sábado, 27 de diciembre de 2008

VIAJE FUGAZ AL VALLE DEL MESA


A la salida de Mochales, siguiendo en línea paralela y en la misma dirección que el río las aguas del Mesa, en un instante se llega hasta Villel, antiguo marquesado al que se accede valle abajo entre las huertas de forraje, árboles frutales, campos de hortaliza, y enormes roquedales a un lado y al otro del camino. Ya se alcanzan a ver los cuatro lienzos del castillo que un rayo dejó en pie sobre la peña en aquella tormenta fatal que hará casi medio siglo se produjo en plenas fiestas de San Bartolomé, y que aun en estado de ruina siguen siendo la enseña de Villel y el sello de su historia.
Villel de Mesa se presenta a primera vista como descolgado en la solana de un cerro mate que baja a refrescar sus pies en la corriente del río. La de hoy es una agradable mañana de sol. Los árboles de la plaza y muchos de los de la vega están comenzando a teñirse de verde a medida que la primavera va imponiendo su ley en los campos y en el ánimo de las personas después de un invierno excepcionalmente irregular.
Son las once de la mañana y los niños de las escuelas corren y gritan por el jardín entre los sauces y los arbustos, junto al arco romano, la fuente surtidor y el busto sobre columna de granito de don Pedro Gómez Fernández, el médico benefactor al que el pueblo le rinde perpetua memoria. El ayuntamiento y las escuelas ocupan el mismo corazón, pulcro y cuidadosamente restaurado, que sirve de frontal a la plaza.

Tres personas jóvenes, dos chicas y un varón, juegan con ellos y vigilan los movimientos de los niños en la plaza. Los tres son profesores que atienden a la no muy nutrida nómina de chiquillos. Ninguno de los tres jóvenes maestros son de allí, ni de algún lugar cercano. Las señoritas son de Checa, una de ellas, y de Miguelturra en Ciudad Real, la otra. El varón me ha dicho que es de Albacete.
- Supongo que el colegio será comarcal –les pregunto.
- Sí; pero los niños son todos de Villel; sólo hay dos de fuera, uno de Mochales y otro de Algar.
- ¿Os ha sido fácil acostumbraros a estar tan lejos de vuestra tierra?
- Sí; nos ha sido fácil. Aquí estamos bien.
- ¿Cuánto tiempo lleváis en este colegio?
- Muy poco. Sólo este curso. El compañero lleva menos de un mes.
Cuando se empieza a caminar pueblo arriba desde la plaza por la calle que dicen la Empedrada, resulta impresionante el tremendo bloque de roca sobre el que se sostiene lo poco que queda del castillo de los Funes. Para subir al barrio de arriba se puede hacer por cuatro calles diferentes: empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos, rincones evocadores de aquel otro Villel de hace muchos años, siglos quizás, cuando los modos de vivir eran distintos a como lo son hoy, y que nos recuerdan las retorcidas callejuelas de la ciudad de Cuenca por las que se sube hasta la catedral. También aquí, estas calles en cuesta nos llevan hasta la placita del Dr. Larrad y a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, que luce al mediodía su bella portada renacentista.
Por la placita ajardinada del Dr. Larrad, que es a la vez un interesante mirador sobre el pueblo y sobre el castillo, pasa en este momento la cartera repartiendo la correspondencia de casa en casa. La cartera de Villel es una mujer joven, dinámica, que no puede pararse en contemplaciones si quiere distribuir en el tiempo de que dispone todo el fardillo de papel que lleva en la valija. Sin detenerse un instante, me dice que hace el reparto diario en Labros, Amayas, Mochales, Villel y Algar.
Aunque tan sólo sea de manera testimonial, uno ha venido hasta Villel de Mesa con intención de visitar Algar aprovechando el viaje, siempre que el apretado horario que marca la distancia lo permita. Saliendo de la plaza, junto a las huertas, al pie del cerro de la Horca, se retoma la carretera que sólo hay que seguir en la misma dirección de las aguas del río para ponerse en Algar en un instante, el último pueblo de la provincia de Guadalajara de los tres que asientan en el valle, antes de que el río se meta en Aragón por Calmarza. El Mesa nace en las afueras del pueblo de Selas, brotando del suelo a borbotones, y en Anquela, al poco de nacer, gira en dirección hacia estos pagos al tiempo que va aumentando su caudal; desemboca en el Jalón, cerca de Ateca.

La carretera que nos lleva hasta Algar corre bajo las peñas por algunos tramos. A mitad de camino hay una especie de caserón al lado del río, solitario en pleno campo, que pienso puede tratarse de algún viejo molino movido por la corriente. Al pueblo ya lo tenemos ahí, extendido en vertiente a la solana como Villel, escalonado en la ladera. Desde su fundación, Algar de Mesa cuenta con el privilegio de poder dormir cada noche arrullado con el rumor de la chorrera que rompe el silencio del valle.
Debo reconocer que desde la primera vez que anduve por aquí, que conocí su singular urbanismo, el ambiente que lo rodea y la extraordinaria condición humana de sus gentes, siento cierta debilidad por este pueblo, puesto a manera de balcón sobre el barranco, como un juego de viviendas colocadas a todo lo largo del ancho anfiteatro natural sobre el que las fueron construyendo. La iglesia de Santo Domingo destaca sobre el resto de los otros edificios; una iglesia pequeña que data de 1574, y que es residencia compartida para la imagen de su Patrona, según la época del año, con la ermita de Nuestra Señora de los Albares, su titular, situada allá en las afueras.
Apenas entro en Algar sale al paso un hombre joven que me ha debido reconocer al bajar del coche. Se llama Pedro Pérez, y junto a él he compartido los pocos minutos de que dispongo en esta visita fugaz. Tenía ilusión por bajar hasta la chorrera, para escuchar el murmullo del agua a su caída y recordar en el mismo sitio donde lo conocí al abuelo Miguel, aquel anciano del pueblo, hábil pescador de truchas, que en la media mañana de aquel lejano día de verano, se empeñó en regalarme una manzana hermosa que era parte de su merienda.
- Pues todavía vive –me ha explicado Pedro. Tiene noventa y seis años y está en una residencia de Sigüenza. Ya no se puede valer por sí solo, y se le ha tenido que buscar esa solución.
El agua del río, las huertas, los puentes, con el pueblo arriba, es la estampa característica de este pueblo de no más de cincuenta personas, y que alguna vez comparé con algún anexo del Paraíso. Desde entonces se han realizado obras que nada rompen con su imagen de siempre, a lo que hay que unir el orden y la limpieza como complemento.
Para la fiesta de la Virgen de los Albares, la gente baila en la pequeña placita en la que han preparado un escenario de obra con cumplidos ventanales que miran hacia las huertas. Desde la barbacana de la iglesia echo el último vistazo sobre la vega: el cerro de la Horca, la Muela, la Cabezuela, los Huertos, la Chorrera del Tío Carlos…, y en la memoria, viva como si fuera de ayer, la imagen menuda del abuelo Miguel, el impenitente pescador de truchas, y la de aquella tierna escuadrilla de jovencitas quinceañeras que en tal ocasión me sirvieron de guías: Elena, Rocío, Albares, Mari Carmen…
(“Nueva Alcarria”, Noviembre 2007)

martes, 23 de diciembre de 2008

LA NAVIDAD CON EL PINTOR MAYNO


Muy poco tenido en cuenta, y hasta desconocido por muchos, fue el pintor Juan Bautista Mayno, hasta el día en que se descubrió su naturaleza española como nacido en Pastrana en el año 1581, según consta en el archivo parroquial de la iglesia colegiata de esta villa alcarreña. Y todo ello a pesar de su condición como estrella de la pintura dentro del clasicismo español, y de que muchas de sus obras son reconocidas como magistrales, y así se exponen por verdaderas joyas en algunos de los más importantes museos de España y del extranjero.
Fue grande en su tiempo este alcarreño singular, hijo de padre milanés y de madre pastranera. Tanto la crítica, como la historia de la pintura española se encargaron de ponerlo en el justo lugar que le corresponde, en el de los pintores clásicos que podrían servir de modelo a generaciones posteriores. Reproducciones en miniatura de sus mejores cuadros las hemos visto con cierta frecuencia en tarjetas de felicitación y en sellos de Correos, aprovechando esas tiradas especiales que el Servicio pone en circulación temporalmente coincidiendo con las fiestas de Navidad, para lo cual se sirve de obras lleva­das al lienzo por pintores famosos; y Mayno, alcarreño de Pastrana, es uno de ellos; tal vez uno de los hijos más uni­versales que ha dado esta tierra, y para tantos de nosotros también de los más desconocidos y desconsiderados. Todavía recuerdo con dolor, el intento fallido de dar el nombre de "Pintor Mayno", a propuesta del claustro de profesores, a uno de los colegios públicos de Guadalajara, y que los miembros de la entonces todopoderosa Asociación de Padres, apoyados por los ínclitos que a nivel provincial sostenían las riendas de la Administra­ción -pienso que por ignorancia, más que por mala fe-, se encargaron de tirar por tierra a cambio de otro nombre impersonal de los que nada dicen y que todavía conserva, lo que nos privó de colocar en el mundo de la cultura un piloto encendido a perpe­tuidad, que lo situase como merece un ilustre de nuestra tierra. Guadala­jara, amigo lector, sigue en deuda con aquel genio del llamado Siglo de Oro.

Nació el pintor, como ya se ha dicho, en la villa de Pastrana, cuando en tiempo de sus primeros duques ésta vivía los más altos momentos de esplendor de toda su historia. Su padre, pintor milanés, fue uno de aquellos artistas que Ruy Gómez de Silva hizo venir a Pastrana para trabajar en sus fábricas de tapices y de sedas, así como en la decoración de iglesias y estancias nobles; se llamó también Juan Bautista, el cuál, acostumbrado a estas tierras donde tomó perspectiva su futuro, por lo mucho que todavía quedaba por hacer en la Pastrana de los de Eboli, casó con Ana de Castro, hija de lugareños de la villa, y de la que nació nuestro hombre, el pintor Mayno, el que nublando con su figura la buena fama de su padre, conseguiría entrar en la historia del Arte Barroco Español como una de sus más destacadas figuras, a pesar de que su obra no fuese tan abundante en cantidad como la de otros artistas de su tiempo, y aun posterio­res, si bien en calidad fue supe­rada por muy pocos, como puede apreciarse a la vista de los testimonios que todavía quedan, y de los que el Museo del Prado será tal vez el más afortunado como poseedor de cuadros de esta singular artista, al que seguirán a distancia los museos de Grenoble, San Petersburgo, y el convento de religiosas de su villa natal.
Como hijo que era de padre italiano, y habida cuenta de que en el mundo del arte desde los inicios del Renacimiento fue Italia la verdadera escuela en cualquiera de sus manifes­taciones, y muy en especial en lo referente a las artes plás­ticas, de las que Florencia, Roma, Venecia y Milán, son a partir de entonces auténticos museos, no debe extrañarnos que su padre lo mandase, desde muy joven, a formarse en la Italia de los grandes maestros de donde él procedía. Allí tuvo con­tacto con la obra de los mayores genios de su tiempo, con la de Caravaggio y Gentileschi, por ejemplo, cuya influencia se habría de notar más tarde en algunos de sus mejores lienzos.
Debió regresar a España hacia 1610, pues un año más tarde, en 1611, cuando el pintor contaba treinta años, queda constan­cia de que trabajó en la catedral de Toledo, y poco más tarde en el convento de dominicos de San Pedro Mártir de la capital toledana, donde pintó el magnífico retablo mayor de su iglesia y tomó el hábito de la Orden de Santo Domingo en el año 1613. Felipe III lo llamó a la Corte en el año 1620, con el encargo de que fuese maestro de dibujo de su hijo, el futuro Felipe IV. Juan Bautista Mayno murió en el convento de Santo Tomás de Madrid en el año 1649.

Sobre algunos otros cuadros de temática palaciega, siem­pre al servicio de la corte del rey Felipe IV y de su valido el condeduque de Olivares, como pudiera ser "La recuperación de la Bahía de Brasil", hoy en el Museo del Prado, destaca en la pintura de Mayno el tema religioso. Fueron varios los encargos que el pintor recibió de iglesias y conventos, desti­nados a la ornamentación de retablos, donde se nos muestra con cierta inclinación al clasicismo, si bien, como nota personal aporta a su obra unos tonos claros que lo dis­tinguen, hasta cierto punto impropios de la pintura de su tiempo.
El retablo del convento de Dominicos de Toledo y el de religiosas de Pastrana, de los que ya se habló, fueron traba­jos realizados durante los años inmediatos a su regreso de Italia. Los lienzos en gran tamaño de la "Adoración de los Pastores" y de la "Adoración de los Reyes", sin duda los más conocidos de toda la obra del pintor, unidos a "La Resurrección" y a "La venida del Espíritu Santo", ambos en el Prado, son obras posteriores en su ejecución, lienzos en los que se deja ver no sólo la inspiración, sino la técnica de un gran maestro.
Durante las fiestas de Navidad nada mejor que recordar a este “ilustre olvidado”, hijo de nuestra tierra, enseña de uno de los periodos de la Historia de España en la que el arte floreció y en la que la Alcarria, por obra y gracia del destino, tuvo tanto que decir. Es justo sacar a la luz con la frecuencia que el hecho merece a nuestros personajes más representativos, de los que Guadalajara no está sobrada precisamente, aunque los pocos que son, como este “glorioso” cuya memoria hoy nos ocupa, llenan sobradamente la página correspondiente a esta tierra en el imaginario “Tratado de personajes ilustres” que han dejado profunda huella en el concierto universal del correr de los siglos.

¡Felices fiestas de Navidad!, y que el mensaje de paz que nos trae la obra pictórica del pastranero Juan Bautista Mayno, esté presente en nuestros hogares y en nuestras personas.


("La Adoración de los Reyes", de J.B.Mayno. Museo del Prado)

viernes, 19 de diciembre de 2008

EL POZO AIRÓN, MITO Y LEYENDA


Lo he visitado una vez empujado por su fama y por lo que de él cuenta la leyenda. Para mi uso, se me antoja que su origen no va más allá que el de las conocidas Torcas de la Serranía de Cuenca, es decir, un hundimiento del terreno debido al desgaste del subsuelo como consecuencia de las corrientes de agua subterránea. Fenómenos geológicos que se han dado en todos los tiempos, incluso en los más recientes, como el que en el año 1972 se produjo a un kilómetro escaso de las últimas casas, junto a la carretera, en Paredes de Sigüenza, la comarca más meridional de la provincia de Guadalajara.
Debido a la proximidad entre mi pueblo y La Almarcha -el lugar de la Mancha conquense que tiene por vecino al Pozo Airón- recuerdo cómo toda la comarca estuvo impresionada por la leyenda de la “laguna misteriosa”, por lo que se contaba de ella, hasta el punto que nuestras madres y nuestras hermanas mayores, cuando cada mañana nos peinaban para ir a la escuela, y por sistema nos mostrábamos reacios al aseo, nos solían amenazar con un argumento tan inocente como que la cabeza se nos llenaría de piojos, que harían una cadena, y nos llevaría arrastra a arrojarnos al Pozo Airón.
Este de La Almarcha es el Pozo Airón del que se habla en la leyenda, el que nombra Cervantes en su Viaje al Parnaso; para distinguirlo de otros varios que existen en España con el mismo nombre, y aun dentro de nuestra región -Balbacil (Guadalajara), por ejemplo).
El célebre polígrafo del siglo XIX, José María Cuadrado, nos dejó escrito en su obra Guadalajara y Cuenca, párrafos tan ilustrativos sobre el Pozo Airón como los transcribo seguidamente:

« Inmediato al castillo de Garcimñoz y en términos de Almarcha, que fue en otro tiempo dependencia de su corregi­miento, está el célebre Pozo Ayrón. La existencia de un lago sala­do en tierra tan salitrosa y próxima á grandes salinas nada tiene de extrañeza, sin necesidad de inventar que sea ojo de mar. Con todo, llegó á adquirir gran celebridad, y los conquen­ses y manchegos hubieron de popularizar el nombre del salobre lago, aplicándolo á la corte de Madrid). Visitólo el empera­dor Carlos V yendo de paso para Valencia, y también su hijo Felipe II. Ahora ya se bañan en él, habiéndolo hecho al pronto algunos despreocupados por diversión y broma, sin que ningún tiburón ni serpiente verde y escamosa con ojos fosforescentes, arrastrara al fondo de la inconmensurable sima para devorarlos á los incautos profanadores de su sombrío albergue. Y ¿quién sabe si algún día hallará algún químico que las temibles aguas del Pozo Ayrón son útiles para curar escrófulas sin necesidad de ir á puertos de mar ?

La fábula y la leyenda contribuyeron también á dar fama y celebridad al Pozo Ayrón. A principios del siglo XVII corrió la voz entre los noticieros), ó quizá venía de antes, de que D. Buesso echó en aquel Pozo veinticuatro amigas suyas.
¿Y quién era ese D. Buesso, caballero de nuestros romances po­pulares y moriscos? Un D. Buesso con veinticuatro queridas, tiene más de moro que de cristiano, y si á esto se añade que convertido en Barbazul manchego, concluye por desnudarlas para quedarse con sus alhajas y ahogarlas en el pozo, nos da idea de que no pudo ser después de la reconquista, aunque en el siglo XIV no habían perdido los magnates las costumbres de los tornadizos muladyes. Y como una fábula suele traer otra por contera, poco después se añadía que una de las queridas le suplicó á su Barbazul, ¡extraño melindre! que se volviera de espaldas mien­tras se desnudaba, y aprovechando un momento empujó briosa­mente á D. Buesso y le arrojó al pozo.»

lunes, 15 de diciembre de 2008

LA CIUDAD ENCANTADA (y II)


(Continuación)

Ante el indescriptible espectáculo de aquellos roquedales manejados por la fantasía, noche de pesadilla para saberla domi­nar con la mente despejada y los ojos bien abiertos, se extasia­ron andarines de pro y buscadores de sorpresas, soñadores y ar­tistas: Baroja, Unamuno, Blasco Ibáñez, Noel, Eugenio D'Ors, Federico García Lorca, Martínez Kleiser, Manuel de Falla, Maurice Ravel, Debussy, Gus­tavo Doré, entre otros muchos, son nombres inscritos a perpetui­dad en los anales de este rincón sin igual de la serranía con­quense. No hay duda de que la temática general en los grabados de Gustavo Doré, especialmente sus fondos, cambió de manera sensible después de la visita que el artista hiciera a la Ciudad Encanta­da, mejorando en romanticismo y severidad.
El Elefante y La Tortuga, vienen a caer casi a la misma altura, uno a la izquierda y otro a la derecha, ya en el camino de vuelta. Este será el segundo elefante que aparece en el misterioso mundo de la Ciudad Encantada; el otro lo dejamos atrás, peleando en guerra sin cuartel con un enorme cocodrilo; una lucha eterna y encarnizada que ni siquiera el tiempo acabará con ella. Este otro elefante se ve de pie, con sus voluminosas orejas, colmillos y trompa tocando el suelo. Se apartó solitario del paso de los hombres, presintiendo tal vez su muerte no leja­na. La Tortuga enseña al visitante su monumental cabeza sacada del caparazón, pero esconde el resto de su cuerpo, que necesa­riamente se podrá ver subiéndose a unas peñas que hay junto al camino. Casi nadie lo hace. La gracia de aquella tremenda cabeza de piedra, símbolo de eternidades, es suficiente razón para que el viajero anote en su lista de impresiones el recuerdo de aquel descomunal quelonio.
Camino de tierra ya de regreso, arbustos y renuevo de pinar junto a otros talludos ejemplares adultos. Las piernas, seguro que a estas alturas han comenzado a pesar en el cuerpo del cami­nante. Los Osos, tres en total, distraen ahora la atención jugue­teando a la vera del camino. La Tortuga y los Osos viven su impa­sible vecindad en absoluto mutismo. Se ven, cara a cara, desde el principio del mundo, pero jamás se llegaron a juntar. Son vidas distintas, sin ningún punto en común. No es ese el caso de Los Amantes de Teruel, pareja de peñascos con forma de rostro humano, que esperan de por vida unirse en el ósculo definitivo que tan ansiosamente desean sus labios entreabiertos. Singular romance en piedra con el que la Ciudad Encantada, lo mismo que en las viejas películas de amor, concluye el itinerario previsto para enseñar a los turistas. Las dos horas de recorrido, más o menos, acaban con la misma mole señera que al entrar nos abrió las puertas: El Tormo Alto, lección magistral de escultura de vanguardia con la que puede darse por terminada -siempre hasta una ocasión próxima- la visita al más misterioso paraje de toda la Serranía de Cuenca.
A la salida, antes de decidir si acercarse o no por entre los pinos hasta el Mirador de Uña, se pueden adquirir en los puestecillos de recuerdos piedras curiosas recogidas en diferen­tes lugares de la comarca: fósiles del Cretáceo, rinchonellas del Jurásico, cristalitos de cuarzo, flechas de yeso laminadas en cristal, o hierbas secas de la sierra preparadas para infusiones, que llevan -se dice- al estómago de quienes las tomaren, el opor­tuno y justo complemento de cuanto en este lugar los ojos y la imaginación no fueron capaces de captar.
Puestos aquí, un kilómetro y medio a pie o en automóvil, se regala al visitante otra recomendable visión serrana, la del Mirador de Uña. Al borde del pinar y de las peñas queda al descubierto la pintoresca panorámica del pueblo de Uña contem­plado a distancia; con su inmediata laguna y los cortes violentos de la piedra sobre las cimas de los cerros que lo circundan, siempre como fondo del valle que se tiñe de un encanto muy parti­cular. Por encima de los cielos azules, luminosos y limpios, que por lo general suelen arropar a los paisajes pinariegos, merodean a menudo y pasan las horas muertas describiendo círculos concén­tricos, las parejas de buitres y de águilas que anidan en las risqueras más inaccesibles de la sierra.

domingo, 14 de diciembre de 2008

LA CIUDAD ENCANTADA ( I )



El poeta pregunta a su amor por
la Ciudad Encantada de Cuenca


¿Te gustó la ciudad que gota a gota
labró el agua en el centro de los pinos?
¿Viste sueños y rostros y caminos
y muros de dolor que el aire azota?
¿Viste la grieta azul de luna rota
que el Júcar moja de cristal y trinos?
¿Han besado tus dedos los espinos
que coronan de amor piedra remota?
¿Te acordaste de mí cuando subías
al silencio que sufre la serpiente
prisionera de grillos y de umbrías?
¿No viste por el aire transparente
una dalia de penas y alegrías
que te mandó mi corazón caliente?
(Federico García Lorca)

Por sus características especiales, consecuencia de lo que la Naturaleza, aliada con el tiempo, ha venido a realizar sobre ella, la Ciudad Encantada es el recorte de tierra conquense más conocido universalmente. La finca en la que se asienta esta sin­gular maravilla geológica, tiene una extensión total de veinte kilómetros cuadrados, si bien, es mucho menos lo que por lo general suele ver el visitante, a quien de antemano se le ha marcado una ruta a seguir en la que puede admirar, siempre lle­vando un orden para no perderse, la mayor parte de los ejemplares pétreos que, desde hace millones de años, se exhiben en aquel escaparate natural y único al que acuden de ordinario un gran número de excursionistas, veraneantes y estudiosos, en cualquier época del año.
La Ciudad Encantada ocupa una zona de pinar que es conti­nuación de los espectaculares valles de Valdecabras, siendo, no obstante, su más aconsejable vía de acceso la que nos llevó hasta Uña, lo que supone desde la capital una distancia aproximada de 36 kilómetros, siguiendo el camino previsto hacia otros lugares de la Serranía.
Pensando en los turistas, existe al entrar un cómodo res­taurante y algunos puestos de regalos con recuerdos del sitio. Una extensa explanada, al sol o a la sombra de copudos pinos, a elegir, precede y sirve como lugar de estacionamiento a los vehí­culos en tanto que sus ocupantes giran visita al solemne espectá­culo de piedra, o toman, si así lo prefieren, el aire de la sie­rra cargado por aquellas latitudes de aromas a menta, a lentisco, a cantueso, a romero y a resina, que el paraje se encarga de desprender de sí en todo instante.
Cuando se sigue el itinerario que marcan las flechas, una vez decididos a pasar dos o tres horas contemplando lo más repre­sentativo e interesante de aquellos soberbios volúmenes, personi­ficados cada uno con formas caprichosas, aparece como hito de introducción y como roca señera de todo el misterio que allí se da el llamado Tormo Alto, mole de caliza en forma de hongo, que incomprensiblemente se sostiene sobre un cuello estrechísimo y en cuya cima sitúa el poeta Federico Muelas la tumba de Viriato, que pudo morir traicionado allí, en cualquiera de las covachas de la Ciudad Encantada que, en alguna de sus bélicas correrías por el corazón de la Celtiberia, le hubiese podido servir de cuartel general.
De inmediato se llega a Los Barcos, tres transatlánticos anclados desde la eternidad en correcto orden, lo mismo que los buques en un puerto de mar, esperando por millones de años romper amarras y ponerse a navegar tierra adentro por los anchos mares de Castilla. Al pie crecen los zarzales y los jaramagos, en las superficies de sus proas se da cada verano el lastre amarillento de las flores de té, sellando su obligada quietud que durará mientras que el mundo dure.
El Perro es un enorme mastín formado por muchas toneladas de piedra. Los pinos adornan su lomo, en tanto que el curioso animal, con la cabeza erguida, sigue atento el rumor de los vientos que atraviesan el bosque. No lejos está la Cara del hom­bre, de recortado perfil, clavada sobre el suelo; facciones con­seguidas por efecto de la erosión a base de tiempo y de paci­encia. Monstruo de presumible origen ciclópeo, capaz de tomar vida o muerte al simple capricho de la imaginación.
El Puente Romano es una magistral lección de formas, de estética y de equilibrio, que sobrevalora la caprichosa vegeta­ción nacida en los recovecos de las peñas. El arco, delicada coordinación de caliza a caballo de la Geometría y del Arte, siempre igual y siempre distinto, oquedad abierta por los siglos en labor inapreciable, está muy por encima de nuestra limitada concepción del tiempo. Luego La Foca, tumbada y juguetona, sosteniendo en alto sobre el vértice de su boca puntiaguda el abultado pelotón de un peñasco. No mucho más lejos, a mano iz­quierda del visitante y apartado discretamente del camino que señalan las flechas, la piedra, otra vez pendiente de la estre­chez inverosímil que le sirve de apoyo, toma la forma de un anti­guo Llamador de puerta gigantesco. Tal vez sea aquella la entrada al mundo de lo desconocido, de la imaginación sin posible límite, del que la Ciudad Encantada no es sino un confuso anuncio en el que cada cual es muy libre de sacar sus propias consecuencias, contando siempre con la velada intervención in mente de los hados serranos que por aquellos lares suelen habitar.
Luego se pasa por un angosto muy original que sube y baja al andar repetidas veces, buscando visiones nuevas a la salida. Debido a su ondulante trazado, como fondo de una sima entre murallones verticales de roca, alguien le impuso con acierto el nombre de Tobogán, que hallará luz, por fin, en un nuevo hori­zonte de sólida calma donde todo ‑suena a paradoja en este extraño mundo de impresiones‑ parece igual. La vista se pierde por encima de la plataforma rizada del Mar de Piedra, juego fantástico de horizontes y de planos, curioso oleaje que alguien consiguió dejar sin movimiento en la misma tarde la Creación, esperando, quién sabe si el final del mundo, para agitar de nuevo sus olas al soplo de los vientos y alzar mareas que tapen el mundo en la suprema hora del desencanto.
Más adelante la Naturaleza ha proporcionado a la piedra ciertas formas que el decir popular, y siempre por razones de semejanza, ha venido bautizando con nombres tan significativos como El Convento, recinto semicerrado y siempre a punto para la reflexión, del que se sale mediante un arco en ojiva; Las Bode­gas, cisternas profundas de inexplicable origen: El Frutero, peñasco popular con abierta plataforma en la cima, donde los gi­gantes de la Ciudad Encantada acostumbran a colocar sus viandas que tomarán durante los entreactos en las noches serranas de representación, coincidiendo con las fechas inmediatas, anterio­res o posteriores, al solsticio de Capricornio, que es cuando los hombres no pueden verles. Las representaciones teatrales tienen lugar en una plaza anchísima, con escenario apropiado y cortina­jes de piedra que llaman El Teatro. Se sospecha que en las memo­rables noches de representación, los monstruos se visten de gala y ponen en escena obras referentes a encantamientos y a tragedias sobre amores imposibles la mar de emotivos. (Continuará)

(De mi libro-guía "La Serranía de Cuenca")

miércoles, 10 de diciembre de 2008

EL HÉROE DE CASCORRO


Su verdadero nombre fue el de Eloy Gonzalo García. Se le supone hijo natural de un ricachón incontrolable y calavera vecino de Malaguilla, más conocido en los pueblos de la Campiña guadalajareña por “el Tío Gonzalillo”, quien jamás lo quiso reconocer como hijo, y de una mujer vende­dora de melones natural del vecino lugar de Cabanillas. Al poco de nacer, el niño fue abandonado a la puerta de una inclusa madrileña.
El "Héroe de Cascorro" escribió en la Guerra de Cuba una página de alto riesgo siendo muy consciente de lo que le podría venir como consecuencia. No obstante, pudo salir salvo después de incendiar, valiéndose de una lata de petróleo, la guarnición de insurrectos cubanos que tenían cercado y a su merced al destacamento militar español.
Eloy Gonzalo murió poco después en Matanzos (julio de 1897), tal vez a causa de las secuelas del acto insólito que le haría famoso. Su cuerpo fue repatriado, y enterrado junto al de otros combatientes de la Guerra de Cuba, en un mausoleo del cementerio madrileño de la Almudena.
La Capital de España le dedicó una calle y una de las plazas más conocidas y frecuentadas de su casco antiguo, así como en 1902 el popular monumento en bronce de Aniceto Marinas que en su memoria se alza en el Rastro.

sábado, 6 de diciembre de 2008

LA ALCARRIA DE LEÓN FELIPE



La sombra del poeta León Felipe se mece sobre los campos de la Alcarria que avecinan por el cono sur las aguas del Tajo. Acabo de atravesar, sin detenerme siquiera a pisar sus calles, el pueblo de Almonacid de Zorita, una de las villas con mayor contenido histórico, monumental y humano, de todas cuantas asientan a lo largo y a lo ancho en el mapa provincial de Guadalajara.
Aun contando con la tópica diafanidad de las tierras de la Alcarria, cuando estoy lejos de él siempre me imagino a este pueblo bajo un cielo neblinoso y acerado, como un sedi­mento del destino anclado en los fondos de una dilatada hoya de olivar, de campos de mies, de tierras color limón que tiñen las flores gigantes de los girasoles. Hoy, no obstante, la estampa de Almona­cid y la de sus tierras colindantes se mues­tra diferente; todo es luz por dentro y por fuera de sus históricas puertas de piedra; el cielo se nota acristalado y de un azul purísimo; a uno y a otro lado del camino el orden lo domina todo, es la calma y el endémico bienestar de la Alcarria quienes todavía, y gracias a Dios sean dadas, andan presentes por aquí. Tal vez el sol, a estas horas de la media mañana, resulte molesto; pienso que, si por un momento dejase de funcionar el motor del automóvil, se oiría el sonar de los grillos en la cuneta, el cantar de las chicharras en las copas de los árboles.
Hace muchos años -tres cuartos de siglo ya- anduvo por estos lugares, respirando los mismos aires que yo respiro y contemplando con sus ojos los mismos panoramas que alcanzan a ver los míos, un hombre simpar, el poeta León Felipe. Pocos lugares, pocos ambientes, pocos paisajes le hubieran acogido mejor de lo que lo hizo Almonacid, un pueblo donde jamás faltó un amable rincón para un poeta:

Sin embargo...
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa
en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja
.

Años antes al 1919 en que anduvo por aquí había sido cómico ambulante y presidiario por motivos económicos, y boticario de profesión a partir de entonces, que fue lo que le trajo por estos horizontes planos de nivel, al pie de la suave serrezuela de Altomira en la que no habría pensado nunca. Y aquí, con muchas horas por demás y sosiego de espíritu por demenos, afloraron los primeros versos de su vida, los latidos que dieron inicio a una existencia larga y fructífera vivida, para mal suyo y mal nuestro, fuera de España.

Nadie fue ayer
ni va hoy
ni irá mañana hacia Dios
por este camino que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol
y un camino virgen
Dios.

Metido en la ancianidad, cuando Versos y oraciones del caminante, su primer poemario, se había perdido entre la espesa nube de un olimpo remoto y olvidado; cuando la hora de Almonacid apenas si debiera contar en los más escondidos rincones de su cerebro, el poeta en tierras de México donde pasó la mitad de su vida y le llegó la muerte, aún dejaría escrito y se publicarían después en alguna parte frases como éstas, jirones del recuerdo que a pesar de los años -casi medio siglo- quiso arrancar de las más secretas profundidades de su alma en vísperas de la hora suprema, de aquel 18 de septiembre de 1968 en que discretamente se apartó del mundo: "Un pueblo claro y hospita­lario. Las gentes generosas y ama­bles...¡Y tenía un sol! Ese sol de España que no he vuelto a encontrar en ninguna parte del mundo y que ya no veré nunca. Me hospedaron unas gentes muy buenas, con las que yo no me porté muy bien. Y ahora quiero dejarles aquí, a ellas y a aquel pueblo de Almonacid de Zorita... a toda España, éste mi último poema. La última piedra de mi zurrón de viejo pastor trashumante."
De nuevo Almonacid, sus monumentos, sus recuerdos, sus gentes, su farmacia todavía en pie que sigue siendo memoria viva del poeta. Ignoro si aún existe la ventana aquella por la que el solitario farmacéutico solía ver:

...ese pastor que va detrás de las cabras
con su enorme cayada,
esa mujer agobiada
con una carga
de leña en la espalda,
esos mendigos que vienen
arrastrando sus miserias, de Pastrana,
y esa niña que va a la escuela
de tan mala gana.

La niña -sigue el poema- que cada mañana aplastaba su narici­lla chata contra el cristal, y que meses después...

en una tarde muy clara,
por esta calle tan ancha,
al través de la ventana,
vi cómo se la llevaban
en una caja muy blanca...


Hoy paso de largo extramuros de Almonacid. El pueblo queda adentro. Tiempo habrá de referirse a otros aspectos de la pequeña ciudadela de esta Alcarria del Tajo, tan renovada, tan distinta, tan acogedora como escribió el poeta muchos años antes. Un poco por razones de estricta justicia, y no menos porque el verano y la casualidad me han invitado a ello, la visión de Almonacid en estas líneas se ha hecho a través del prisma humano del poeta León Felipe; un nombre para recordar, una pluma de oro dentro de la lírica española de nuestro siglo, que encontró los caminos del arte por esta Alcarria en los que aún se adivina su sombra.
(En la fotografía, la fachada de la farmacia de Almonacid que regentó el poeta)

martes, 2 de diciembre de 2008

VALDEOLIVAS: VILLA MUSEO EN LA ALCARRIA DE CUENCA



Dudo que haya otro pueblo tan escondido, tan olvidado, tan interesante y tan bello como Valdeolivas en toda la Alcarria. No pertenece el pueblo de Valdeolivas en lo administrativo a la provincia de Guadalajara, sino a la de Cuenca; pero su término municipal limita con esta provincia allá por los adustos campos alcarreños del arroyo Garigay, que como bien conocen nuestros lectores es el arroyo de Salmerón.
Hace ya bastante tiempo que anduve por Valdeolivas con José María Torralba y un pequeño grupo de amigos. El recuerdo de algo diferente, de algo tan novedoso e inesperado todavía sigue flotando por los rincones de la memoria.
Trescientas personas, no más, viven de manera continua en Valdeolivas; un pueblo que por su porte debió superar en mucho las mil quinientas en tiempo no demasiado lejano al nuestro. Un pueblo de casonas recias, de calles estrechas con magnífica rejería, de plazas evocadoras y de soportales cargados de siglos que sostienen sobre el añoso columnaje floridos balcones, ventanucos de zaguán o de granero y escudos de armas. De vez en cuando sorprende al visitante alguna fecha multicen­tenaria marcada sobre el dintel de alguna puerta. De su historia nos gustaría saber. La presencia de doña Mayor Guillén de Guzmán, señora de villas y haciendas en toda la Hoya del Infantado, se adivina en los detalles más antiguos que, como casi siempre ocurre, quedan reservados a las iglesias, y la de Valdeolivas es un libro abierto, variadísimo y en extremo interesante, del arte románico español en sus últimos tiempos, que coincide en el correr del calendario con la vida en la Alcarria de mujer tan influyente, cuyo andar por el mundo como amante del Rey Sabio, tuvo lugar por aquella época de nuestra historia en la que el gusto ojival apuntaba con sus primeros detalles.
El pueblo asienta sobre un llano con leve vertiente hacia el barranco que dicen de la Vega. Al otro lado hay una varga sombría, la mar de pintoresca, cubierta por la fronda de una serie de carrascas copudas y de viejos troncos, entre las que, un poco a sombraluz, se distinguen, una en la ladera y otra sobre la cima, las ermitas de San Pedro y de la Virgen de las Angus­tias. Por su entorno, campos de labor acabados de sembrar, senderos embarrados y lindes plagadas de maleza, pequeños eriales en los ejidos con el viejo rulo de las eras clavado entre la hierba. Y lejos, en diferentes tonos de gris diluidos por la distancia, las tierras históricas de la Hoya del Infantado, dibujada en oteros suaves y en barranqueras por cuya caída verdean, con su tono mate y tristón, las copas en línea de los olivos.
Hemos dado en acercarnos hasta los molinos apenas llegar. Molinos de viento, sí, en plena Alcarria. Hay tres molinos de viento en las orillas del pueblo, junto a las eras. Queda de ellos el corpachón cilíndrico de considerable envergadura, levantado a base de sólidas piedras labradas de sillería. Sobre la puerta de entrada a los molinos hay losas rectangulares escritas, a modo de lápidas incrustadas en vertical, con frases escogidas, según parece, del Antiguo Testamento. En uno de ellos se adivina, además, un bajorrelie­ve con el busto marcado de una mujer, y en otro un reloj de sol. Son obra de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, mucho más modernos y sólidos que los molinos manchegos. Sobre la piedra, por lo menos en uno de ellos, se ve escrita con claridad una fecha, la de 1796. Nadie en el pueblo, ni aun los más viejos, recuerdan haberlos visto en funcionamiento, aunque por el sitio en que se encuentran, limpio y despejado hacia los cuatro puntos cardinales, debieron recibir sin obstáculo alguno todos los vientos de la Alcarria. No lejos de allí se alcanzan a ver las modernas instalaciones de la almazara, del nuevo molino de aceite, la principal industria de la comarca en varios kilómetros a la redonda, en el centro mismo de unas tierras de labradores en las que el cultivo y explotación de esta especie tan común de árbol oleáceo, fue durante siglos parte esencial de sus quehace­res y de su economía.
Dos plazas, aparte de otras plazuelas y cruces de calle, hemos visto en Valdeolivas: la Plaza Vieja y la Plaza Nueva. La Plaza Vieja, como dice su nombre, es antigua y señorial; tuvo un olmo en mitad que la gente recuerda con nostalgia. Han plantado en su lugar un arbolillo, rodeado como de una pequeña jardinera circular, que marca exactamente el perímetro que llegó a alcanzar a ras de suelo el tronco de su antecesor. En la Plaza Vieja hay un caserón, un antiguo palacete agrietado en el muro frontal, con un bonito escudo de armas. Otro ángulo de la Plaza Vieja lo ocupa la Casa de los Sánchez, con arco y soportales bajo los que se guardan escritas sobre la piedra de la pared senten­cias tremen­das, arrancadas de la sabiduría popular, muy similares a las que no hace mucho pudimos leer en la plaza de Salmerón.
La Plaza Nueva es en realidad la que actúa como la verdadera plaza del pueblo. En ella está el moderno edificio del ayunta­mien­to, extienden su producto los vendedores ambulantes, y aparcan los vehículos a la puerta de los bares en las horas punta del medio día y del anochecer.
Pero el primero de todos los motivos de interés con los que cuenta Valdeolivas, y el que lo distingue del resto de los pueblos de la comarca, es su iglesia parroquial de nuestra Señora de la Asunción, que tiene por remate una torre de cinco cuerpos y se corona con triples parejas de vanos superpuestos en el campanario, muestra simpar de la arquitectura tardorrománica de todas las Alcarrias. Y dentro, cubriendo la parte superior del presbiterio, un casquete de gran tamaño con pinturas del XIII, en el que se ven representados un artístico Pantocrátor bendi­ciendo, un tetramorfos alrededor con los símbolos de los cuatro evangelistas, y un apostolado completo a derecha e izquierda, repartido en dos grupos de seis figuras cada uno. La magnífica figura policroma sobre el muro estuvo tapada durante años, siglos quizás, por el retablo mayor. Hoy, a la vista de todos, es ejemplar único no sólo en la comarca, sino en la región, y una pieza extraordinaria a tener en cuenta dentro del catálogo artístico medieval de toda Castilla.
Las naves y capillas, con valiosos capiteles de transición; las coberturas apuntadas; la seriedad románica del ábside; la solidez de su pila bautismal cargada de siglos; las simpáticas imágenes de san Quirico y de santa Julita, sus patronos, completan el magnífico joyel de la iglesia de Valdeolivas; un pueblo de la Alcarria con entrada y salida libres, como corres­ponde a una villa que salvó los umbrales del medievo con cierta elegancia, para llegar hasta nosotros con todas las prerrogativas de una señora venerable, de una pequeña ciudad con origen remoto, a la que había que acceder por cualquiera de las dos puertas que aún conservan su viejo nombre: la puerta de Huete, y la puerta de Molina, ésta última con salida al campo bajo un arco de piedra restaurado.

jueves, 27 de noviembre de 2008

SOR PATROCINIO


Más conocida por "La Monja de las Llagas". Nació el 27 de abril de 1811 en la Venta del Pinar, San Clemente (Cuenca). Desde muy joven llevó marcadas en su pecho, cabeza, manos y pies, las llagas de Cristo en la Cruz que permanecieron abiertas durante toda su vida. Pocas personas como Sor María de los Dolores y Patrocinio tuvieron en su tiempo tanta fama de santas, y muy pocas sufrieron en vida lo que ella sufrió. Las furias del libe­ra­lismo del siglo XIX contra la Religión Católica arremetieron sobre su persona, haciéndola víctima de terribles calumnias, desprestigios, persecuciones y repetidos destierros. Incluso, algunas de las más célebres plumas de su tiempo la hicieron blanco de burlas y de desconsideraciones de todo tipo.
Tuvo Sor Patrocinio gran amistad con la reina Isabel II y con su esposo el rey consorte D. Francisco de Asís de Borbón, lo que encendió la mecha de las falsedades más desgarradas y doloro­sas. "Aunque mi amada y venerada Madre Sor Patrocinio no tuviera a su favor nada más que la clase de hombres que la persiguieron, desterraron y calumniaron, tendría bastante para que cualquier persona sensata se formara un subido concepto de su virtud", dijo la reina Isabel II unos meses antes de su muerte.
Fundó varios conventos de Madres Concepcionistas por toda España, entre ellos el de Almonacid de Zorita y el de Guadalaja­ra; siendo este último el que ella prefirió para pasar los últi­mos catorce años de su vida, y en el que murió el 27 de enero de 1891. Sus restos mortales descansan en un sencillo mausoleo de la capilla lateral de la iglesia del Carmen en la capital alcarreña, a su vez convento de Concepcionistas que ella fundara en vida. Donó a su muerte la milagrosa imagen de Nuestra Señora del Olvido, Triunfo y Misericordia, a esa misma iglesia donde desde entonces se venera. Algunos años después de su fallecimiento se inició el correspondiente proceso de beatificación.

sábado, 22 de noviembre de 2008

"RETABLO ARRIACENSE" DE VÍCTOR DE LA VEGA



Existen dos pinturas, obra de la segunda mitad del siglo XX las dos, y ambas de propiedad particular, que son pura esencia del alma guadalajareña, pues en ellas se recoge una buena parte de nuestra historia, de nuestros personajes más distinguidos, de nuestro arte y de nuestro paisaje en un alarde de buen hacer, de conocer el pasado de esta tierra, y de lo que todavía es más difícil: saberlo traducir en imágenes y en color verdaderamente memorables. “El Cristo de la miel”, del madrileño Rafael Pedrós, a la que nos hemos referido en nuestros escritos en más de una ocasión; y la segunda, a la que hoy me refiero de manera exclusiva, es el “Retablo Arriacense”, propiedad de la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara, que preside la sala de juntas de la entidad, y que en su día fue adquirida por encargo al pintor conquense Víctor de la Vega, trabajo poco conocido por el gran público guadalajareño, y en que se recoge un abigarrado conjunto de escenas y de lugares, de personajes históricos a modo de exposición, o retablo, como su nombre indica, donde apenas falta nada de lo que Guadalajara es, y sobre todo, de lo que Guadalajara ha sido.
El porqué de este reportaje es muy sencillo, y son dos las principales razones que lo justifican. En primer lugar por la importancia de esta obra dentro del panorama general de temas guadalajareños llevados al lienzo, o a la tabla, como lo es en este caso; y en segundo, como oportuno homenaje de gratitud a la persona de su autor, coincidiendo con el momento en el que la institución cultural más importante de la provincia hermana -la Real Academia Conquense de Artes y Letras- está preparando una exposición lo más completa posible de obras de este autor, quien fue su presidente, y que tendrá como sede a varios de los salones más importantes de la ciudad, con una duración de dos o tres meses a fin de que tanto la ciudad de Cuenca como cuantos lo deseen, puedan contemplar, en vida del autor, lo más escogido de su obra, para mi uso y salvo mejor opinión, el más inspirado de los pintores que dio Cuenca durante los últimos cien años y tal vez, estirándome en el tiempo, hasta Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno y colaborador predilecto de Velázquez, nacido en Beteta hacia el año 1610.
Discrepo con relación a este cuadro sólo en el título, asunto en el que el artista tengo por seguro que no llegó a intervenir. Pienso que no es exacto. En la pintura aparecen infinidad de motivos -creo que una mayor parte- que no corresponden a la ciudad de Guadalajara, la Arriaca de los romanos, sino a la provincia en toda su extensión y contenido. Ya es hora de que tengamos clara la idea, sobre todo los que vivimos aquí, de que a los habitantes de Guadalajara y a todo cuanto a la capital se refiere, se le puede aplicar el gentilicio de “arriacense”, pero cuando entra en juego la provincia entera, lo correcto es aplicar el de “guadalajareño” que acoge a todos por igual.
La pintura que hoy, a la par que su autor, ocupa nuestro espacio, está realizada en óleo sobre tabla como antes se apuntó, mide 3,46 metros de ancho por 1,77 de alto; fue realizada en el año 1977, y reproducida en tamaño 47 por 24 centímetros, en edición numerada y con la firma del autor, por gráficas Heraclio Fournier en 1978, con fotografía de Fernando Nuño.
El contenido del cuadro es denso; pues en el recortado espacio de seis metros cuadrados aparecen centenares de motivos diversos, en su mayor parte perfectamente reconocibles. Allí encontramos, ocupando los ángulos inferiores y en lugares preferentes, a los poetas medievales Juan Ruiz, Arcipreste de Hita; Iñigo de Mendoza, Marqués de Santillana, y al pintor Juan Bautista Maino, los tres en pleno trabajo. Alvarfáñez de Minaya, al frente de una mesnada de guerreros por tierras de la Alcarria, ocupa así mismo un espacio distinguido como reconquistador de muchas de nuestras villas y ciudades, incluida la propia capital. Una repleta comitiva de personajes a caballo de la nobleza guadalajareña aparece en un primer plano de la escena; en ella encontramos una vez más al Marqués de Santillana, ahora como guerrero, al Cardenal González de Mendoza, a la reina doña María de Molina; tropel en el que se advierten otros personajes del Renacimiento: la Princesa de Éboli y su esposo Ruy Gómez de Silva, el “Docel” Vázquez de Arce, entre varios más. Y de la era moderna, el Dr. Layna Serrano, sentado junto a un grupo de colmenas, leyendo plácidamente a la sombra de un pino; meleros del campo de la Alcarria, segadores de mieses, artesanos, pecheros, músicos, niños que juegan al corro, pajes y otros individuos a pie, en un escenario natural formado por algunos de los accidentes paisajísticos más notorios de la provincia: el Pico Ocejón, el cerro de Hita, los impresionantes cortes verticales del Barranco de la Hoz, el embalse de Entrepeñas, las Tetas de Viana...
Y monumentos, una cumplida representación de los muchos monumentos que enriquecen a esta provincia castellana. Quizá las iglesias románicas, los históricos castillos y los palacios, sean con los personajes a los que nos acabamos de referir, los motivos más interesantes en los que detenerse al contemplar el cuadro. Castillos de Molina, de Atienza, de Jadraque, de Cifuentes, de Galve, de Zorita, de Guijosa, de Pioz...Iglesias de Sigüenza (la Catedral), de Guadalajara (San Ginés y Santa María), las románicas de Campisábalos, de Carabias, de Saúca, de San Bartolomé de Atienza. Los palacios del Infantado en Guadalajara y de Medinaceli en Cogolludo; picotas, pairones molineses; son nombres memorables que se pierden entre un sinfín de motivos más y que harían esta relación interminable. En la parte superior, como sellando cuanto allí se dice en imágenes, tres ángeles tenantes sostienen el escudo de la provincia.

El autor
Mariano Víctor de la Vega Gil, licenciado en Bellas Artes por la Facultad de San Fernando, nació en Cuenca el año 1928; es, por tanto, un hombre entrado en edad, y de ahí que su obra sea de lo más variada y extensa. Parte de su trabajo como pintor se encuentra en Nueva York, Massachusset, República Dominicana y Helsinki. Estar en posesión de un dibujo original o de una pintura de Víctor de la Vega, es para los conquenses más un tesoro que un lujo. Especialista en murales, aunque su repertorio se extiende casi por igual al retrato, al paisaje, al bodegón o al grabado, colaboró como ilustrador en diferentes ediciones de libros -el Quijote entre ellos-, y de los que por tener en este momento un ejemplar delante de mí, “Leyendas conquenses” de María Luisa Vallejo, se me ocurre citar a manera de ejemplo. Desde 1971 hasta el día de su jubilación, ha ejercido como catedrático de dibujo en el instituto de Segunda Enseñanza Alfonso VIII de Cuenca.
No soy un gran conocedor de la obra pictórica de Víctor de la Vega, pero sí creo conocerla lo suficiente como para poder destacar de toda ella dos de sus famosos retablos: “Retablo Conquense”, y este “Retablo Arriacense”, sin duda y para mi uso lo mejor de cuanto conozco de su producción.
Fue director de la Real Academia Conquense de Artes y Letras desde diciembre de 2003 hasta febrero de 2005; cargo de responsabilidad que tuvo que abandonar por su delicada salud, pasando a ser académico numerario de la misma.

jueves, 20 de noviembre de 2008

"EL AROMA DE LA TEMPLANZA"



Acabo de recibir de José Luís Muñoz un libro de viajes, de esos que invitan a caminar. El libro se titula “El aroma de la templanza”, y su contenido no es otro que el relato magistral, pausado, sustancioso, lejos de toda prisa y de todo compromiso, por la Sierra Oriental de la provincia de Cuenca, es decir, por una buena parte del antiguo partido judicial de Cañete, o lo que es lo mismo, por las tierras y los pueblos de una y de la otra vertientes del Cabriel. José Luís Muñoz, amigo lector, es el escritor de las tierras de Cuenca.
Es éste un libro magníficamente editado en tamaño de bolsillo, con abundancia de fotografías en color sobre papel cuché, tomadas por el autor del texto, y que lleva el número siete del proyecto total “Tierras de Cuenca”, con el que el autor se ha propuesto diseccionar la provincia entera en veinte retazos o subcomarcas, y presentarlos como él sabe hacerlo en otros tantos volúmenes.
José Luís Muñoz es periodista, escritor de unas cuantas decenas de libros, que un día soñó con dejar para la posteridad como herencia este proyecto, y a fe que, aunque costoso, lo va consiguiendo con reseñable acierto.
Paisajes, costumbres, pequeñas y grandes historias de aquí y de allá, quedan magníficamente reflejadas en su libro, con una protagonista exclusiva: la Provincia de Cuenca en toda su extensión y contenido: Almodóvar del Pinar, Carboneras de Guadazaón, Cardenete, Mira, Enguídanos, San Martín de Boniches, y otros lugares más, cuentan con el honor de ser requeridos aquí, y contados y descritos con la pericia y la sabia pluma de un maestro del periodismo.
Siguiendo lo que en mí es costumbre en este tipo de comentarios, transcribo como detalle unos párrafos de “El aroma de la templanza”, en los que se habla del entorno urbano de la iglesia de Carboneras.

(el detalle)

“Hay en el entorno magníficos rincones, bellísimos espacios urbanos, de enorme sabor popular y literario. La calle de la Flor rodea el edificio por su parte delantera, para empren­der de inmediato un abrupto descenso que permite al viajero contemplar la mole desde una posición inferior, abrumado por tan poderosa arquitectura. Un autobús desvencijado coe­xiste con la placa severa dedica­da a Carriedo y ambos elemen­tos definen maravillosamente el encanto de este lugar. Delante de la iglesia, un mínimo y encantador jardín forma un atrio enrejado ante la puerta principal, nada pretenciosa: un sencillo arco de medio punto. Por encima de todo, pero sin excesiva elevación, una elegante espadaña de dos huecos, de ins­piración herreriana, acoge las campanas que marcan los rit­mos eclesiales y el tiempo civil.
Por la calle Cuenca, que sale hacia las afueras, puede encon­trarse una atractiva casa que conserva el entramado exterior de madera. Por esta vía camina­mos hacia los arrabales, acari­ciando a un lado el exterior de la iglesia (el ábside queda en lo más alto) mientras al otro lado se advierte la inmensa mole del convento de dominicos. Rodeando el edificio para bus­car el exterior podemos com­prender con precisión el signifi­cado del concepto iglesia-forta­leza, al ver cómo se apoya en un poderoso muro que la hacía completamente inaccesible por este lado.”

martes, 18 de noviembre de 2008

MÁS ALLÁ DEL RÍO JARAMILLA



Me gusta ofrecer a nuestros lectores la fotografía en la que aparece el nuevo puente sobre el río Jaramilla. Pienso que es aquel uno de los parajes más impresionantes de la provincia de Guadalajara, donde hay tantos más que nos puedan sorprender. Ahí pues, amigo lector, la tienes una vez más para dar rienda suelta a tu imaginación, ahora cuando los primeros avisos del invierno que viene los estamos comenzando a notar.
Durante muchos años, seguramente que desde que los sistemas de locomoción a motor existen, los sufridos habitantes de aquellos pueblecitos se vinieron quejando por carecer de un camino propio para poderse unir en automóvil con el resto de los pueblos de su comarca, y lo mismo que los demás tener acceso libre a la provincia, incluyendo la capital, sin necesidad de atravesar un buen trozo de la sierra de Madrid y llegar hasta nosotros por Montejo y Torrelaguna.
Hace unos cuantos años que se buscó solución a aquel problema de siglos, venciendo como se pudo las serias dificultades que para ello ofrece el terreno. Ahora es posible viajar -con las debidas precauciones- desde Campillo de Ranas a Corralejo, atravesando el puerto a manera de hocino del río Jaramilla, por un entorno bravío y pintoresco que hasta hace muy poco había que salvar cruzándolo a pie o a lomo de caballerías. Media docena de pueblos, situados en aquellos parajes maravillosos donde se dan las mayores alturas de la provincia de Guadalajara. Colmenar, Bocígano, Peñalba, Cabida, Corralejo, y El Cardoso que cuenta en lo administrativo como cabecera de todos ellos, tienen salida al resto de la provincia a través del dicho puerto, sin que sea preciso pisar -rodeando como ocurría antes- caminos de otra comunidad autónoma a falta de una carretera adecuada por donde poderlo hacer.
No es aconsejable circular por allí si se sospecha que el pavimento no se encuentre en las mejores condiciones a causa de los hielos y de las nieves, tan frecuentes por aquellas latitudes durante los meses de invierno. El paso es paisajísticamente excelente, pero irregular; las pendientes en algunos tramos de curva alcanzan una inclinación extraordinaria, hasta el 30%, y aunque se ha tomado la precaución de estriar el pavimento, a fin de evitar que los neumáticos se deslicen, el paso por allí debe de resultar difícil y peligroso, prácticamente imposible en temporadas frías, aun tomando la precaución de viajar con cadenas. Eso sí, pueden ser unos días de riguroso invierno a lo largo del año, lo que no es razón para dejar de aplaudir el mérito de las obras, y celebrar con el ciento de habitantes que en su conjunto viven en aquellos pueblos, el milagro de su nueva carretera. A los autobuses, por su peso y tamaño no les es posible el paso por aquellas curvas tan cerradas y pendientes.
A pesar de sus provocadoras bellezas naturales, sigue siendo esta la comarca más desconocida de la provincia de Guadalajara. No me atrevería a juzgar si es la más bonita o no; sí, en cambio, se puede decir que es la más agreste, la más singular de todas, la más al amparo de la madre naturaleza, o dicho de otro modo la más auténtica de nuestras comarcas de montaña y en la que se dan las especies más puras y originales en la flora y en la fauna, en el carácter humano y en las costumbres, en los modos de vida y en la viveza del paisaje; aunque también es cierto que los tentáculos, no siempre óptimos de la nueva civilización, hayan entrado allí de forma avasalladora como en otros lugares más o menos cercanos.
Vamos a tomar en los aledaños de Campillo y sin entrar en él la carretera que parte hacia Roblelacasa. El pueblecito de Roblelacasa no se alcanza a ver desde el camino, queda escondido tras una cuesta, extendido al otro lado de la vertiente sobre su peana de enormes peñas pizarrosas. En los bajos se aprietan los robles y los álamos desnudos. Algunas reses de vacuno, negras como la mora, se ven en ocasiones mordisqueando la hierba dentro de las cercas de piedra o de alambre espino entre la maleza. El descenso al puerto llegará enseguida. Las curvas se suceden cada cincuenta o cada cien metros en la bajada, dibujando de cara al barranco las formas del terreno. Nada se oye alrededor. Por el cielo extraordinariamente azul merodean los aguiluchos, y más al fondo se deja sentir el rumor de las aguas del Jaramilla colándose por entre las peñas y la maleza que crece junto a su cauce. Dicen los expertos que las truchas de montaña prefieren para vivir y desarrollarse las corrientes de agua clara y los escondrijos que hay a estas alturas del río. El viaducto sobre el río es una magnífica obra de ingeniería; está levantado con lajas de pizarra superpuestas y sobre tres ojos con una altura de treinta o cuarenta metros sobre el paso de la corriente.
El agua limpísima del río se alcanza a ver desde lo alto con dificultad. En ambas vertientes se retuerce la carretera flanqueada por murallones violentos de pizarra, de piedras resbaladizas, de tierra oscura y de pequeñas láminas entre las que se crían las jaras y los chaparros. Ahora toca subir. A mitad de cuesta, los viajeros que pasan por allí se detienen junto a una especie de terraza que hay al borde del camino, contemplan el espectáculo y sacan fotografías desde el mirador. Más arriba, sin haber concluido el ascenso, se empiezan a ver las primeras casas del nuevo lugar de Corralejo, el pueblecito de los chalés y de las modernas mansiones para el veraneo, al que apenas reconocí hasta que llegué a la placita en donde está la iglesia, una pequeña ermita que cumple el papel de parroquia, precedida de un leve tejadillo que se sostiene sobre dos columnas de madera, y que tanto me impresionó años atrás en mi primer viaje.
Con el pueblecito de Corralejo a nuestra espalda, se asciende cómodamente hasta casi la misma altura que las cumbres de las montañas que nos rodean en cualquier dirección. Uno siente encontrarse como en el techo del mundo. Los picos de San Cristóbal y el Corralejo son dos de los más robustos galanes de entre los que tenemos al alcance de la mano. Muy pronto el cruce de caminos. Los indicadores de carretera señalan la ruta a seguir y la distancia a cada uno de los pueblos a los que se accede desde allí a derecha e izquierda del camino. El más lejano es Peñalba de la Sierra, y el más próximo Cabida. El pueblecito de Cabida es también el más pequeño de todos. Al entrar en Cabida uno se da cuenta de que ha llegado a una aldehuela serrana eminentemente residencial, a un paraíso de verano donde los dueños de los chalés que se pueden contar por sus calles deben disfrutar de lo lindo durante el buen tiempo. En invierno las puertas de los chalés están cerradas. Sólo había tres vecinos en Cabida la última vez que pasé por allí. Igual que Corralejo, el pueblo tiene una simpática placetuela a mitad de la calle, con un piloncillo en el que daban de beber a las caballerías. Por debajo de la iglesia quedan los huertos, sombreados de frutales. La iglesia de Cabida está dedicada a San Migue Arcángel, cuya fiesta celebran en el mes de agosto. La torre de la pequeña iglesia de Cabida es la más elegante de todos los pueblos de la comarca, pese a ser el más pequeño. Consta de dos cuerpos levantados, sobre todo el superior del campanario, con piedra sillar de color gris labrada con limpieza. El portalejo da a la solana, mirando a los tablares de los huertos vecinos, donde algún jubilado del lugar se entretiene a lo largo del año arañando la tierra.
Del resto de los lugares que componen esta reserva de pequeñas entidades, cuya cabecera es el pueblo de El Cardoso, hablaremos en otra ocasión. La naturaleza, y la vida en la naturaleza da para mucho, y aquellos pueblecitos merecen, cuando menos, una atención muy especial
Viajar por las sierras del Macizo es algo recomendable. Hasta el mes de noviembre, o tal vez hasta algo más adelante, es tiempo de hacerlo con todo a favor. No se puede hablar del paisaje en medio rural de Guadalajara sin haber pasado por allí. Solo es cuestión de hacerse la idea y de ponerse en camino. Vale la pena una salida así, entrados ya en estos variopintos días de avanzado otoño.

sábado, 15 de noviembre de 2008

LA CIUDAD ROMANA DE SEGÓBRIGA


De todas las tierras de la Meseta Peninsular es en la provincia de Cuenca donde se encuentran más abundantes vestigios de la civilización romana. Son tres (Valeria, Ercávica y Segóbriga) las ciudades romanas de la vecina provincia donde se está trabajando para sacar a la luz lo que todavía queda escondido bajo la tierra en cada una de ellas, y que debe ser mucho. Son varias las ocasiones en las que he pasado por Segóbriga durante los últimos veinte años. El trabajo llevado a cabo por los arqueólogos se hace notar de una a otra visita, y de un tiempo a hoy son muchos los visitantes que a diario se pasean por entre sus ruinas, digamos que de manera reglada, bajo un mínimo de control, y después de pasar por el Centro de Interpretación y de haber satisfecho la cantidad establecida (los jubilados lo hacen gratis).
La visita a Segóbriga es ante todo una importante lección de historia, de sociología y de arte antiguo, teniendo delante de los ojos -y pisando sobre la misma tierra que ellos pisaron- el poso que dejaron varias de las civilizaciones ya desaparecidas, especialmente por cuanto se refiere a las culturas celtíbera y romana, de las cuales, y sobre todo de la última de ellas, Segóbriga es una libro abierto en el que ver y aprender como en ningún otro.
El viaje desde Guadalajara hasta Saelices, municipio en el que están enclavadas las viejas ruinas, se cubre, bien por Huete o por Tarancón, en algo más de una hora, lo que permite realizar la vista sobradamente en un día, libres de cualquier clase de apremios.

Su historia
Pienso que no se exagera en el folleto explicativo que dan a quienes visitan Segóbriga, cuando dice que “es una de las ciudades romanas mejor conservadas del occidente del Imperio Romano y el más importante conjunto arqueológico de la Meseta”. Es mucho lo que hay que saber y mucho lo que ver allí, aun contando con que es tan sólo una pequeña parte de los restos de la ciudad lo que hay al descubierto.
Se cree que antes de la romanización de la comarca, Segóbriga debió ser un castro celtíbero y después un “oppidum” o ciudad. Un siglo antes de Cristo pudo haber sido la capital de una buena parte del centro de la Hispania romana, pues así fue considerada por Plinio como Cabeza de la Celtiberia. En tiempos del emperador Augusto, la “oppidum” celtíbera fue convertida en “municipium”, es decir, en población de ciudadanos romanos; momento aquel en el que comenzó a producirse el verdadero auge la nueva ciudad, favorecido, además, por ser cruce de comunicaciones con otras ciudades del Imperio: ello traería de inmediato la construcción de importantes monumentos, y que vendría a concluir a finales del siglo I d.C., época en la que gozó de mayor desarrollo, y, por tato, también de un mayor prestigio entre las ciudades romanas.
Ya bien metidos en el siglo IV comienza la decadencia económica de la ciudad, y con ello también su importancia. No obstante, queda constancia documental de que en el siglo V fue una de las principales ciudades visigodas, y de que sus obispos asistieron a las distintas sesiones de los concilios de Toledo. De este tiempo quedan aún en Segóbriga los restos de una basílica visigoda, y varios enterramientos situados a cierta distancia de la que se pudiera considerar como la ciudad propiamente dicha.
Con la invasión musulmana la ciudad quedó prácticamente abandonada; pues tanto sus obispos, como las gentes más poderosas y distinguidas que vivían en ella, huyeron a territorios cristianos situados más al norte; y tras la reconquista de la zona los pocos habitantes que quedaban ella se marcharon a la actual Saelices, a escasa distancia de allí, de manera que la vieja Segóbriga quedaría abandonada y reduciéndose a ruinas a partir de entonces. Su estudio comenzaría a interesar ya en el siglo XX, y con ello el quehacer de los arqueólogos hasta el día de hoy.

Qué ver en Segóbriga
Desde el Centro de Interpretación hasta lo que queda de los monumentos más importantes que tuvo en su tiempo la ciudad, hay una distancia considerable que el visitante debe recorrer a pie. A lo largo de ese trayecto nos encontraremos con algunos enterramientos junto al camino, y a poca distancia de él -siempre extramuros de la ciudad- con la basílica visigoda. Más adelante estaremos enseguida junto a los dos monumentos más importantes, que a su vez son los que se conservan en mejor estado: el anfiteatro o circo y el teatro; en ambos se conservan ciertos detalles que nos facilitan reconstruir en la imaginación sin demasiado esfuerzo las fiestas y los grandes acontecimientos sociales de la urbe.
El anfiteatro y el teatro están a escasa distancia, uno y otro a ambos lados de la entrada a la ciudad. El anfiteatro pudo ser el mayor de los monumentos que tuvo Segóbriga; su capacidad era suficiente para acoger a más de cinco mil espectadores sentados en las gradas cómodamente. Para mayor seguridad, las gradas comenzaban por encima de un alto podium; y al pie, el pasillo y las estancias donde se alojaban las fieras preparadas para el espectáculo. No hay que olvidar que su auge coincidió con todo el furor de las persecuciones contra los primeros cristianos.
El teatro era de menor capacidad que el anfiteatro, pero sí el edificio más destacable de la ciudad. Se construyó probablemente a mitad del siglo primero y fue inaugurado en tiempo de los emperadores Tito o Vespasiano. El graderío del teatro aparece dividido en tres partes bien diferenciadas, separadas por pasillos corredores que permitían distinguir las diferentes clases sociales de los espectadores. El espacio dedicado a escena debió de ser enorme, y estaba adornado con columnas y esculturas de mármol, de las que algunas han ido apareciendo en las excavaciones.
En tiempos del emperador Augusto se construyeron unas termas anejas al teatro y dedicadas a su propio servicio. Según los estudiosos, las termas del teatro de Segóbriga estaban inspiradas en los famosos gimnasios griegos. Se conserva la que fue sala donde cambiarse de ropa, con sus taquillas colocadas en línea; una sauna seca de forma circular, y otra sauna más con su correspondiente piscina.
La muralla que rodeaba la ciudad, el foro, la enorme basílica civil construida en el siglo primero antes de Cristo, el templo mandado levantar bajo el imperio de Vespasiano, las segundas grandes termas, y algunos restos más correspondientes a otras culturas como la musulmana, van quedando al descubierto en esta ciudad romana que, cuando menos, como se dijo al principio de esta exposición, merece una visita. La proximidad seguro que nos lo permite sin el menor esfuerzo.


(Publicado en el diario "Nueva Alcarria" en agosto de 2007)

miércoles, 12 de noviembre de 2008

EL GUITARRISTA SEGUNDO PASTOR




Segundo Pastor Marco, eminente guitarrista nacido en Poveda de la Sierra (Guadalajara) el 23 de junio de 1916. Magnífico ejecutante de los compo­sitores clásicos para este instrumento, especialmente de Tárrega, de Turina y de Grana­dos, y excelente compo­sitor de piezas para guitarra, considerado entre los grandes del siglo XX.
Segundo Pastor, hombre amable, de trato familiar y con personal gracejo, fue querido por todos los públicos que le escucharon. Fue catedrático honorario de la Universidad de Oswego en los Estados Unidos, condecorado por el gobierno de Venezuela, académico de las Artes y Letras de Cuenca y presidente de la sección de música de la Institución "Marqués de Santillana" de la Diputación de Guadala­jara, entre otros muchos honores y títulos. Viajero incansable por Europa y América, donde dio conciertos memorables como el que sirvió de estreno a su obra Suite de Flandes, con la Orquesta de Conciertos de Nueva York en 1977.
De su importante producción para guitarra cabe destacar La Leyenda del Júcar, Homenaje a la Alcarria, Piezas descriptivas de la Ciudad Encantada, Homenaje a Chopín y Tríptico del Doncel.
Segundo Pastor era hijo adoptivo de la ciudad de Cuenca, en donde estudió el Bachillerato, la carrera de Magisterio y pasó una buena parte de su juventud. "Mis dos tierras", solía decir, al referirse a Guadalajara y Cuenca.
Falleció en Madrid el día 9 de noviembre de 1992.

sábado, 8 de noviembre de 2008

RECORDANDO AL PINTOR ALEJO VERA


RECORDANDO AL PINTOR ALEJO VERA

Desde tiempos muy lejanos guardo en los desvanes de la memoria una imagen que hoy me ha dado pie para llenar, creo que con suficiente oportunidad, mi página semanal del periódico. Era la época de estudiante bisoño en la escuela del pueblo. Ante una treintena de alumnos el maestro explicaba complacido las virtudes de nuestra raza trayendo a colación una página histórica casi olvidada: el último día de la ciudad de Numancia forzado por los propios numantinos, que prefirieron matarse unos a otros y pegar fuego a la ciudad antes que rendirse gratuitamente frente al enemigo invasor, en un alarde de supremo heroísmo. Pasados los años uno se ha ido dando cuenta de que el comportamiento de los numantinos hubiera sido verdaderamente heroico si hubiesen ofrecido batalla, si hubieran sucumbido en el empeño defendiendo la ciudad, pero con las armas en la mano. Quiero pensar, ahora con mi mentalidad de adulto, que aquella decisión, colectiva o impuesta por unos pocos, vaya usted a saber, anda más cerca de la cobardía que del heroísmo, que, como fácil es de comprender, se trata de términos contrapuestos. En todo caso es una manera diferente de entender la Historia que en modo alguno pretende enmendar la plana a mi viejo maestro, al que tanto le debo.
La enciclopedia que empleábamos los alumnos por entonces completaba la escasa documentación sobre el asunto con una fotografía impresionante, con la reproducción de un cuadro en el que el pintor había representado, de forma magnífica, su visión acerca de aquella tragedia: cadáveres de niños y de mujeres por el suelo, un valiente que se hunde un puñal en el pecho, otra mujer que bebe un vaso de cicuta, un paisano más que desafía, moribundo, al invasor con el brazo extendido, mientras como fondo la ciudad que arde por los cuatro costados.
El cuadro lo he vuelto a ver más veces representado en libros y revistas, y siempre me ha traído a la memoria aquellos años de infancia junto a tantos amigos que casi nunca he podido ver después. Se encuentra en el Museo del Prado. El cuadro tiene para mí todo el mérito que se le puede otorgar a la pintura romántica del siglo XIX como inspirada obra de arte, además de su importancia como documento histórico y visión cruda de un acontecimiento ocurrido en nuestro suelo durante los primeros tiempos de la romanización.
El autor del cuadro periódico fue un hombre notable de nuestra tierra, Alejo Vera Estaca, nacido en el pueblo campiñés de Viñuelas el 14 de julio de 1834, hijo de José y de Norberta, un chiquillo de los que por entonces correteaban por las calles de su pueblo, pero en el que los maestros habían advertido unas cualidades excepcionales para el dibujo. Una beca de la Diputación Provincial abrió el camino del milagro, haciendo posible que el muchacho recibiera enseñanzas artísticas en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de la capital de España, y estudios superiores después teniendo como maestro a Federico Madrazo.
La provincia de Guadalajara no es pobre, por fortuna, en celebridades, tantas de ellas semiocultas o cuando menos olvidadas del saber, y por tanto de la debida consideración, por parte de sus paisanos. Poco a poco se viene haciendo el esfuerzo, por parte de algunos, de sacar a la luz estas estrellas de la cultura nacional hijos de nuestros pueblos: músicos eminentes, pintores, literatos, eclesiásticos y figuras de la milicia, con los que podríamos llenar un lujoso panel en razón de justicia, en donde ocupase un lugar destacado este pintor campiñés, cien veces galardonado, merecedor de premios en las más importantes exposiciones habidas en nuestro país y fuera de nuestras fronteras. Desde 1856 que presentó a concurso una de sus primeras obras en las galerías del Ministerio de Fomento, hasta 1910, y hasta después incluso, que tomó parte en la Exposición Internacional con motivo del cuarto centenario de la ciudad de Buenos Aires, todo fue una muestra continua de su trabajo por Roma, por Viena, por Munich, y sobre todo por Madrid, donde se dedicó no sólo a pintar, sino también a enseñar, dejando como estela una larga lista de nombres famosos entre sus discípulos, tales como Carlos Zúñiga y Figueroa o Eduardo Rosales.
Como en siglos atrás había ocurrido con tantos pintores españoles de los que hoy nos honramos, la estancia de Alejo Vera en Italia, indiscutible país de las artes y de los principales artistas del Renacimiento, le fue útil para asentar una base firme en su formación ya entrado en la madurez. Las ciudades de Roma y Pompeya, con su densa historia lejana y sus infinitas ruinas, tan afines a la temática general del Romanticismo que le tocó vivir y del que participó plenamente, fueron motivo ideal no sólo para los escenarios y fondo de tantos de sus cuadros, sino visión histórica, a modo de cantera inagotable, en la que inspirarse.
Considero que no tendría sentido ofrecer al lector una relación cumplida de las obras más importantes del pintor de Viñuelas, pues no es esa nuestra intención precisamente, sino la de sacar un poco del olvido la persona y la obra de este ilustre de nuestro pasado. A pesar de todo no me resisto a traer a la memoria o al conocimiento de sus paisanos, y en ellos incluyo a los guadalajareños de todas las comarcas, tres obras de reconocido interés además de la ya dicha “Los últimos días de Numancia”. Estas pudieran ser “El entierro de San Lorenzo” que resultó premiada con medalla de primera clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1862, Comunión en las catacumbas, propiedad del palacio del Senado, y “Una señora pompeyana en el tocador”, al que en 1871 se le otorgó el más estimable de los galardones de su tiempo, la medalla de Carlos III.
Alejo Vera fue académico de número en la Real de Bellas Artes de San Fernando y Director de la Academia Española de Bellas Artes en la ciudad de Roma. Murió sin que su fallecimiento se hubiera hecho saber, por voluntad propia, hasta después del entierro al que sólo asistieron media docena de íntimos. Esto ocurrió en Madrid el 4 de febrero de 1923, próximo ya a la edad de noventa años. La Academia y el Círculo madrileño de Bellas Artes declararon varios días de luto al saber de su muerte.
Me consta que un centro escolar, el Instituto de Bachillerato de Marchamalo, y una calle en su pueblo natal, honran con su nombre a este singular personaje de la pintura española del siglo XIX. No sé si es suficiente o resulta escaso el homenaje público a su memoria. En todo caso ahí queda su nombre y su obra magnífica, motivo de honor para un pueblo y para toda una provincia.

Este trabajo se publicó en el diario “Nueva Alcarria” de Guadalajara, con el mismo título con el que aquí aparece” en el año 2003. La pintura que lo encabeza no es otra que el famoso “El último día de Numancia”, de Alejo Vera.

jueves, 6 de noviembre de 2008

EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE TEJEDA



Los datos que se poseen sobre el pasado de este monasterio son muy concretos, y muy antiguos también. Sobre el tronco de un tejo y junto a la cueva, dicen las viejas crónicas que se apareció la Virgen a un pastor de nombre Juan. Las apariciones, que fueron varias y en días sucesivos, tuvieron lugar allá por el corazón de la Edad Media, año 1202, reinando en Castilla Alfonso VIII, y llevando la mitra de la diócesis, el primero de sus obispos: San Julián. Añaden los textos que “Mandó la Santísima Virgen a Juan, el pastor, que se presentase al Obispo para que fundase iglesia y trajese a los religiosos que tenían aquella señal, mostrándole en una piedra que llevaba en la mano derecha la Cruz de la Santísima Trinidad.”
Ser conquense, y no haber tenido demasiada idea de esta advocación mariana, tan extendida por una ancha zona de tu provincia, parece algo imperdonable; pero es así. Ruego se me perdone por haberme mantenido en esa ignorancia durante toda mi vida, digamos que hasta el verano del año 2006, en que un buen amigo, don Samuel Rubio, residente a temporadas en el Rincón de Ademuz, tuvo la acertada idea de llevarme una tarde a Garaballa para conocer el santuario y venerar en su sede la imagen menuda de Nuestra Señora de Tejeda, “la Perla del Marquesado”, reina espiritual de toda la Baja Serranía.
Se sabe que a la fundación del monasterio, ocurrida tan sólo dos años después de las apariciones a instancia del Obispo de Cuenca, asistió en persona Fray Guillermo Escoto, fundador de la Orden Trinitaria.
En el año 1516 una fuerte avalancha de agua dio al traste con el primitivo convento. De la ruina sólo se pudo poner a salvo, además de las vidas de los frailes, las Sagradas Formas y la imagen de la Virgen. La construcción del nuevo cenobio tardó, hasta verse concluida, casi dos siglos.
Entre los monjes de más renombre que han pasado por allí figuran San Guillermo Escoto, Fray Bartolomé de Tejeda, y el Beato Simón de Rojas, que fue confesor de reyes.
El punto álgido del santuario a lo largo de toda su historia tuvo lugar en el siglo XVIII y primeras décadas del siguiente. Con la tristemente célebre Desamortización de Mendizábal, los monjes tuvieron que abandonar el convento.
Un suceso fatal ocurrió en el año 1927. Fue con motivo de la celebración del séptimo centenario de la villa de Moya, cuando se produjo en la iglesia de San Bartolomé -adonde habían llevado la imagen de la Virgen para presidir los solemnes actos- un incendio voraz del que solamente fue posible poner a salvo la cabeza de la venerable imagen.
El convento se ha convertido en la actualidad en una estupenda hospedería, donde poder alojarse sin que el monasterio haya dejado de ser a lo largo de todo el año la meta común de cientos y de miles de peregrinos de todos aquellos pueblos. Muchos de ellos suelen acudir a pie, como manda la tradición e hicieron sus antepasados en varias generaciones.
Recordemos que el día grande, el día de la fiesta mayor en honor de la Virgen de Tejeda es el 8 de septiembre; fecha en la que la peregrinación masiva de entre provincias (Cuenca, Valencia y Teruel) tiene su especial momento.

martes, 4 de noviembre de 2008

JUNTO A LA TUMBA DE LA PRINCESA DE ÉBOLI



¡Cuantos no habrían sido los desatinos y los desequilibrios de su conducta en vida, que, aun después de su muerte, la historia de cuatro siglos no ha conseguido acabar con la mordaz cadena de ultrajes hacia su persona que dejó como herencia la Leyenda Negra! Sólo el frío de la piedra que contiene sus huesos da la sensación de una calma eterna, de una paz sin límites.
La tarde va de caída por estos parajes de la Alcarria. Las huertas del Arlés y los viejos muros del convento de Carmelitas destilan a estas horas cierta transparencia a oro derretido, a éter entre cárdeno y violeta. El pináculo de la Colegiata ocupa solemne el centro de la antigua ciudadela de moriscos, de judíos y de cristianos. Pastrana, augusta y venerable, se empieza a adormecer sobre sus propias piedras al ritmo del último sol.
La visita por enésima vez a la Villa de los Duques es premio más que bastante para satisfacer a un loco. Uno piensa que la Historia de Castilla, y una buena parte de la Historia de España, no son otra cosa que un entrelazado de amagos de locura.
-¿Otra vez por aquí? Se ve que le cuesta trabajo olvidar todo esto.
- Sí; yo también lo creo.
En la Plaza de la Hora han intentado descargar el ambiente de vehículos junto a la fachada del Palacio. La casona solar de los duques está cerrada a cal y canto. Dicen que ha quedado muy bien por dentro después de la restauración. Al otro lado de la barbacana que da a la vega se divisan las nuevas construcciones a la caída norte del cerro del Sagrado Corazón. La Calle Mayor se estira estrecha y señorial a partir del segundo arco, como una cinta de casonas linajudas que concluye en la plazuela del Ayuntamiento, después de haber dejado repartidas en forma de cruz las esquinas de la Castellana y de la travesía hacia la fuente los Cuatro Caños. El leve atrio de la Colegiata hace tiempo que lo tomaron las sombras. Dos ancianas enlutas entran, santiguándose las dos al mismo tiempo, en el portal interior de la iglesia. El griterío de los chiquillos sube perdido entre las sombras desde las calles del Heruelo y del Regachal.
La iglesia está en silencio. Los recuerdos y los detalles de pasadas grandezas surgen por todas partes: los Duques, la Orden Carmelita, la Madre Teresa, el magnífico órgano parroquial, los escudos de armas, las leyendas y los epitafios, la sillería del coro, el retablo mayor que sella una buena pintura de la Asunción sobre piedra de ágata, regalo del Santo Padre en tiempo de los terceros duques.
El panteón familiar, mandado construir por el arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los príncipes de Éboli, para su propio enterramiento y para el de sus padres, queda en una cripta subterránea al pie mismo del altar mayor. Debo agradecer al párroco y a las señoras encargadas de atender la cripta y el museo, que siempre que vine me abrieron las puertas de par en par, para ver todo lo que allí hay en soledad y a mis anchas. Cada vez que bajo hasta donde están las tumbas por las pinas escaleras del panteón, siento en el ánimo, al mismo tiempo que en la piel, el impacto frío de los epitafios, de las laudas y de los sepulcros, en aquel silencio de siglos, allí donde la muerte lo cancela todo.
El enterramiento de los Duques de Pastrana y de sus familiares más directos se distribuye por dos pasillos en forma de cruz. En ambos lados se acomodan las urnas mortuorias y los sarcófagos que guardan que guardan los restos de aquella destacada rama de los Mendozas. También los restos en revoltillo que se pudieron recoger en el convento de San Francisco de Guadalajara tras el saqueo por los franceses cuando la Guerra de la Independencia, lo que nos hace pensar que entre otras muchas podrían encontrarse allí, enterradas bajo el suelo, las reliquias de don Iñigo, Marqués de Santillana y autor de las famosas “Serranillas”. En uno de los terminales hay un sencillo altar con un crucifijo y seis candelabros de latón, donde es fácil suponer que en otros tiempos se celebrarían exequias por las almas de cuantos entre aquellos muros esperan el día de la resurrección.
Las tumbas de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, la de su esposo Ruy Gómez, y la del hijo de ambos, el arzobispo Fray Pedro, están situadas al final del pasillo que hace de pie de cruz. Son unos sarcófagos de trazado renacentista, severos y a la vez elegantes, con la escueta leyenda del “Aquí yace…” para testificar la autenticidad de los despojos que contienen y recordar de paso la fecha de cada fallecimiento.
Cada vez que, de tarde en tarde, se pisan las frías baldosas de la cripta, la historia y la leyenda golpean sobre la sensibilidad de quienes allí acuden. Resulta inevitable echar un vistazo fugaz al pasado cuando uno tiene delante de los ojos la quietud extrema de la tumba de doña Ana de Mendoza, un carácter complicadísimo de mujer que se vino a acrecentar tras la muerte de su esposo, bastantes años en edad mayor que ella. Ante la más que criticable personalidad de la Princesa, uno intentó siempre romper una lanza en su favor, mirarla con benevolencia. Es justo reconocer que fue una de las personas que más han sufrido a lo largo de su vida, y por si ello fuera poco, se convirtió, con bastante culpabilidad por su parte, en mero juguete de las circunstancias, hasta morir de pena y de soledad en la prisión de su propio palacio.
Siendo niña, la futura Princesa de Éboli perdió su ojo derecho jugando con otros niños junto a los muros del castillo familiar de Cifuentes. Luego, las reglas del juego por las que la nobleza se solía mover, le impuso el matrimonio con un hombre de edad dispar si se tiene en cuenta su condición de chiquilla adolescente. A Ruy Gómez lo amó y lo respeto durante los catorce años de matrimonio que acabó con la muerte del marido. Le dio diez hijos en tan escaso tiempo, y vio morir a cuatro de ellos.
Tras la muerte de su marido, acaecida en 1573, su erizado temperamento llegó a extremos de verdadera locura. Surgieron los serios inconvenientes que siempre lleva consigo el trato licencioso en ciertas esferas de la vida social. Es muy probable que en ocasiones entrase en terrenos que nunca debió entrar, pero que son -crónicas en mano- fácilmente disculpables. Como memorial de su largo martirio ahí queda la famosa reja de palacio en la Plaza de la Hora, celda en la que pasó, prácticamente incomunicada del resto del mundo, los últimos diez años de su vida: desquiciada, deshecha y abatida por recuerdos amargos. En febrero de 1592 llegó con la muerte su liberación definitiva. cincuenta y dos años contaba por entonces. Me gusta imaginar la ceremonia del traslado de su cuerpo desde la capilla mortuoria del palacio hasta la iglesia, en la que sospecho que Pastrana entera se volcaría y tañerían a clamor todas las campanas de la villa.
No sé, Señora, si el tempo se encargará de sacar algún día la verdad de su sitio. A pesar de todo, dormir hasta el fin de los siglos en este sosegado rincón de la Alcarria, es un reconocimiento y un desagravio digno de agradecer, incluso desde más allá de la vida.
Aparece en mi cuaderno de apuntes un texto antiguo. Lo escribió a finales del siglo XVI un curioso personaje de nombre Juan Betanzos. Lo hizo después de pasar por Pastrana en un viaje ex profeso para recabar de la Princesa de Éboli algunos datos que pudieran servir de apoyo a la beatificación de la Madre Teresa de Jesús, ya en proceso. De él copio: «Vive muy encerrada, y aunque podía recibir visitas, nadie quería visitarla no se fuera a entender que ponía en tela de juicio la justicia de su católica majestad de tenerla así presa. Había de conformarse con el trato de criados, con los que jugaba a cartas, y la única ilusión que le quedaba era la de ganarlos en un juego que llaman quiñolas, que era del que más gustaba. Así que supo que le pedía hospitalidad un caballero que llegaba con carruaje con postillón, no dudó en concedérmela, y aunque bien le aclaré que no era caballero sino servidor, no por eso se mostró menos afanosa con mi persona. Enferma estaba, aunque no parecía que su mal fuera de muerte; cuidaba mantener el rostro apartado de la luz, sobre todo por la parte del ojo cubierto. En lo que se dejaba ver no le faltaban afeites ni adornos, y en todo iba trajeada como si fuera a ser recibida en la corte. El palacio, tan hermoso como debió de ser en tiempos del Príncipe, estaba arruinado y en las almenas graznaban los cuervos como sucede en los castillos abandonados de moros.»

lunes, 3 de noviembre de 2008

EL PINTOR MARTÍNEZ DEL MAZO



El pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, discípulo predilecto de Velázquez, con cuya hija y heredera contrajo matrimonio, es una de las grandes figuras que ha dado la provincia de Cuenca, y una de las menos reconocidas en el mundo del arte, quizás porque la sombra del gran maestro de la pintura española, su propio suegro, haya podido nublar su nombre, aunque no la categoría ni la calidad artística de su pintura.
Gracias al tesón y al impagable esfuerzo de investigación de un maestro de Cuenca, natural de Torrubia del Campo, don Manuel Amores Torrijos, que a lo largo de todo el año 2002 no dudó en dedicar muchas horas de trabajo, al margen del ordinario que exigía su profesión, recorriendo una por una todas las parroquias de la ciudad de Cuenca, en busca de la partida de bautismo del pintor Martínez del Mazo; gracias a él, digo, hoy sabemos con seguridad absoluta que Juan Bautista Martínez del Mazo, hijo de Hernando Martínez y de Lucía Maza, fue bautizado en la iglesia de San Martín de la ciudad de Cuenca, el domingo día 22 de mayo de 1605, lo que nos lleva a suponer, sabiendo de los usos y costumbres de la época, que pudo haber nacido en la misma ciudad tan sólo unos días antes; no en el año 1610, como tantos habíamos creído y publicado erroneamente, y tampoco en la villa serrana de Beteta, de donde, al parecer, fue natural su madre.
De la vida del pintor se sabe que casó en 1633 con Francisca, hija de Diego Velázquez, pintor de la Corte de Carlos IV, y que fue padre de una numerosa familia. Se asegura que varios de los cuadros atribuidos a Velázquez, sobre todo paisajes y algunas escenas a campo abierto, son obra de su yerno, el pintor de Cuenca, según la opinión bastante generalizada de los mejores estudiosos de la pintura velazqueña. Parte de la obra de Martínez del Mazo se encuentra en el Museo del Prado, en la National Gallery de Londres, y en el Palacio Real de Aranjuez.
Son muy conocidos sus cuadros “Vista de Zaragoza”, “La cacería de Tabladillo”, y los retratos de “El Príncipe Baltasar Carlos”, “La infanta Margarita”, y “La familia del pintor”, su propia familia, cuya reproducción sirve de cabecera a esta página.