lunes, 9 de julio de 2012

EL VALLE DEL HENARES ( I I )



Muy cerca de Sigüenza quedan las risqueras y los pueblecitos que adornan como estampa de calendario las riberas del río Dulce, subsidiario de su hermano mayor el Henares, cuyas aguas juntarán en un solo cauce más allá de Villaseca. Los violentos cortes rocosos del río Dulce recuerdan inevitablemente la insigne personalidad del naturalista don Félix Rodríguez de la Fuente, pues en aquellos singulares escenarios, donde cría el alcotán y acampa la raposa, filmó hace algo más de años las escenas más sugestivas de sus famosas series para la televisión. En este encrespado valle están situados, por este orden, los pueblos de Pelegrina, de Aragosa, de La Cabrera, mínimos reductos de bienestar, casi un paraíso en donde el vértigo y el agua cantarina del río lo ocupan todo. Las casas aquí son sólo un pretexto ante los ojos del espectador, que resalta todavía más la maravilla del paisaje. En Pelegrina todavía se conservan enhiestos los cuatro muros y parte de la torre del homenaje de lo que fuera en siglos precedentes el castillo residencia de los obispos seguntinos. En Aragosa se fabricó es un dato que no va más allá de la mera curiosidad el primer papel moneda que empleó para su uso el Banco de España. La vida en aquellos tiempos debió ser para estos pequeños pueblecitos de a orillas del Dulce, al parecer, bastante diferente; si bien, el espectáculo natural de cortes abruptos y de barranqueras inaccesibles hasta el cauce del río, no hayan variado apenas.


Los campos a partir de aquí, río Henares a favor de corriente, no son afortunados en demasía. El cereal se da en los fondos del valle, mientras que las adustas laderas de los tesos se rizan de aliagares, de tomillos y de breña. Estamos en Castilla. Una remota tradición industrial entretuvo por aquellos lares a las buenas gentes de Mandayona, de Castejón, de Villaseca y de Matillas, hasta que afloraron los años del éxodo. En Mandayona funcionan todavía una fábrica de harinas y otra de papel. En Matillas, hace años que cerró sus puertas una que tuvieron dedicada a la obtención de cemento blanco.


Jadraque, en el mismo itinerario fluvial por el que ahora nos movemos, es un nombre de históricas rememoranzas. Es una de las diez primeras villas en importancia que tienen las tierras de Guadalajara. Jadraque descansa al noreste de su cónico Cerro del Castillo, enseña de recia castellanía cuyos muros se tiñen de líquida plata en las noches de luna. Sobre el variado caparazón de Jadraque afloran los pináculos brillantes y plomizos de su iglesia parroquial, guardadora de obras meritorias de Zurbarán y de un Cristo de los Milagros que la gente atribuye a Pedro de Mena. Las blasonadas casonas jadraqueñas, son una muestra palpable de su pasado aún no demasiado remoto. En el palacete que fue de los Arias Saavedra, descansó en el verano de 1808 el insigne autor y político gijonés don Gaspar Melchor de Jovellanos; allí pintó unos frescos en memoria del presidio mallorquín que acababa de sufrir en sus carnes, y allí tuvo durante unos días como invitado a Francisco de Goya; los frescos se conservan tal cual, el recuerdo del pintor amigo, por ser inmaterial, pervive desde entonces por tradición en la mente y en los labios de los jadraqueños.


En Jadraque, como compensación por parte de la propia villa a lo que antes debió ser y luego dejó de serlo, ahí queda, reciente y próspera, una interesante industria, casi una artesanía industrializada, de figuras ornamentales de alabastro extraído en cercanas canteras. A la hora del yantar, los jadraqueños se precian y no sin razón de su buen hacer en el delicado terreno gastronómico del cordero asado, una especialidad de la comarca que se remonta, si se hace caso al decir de las gentes, nada menos que a los tiempos de Cristobal Colón, aficionado al parecer a este suculento bocado serrano campiñés.



Siempre a mano el Valle del Henares, salpicado de pueblecitos silentes y recoletos ocupando los claros de la vega por donde crecen las choperas y canta la perdiz; con el castillo mendocino en primer plano, aquel que prefiriera como fondo el pintor Zuloaga para su memorable retrato de Azorín.


A Hita le basta y le sobra para ser, no sólo conocida, sino inmortal, el recuerdo de su famoso Arcipreste. La villa medieval, de la que ya habla el Poema de Mio Cid se extiende en la falda sur de otro cerro cónico, muy parecido a su vecino de Jadraque. En Hita hay cuestas por donde andar, muchas cuestas; también hay restos de murallas antiquísimas, arcos de piedra a modo de osamenta en alguna de sus primitivas iglesias, y una espaciosa y expresiva Plaza Mayor. Por Hita, sin que uno a veces se dé cuenta, soplan vientos serranos que al chocar con sus piedras centenarias se van deshaciendo en versos del poeta Juan Ruiz. Como los bombardeos se cebaron hace más de medio siglo en su originaria estructura, la mitad por lo menos de los edificios, y entre ellos la iglesia, son de construcción reciente. Hita, encamada al pie del cerro que la protege de los crueles aires norteños, es parte esencial, insustituible, del paisaje alcarreño.

(En las fotografías: un aspecto de los cortes rocosos de Aragosa y Monumento a Rodríguez de la Fuente en el mirador de Pelegrina)

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