del XVI rematada por "El Bautismo de Cristo", existen algunos relicarios y buenas tablas de Villadiego. En el altar mayor está la imagen del obispo San Julián.
Más adelante se ven sobre el muro lateral las laudas sepulcrales, procedentes del antiguo claustro, de los obispos Don Juan Yáñez, primer obispo de Cuenca; de don Lupo, obispo del siglo XIII; de Don Pedro Laurencio, y de don García, el inmediato sucesor de San Julián.
La Capilla de San Martín sigue estando en la nave de la derecha, frente al Altar Mayor. La fundó don Martín de Huélamo, tesorero de la Catedral hacia el año 1530. Se cierra con un artístico cancel de hierro, obra de Hernando de Arenas. El altar, atribuido a Giraldo de Flugo, posee buenas tallas de madera y medallones de alabastro. En el altar está la talla policroma de su titular, el obispo de Tours a caballo, repartiendo su capa con un mendigo.
Capilla de la Virgen del Sagrario, barroca del siglo XVIII. Fue erigida por el obispo Pimentel para colocar en ella la imagen de Nuestra Señora del Sagrario, la que, según la tradición, llevaba Alfonso VIII sobre al arzón de su caballo el día que conquistó Cuenca. En ella puede apreciarse la excelente rejería de Hernando de Arenas y buenas pinturas de Andrés de Vargas. Muy cerca de la reja están los sepulcros de los Montemayor (el Mozo y el Viejo), bajo un arco de medio punto. Ambas estatuas yacentes fueron labradas en el siglo XV.


La Sacristía Mayor es una sala extensa de estilo ojival con un juego impresionante de nervaduras recorriendo la bóveda. Se construyó a expensas del caballero santiaguista don Nuño Alvarez de Fuentencalada. Conserva en su interior una artística cajonería de nogal, diseñada en 1784 por Ventura Rodríguez. Aquí se luce en una hornacina frontal el busto de "La Dolorosa" de Pedro de Mena. También del mismo imaginero se custodia en esta sacristía una talla policromada de la Virgen de Belén. Además de los finos dorados de sus retablos y del tesoro en pinturas que todavía queda, es justo referirse a la mesa de mármol de una sola pieza que ocupa el centro de la sacristía, extraída de los gigantescos bloques de piedra que se acarrearon desde la Serranía de Cuenca.


Si continuamos andando por las salas y capillas situadas frente a la girola, llegaremos a la Sala Capitular. Se accede a ella por una magnífica portada del XVI, que muestra bajo su arco un bello altorrelieve con "La Adoración de los Pastores". Es casi seguro que todas las obras de talla que existen en esta sala se realizaron durante el episcopado de don Diego Ramírez de Fuenleal. Dentro son varias las puertas talladas con admirable maestría; algunas de cuyas escenas se atribuyen con no mal criterio al genio en persona de Alonso de Berruguete. También son aquí dignos de admirar el artesonado mudéjar y unas buenas pinturas de Andrés de Vargas.
Justo en el eje de la girola queda la Capilla del Corazón de Jesús, o Capilla Honda. Lo más valioso que en ella hay es el artesonado mudéjar que la cubre; sin duda, el mejor de la catedral. No se luce como debiera ser, después de haber sido elevado el pavimento en reformas posteriores a su construcción.
También en el eje de la girola, pero en la parte opuesta, se encuentra el Altar de San Julián o Transparente. La primera idea para su construcción se debió al obispo don Antonio de San Martín, hijo natural del rey Felipe IV, que mandó levantarlo a sus expensas. El proyecto y la ejecución del mismo se deben a Ventura Rodríguez. Todo él está recubierto de jaspes y mármoles, bronces y dorados; y el altar, formado por bellos altorrelieves de Francisco Vergara, va fechado en 1753. Hasta su profanación en 1936, se guardaron en este altar, dentro de urna de plata, los restos de San Julián procedentes de la llamada Capilla Vieja. A sus pies están las tumbas de los últimos obispos ya fallecidos que rigieron la diócesis: el beato Cruz Laplana, don Inocencio Rodríguez Díez y don José Guerra Campos.


Contiguo a la puerta de la Capilla Honda queda el altar de la Quinta Angustia, con una buena imagen de la Copatrona de Cuenca, probablemente del siglo XVI. Le sigue la Capilla de la Asunción, cerrada con buena reja de Hernando de Arenas. Tuvo dentro dos pequeñas estatuas de Mariano Benlliure, donadas por la familia Lasso.
En la Capilla de Santiago puede verse otra artística reja, esta de Alonso Beltrán. Algunos de los cuadros que se guardan en su interior han sido atribuidos a Rubens, si bien, lo más interesante que en ella hay son los dos sepulcros góticos del siglo XV que se encuentran en el muro frontal. Pertenecen estos enterramientos al obispo don Alonso Martínez y a un caballero santiaguista cuya identidad se desconoce.
Algo más adelante, ahora en el respaldo del ábside y en la cara opuesta de la nave, se puede ver el pequeño oratorio y enterramiento de don Sebastián de Covarrubias y Orozco. Ostenta por encima del remate de la portada los escudos familiares de estos dos apellidos. Sólo existe en su interior un altar de escasas dimensiones, y un cuadro expresivo de "Cristo atado a la columna" sobre el que, durante siglos quizás, los estudiantes de Cuenca descargaron sus devociones. (Continuará)