martes, 18 de noviembre de 2008

MÁS ALLÁ DEL RÍO JARAMILLA



Me gusta ofrecer a nuestros lectores la fotografía en la que aparece el nuevo puente sobre el río Jaramilla. Pienso que es aquel uno de los parajes más impresionantes de la provincia de Guadalajara, donde hay tantos más que nos puedan sorprender. Ahí pues, amigo lector, la tienes una vez más para dar rienda suelta a tu imaginación, ahora cuando los primeros avisos del invierno que viene los estamos comenzando a notar.
Durante muchos años, seguramente que desde que los sistemas de locomoción a motor existen, los sufridos habitantes de aquellos pueblecitos se vinieron quejando por carecer de un camino propio para poderse unir en automóvil con el resto de los pueblos de su comarca, y lo mismo que los demás tener acceso libre a la provincia, incluyendo la capital, sin necesidad de atravesar un buen trozo de la sierra de Madrid y llegar hasta nosotros por Montejo y Torrelaguna.
Hace unos cuantos años que se buscó solución a aquel problema de siglos, venciendo como se pudo las serias dificultades que para ello ofrece el terreno. Ahora es posible viajar -con las debidas precauciones- desde Campillo de Ranas a Corralejo, atravesando el puerto a manera de hocino del río Jaramilla, por un entorno bravío y pintoresco que hasta hace muy poco había que salvar cruzándolo a pie o a lomo de caballerías. Media docena de pueblos, situados en aquellos parajes maravillosos donde se dan las mayores alturas de la provincia de Guadalajara. Colmenar, Bocígano, Peñalba, Cabida, Corralejo, y El Cardoso que cuenta en lo administrativo como cabecera de todos ellos, tienen salida al resto de la provincia a través del dicho puerto, sin que sea preciso pisar -rodeando como ocurría antes- caminos de otra comunidad autónoma a falta de una carretera adecuada por donde poderlo hacer.
No es aconsejable circular por allí si se sospecha que el pavimento no se encuentre en las mejores condiciones a causa de los hielos y de las nieves, tan frecuentes por aquellas latitudes durante los meses de invierno. El paso es paisajísticamente excelente, pero irregular; las pendientes en algunos tramos de curva alcanzan una inclinación extraordinaria, hasta el 30%, y aunque se ha tomado la precaución de estriar el pavimento, a fin de evitar que los neumáticos se deslicen, el paso por allí debe de resultar difícil y peligroso, prácticamente imposible en temporadas frías, aun tomando la precaución de viajar con cadenas. Eso sí, pueden ser unos días de riguroso invierno a lo largo del año, lo que no es razón para dejar de aplaudir el mérito de las obras, y celebrar con el ciento de habitantes que en su conjunto viven en aquellos pueblos, el milagro de su nueva carretera. A los autobuses, por su peso y tamaño no les es posible el paso por aquellas curvas tan cerradas y pendientes.
A pesar de sus provocadoras bellezas naturales, sigue siendo esta la comarca más desconocida de la provincia de Guadalajara. No me atrevería a juzgar si es la más bonita o no; sí, en cambio, se puede decir que es la más agreste, la más singular de todas, la más al amparo de la madre naturaleza, o dicho de otro modo la más auténtica de nuestras comarcas de montaña y en la que se dan las especies más puras y originales en la flora y en la fauna, en el carácter humano y en las costumbres, en los modos de vida y en la viveza del paisaje; aunque también es cierto que los tentáculos, no siempre óptimos de la nueva civilización, hayan entrado allí de forma avasalladora como en otros lugares más o menos cercanos.
Vamos a tomar en los aledaños de Campillo y sin entrar en él la carretera que parte hacia Roblelacasa. El pueblecito de Roblelacasa no se alcanza a ver desde el camino, queda escondido tras una cuesta, extendido al otro lado de la vertiente sobre su peana de enormes peñas pizarrosas. En los bajos se aprietan los robles y los álamos desnudos. Algunas reses de vacuno, negras como la mora, se ven en ocasiones mordisqueando la hierba dentro de las cercas de piedra o de alambre espino entre la maleza. El descenso al puerto llegará enseguida. Las curvas se suceden cada cincuenta o cada cien metros en la bajada, dibujando de cara al barranco las formas del terreno. Nada se oye alrededor. Por el cielo extraordinariamente azul merodean los aguiluchos, y más al fondo se deja sentir el rumor de las aguas del Jaramilla colándose por entre las peñas y la maleza que crece junto a su cauce. Dicen los expertos que las truchas de montaña prefieren para vivir y desarrollarse las corrientes de agua clara y los escondrijos que hay a estas alturas del río. El viaducto sobre el río es una magnífica obra de ingeniería; está levantado con lajas de pizarra superpuestas y sobre tres ojos con una altura de treinta o cuarenta metros sobre el paso de la corriente.
El agua limpísima del río se alcanza a ver desde lo alto con dificultad. En ambas vertientes se retuerce la carretera flanqueada por murallones violentos de pizarra, de piedras resbaladizas, de tierra oscura y de pequeñas láminas entre las que se crían las jaras y los chaparros. Ahora toca subir. A mitad de cuesta, los viajeros que pasan por allí se detienen junto a una especie de terraza que hay al borde del camino, contemplan el espectáculo y sacan fotografías desde el mirador. Más arriba, sin haber concluido el ascenso, se empiezan a ver las primeras casas del nuevo lugar de Corralejo, el pueblecito de los chalés y de las modernas mansiones para el veraneo, al que apenas reconocí hasta que llegué a la placita en donde está la iglesia, una pequeña ermita que cumple el papel de parroquia, precedida de un leve tejadillo que se sostiene sobre dos columnas de madera, y que tanto me impresionó años atrás en mi primer viaje.
Con el pueblecito de Corralejo a nuestra espalda, se asciende cómodamente hasta casi la misma altura que las cumbres de las montañas que nos rodean en cualquier dirección. Uno siente encontrarse como en el techo del mundo. Los picos de San Cristóbal y el Corralejo son dos de los más robustos galanes de entre los que tenemos al alcance de la mano. Muy pronto el cruce de caminos. Los indicadores de carretera señalan la ruta a seguir y la distancia a cada uno de los pueblos a los que se accede desde allí a derecha e izquierda del camino. El más lejano es Peñalba de la Sierra, y el más próximo Cabida. El pueblecito de Cabida es también el más pequeño de todos. Al entrar en Cabida uno se da cuenta de que ha llegado a una aldehuela serrana eminentemente residencial, a un paraíso de verano donde los dueños de los chalés que se pueden contar por sus calles deben disfrutar de lo lindo durante el buen tiempo. En invierno las puertas de los chalés están cerradas. Sólo había tres vecinos en Cabida la última vez que pasé por allí. Igual que Corralejo, el pueblo tiene una simpática placetuela a mitad de la calle, con un piloncillo en el que daban de beber a las caballerías. Por debajo de la iglesia quedan los huertos, sombreados de frutales. La iglesia de Cabida está dedicada a San Migue Arcángel, cuya fiesta celebran en el mes de agosto. La torre de la pequeña iglesia de Cabida es la más elegante de todos los pueblos de la comarca, pese a ser el más pequeño. Consta de dos cuerpos levantados, sobre todo el superior del campanario, con piedra sillar de color gris labrada con limpieza. El portalejo da a la solana, mirando a los tablares de los huertos vecinos, donde algún jubilado del lugar se entretiene a lo largo del año arañando la tierra.
Del resto de los lugares que componen esta reserva de pequeñas entidades, cuya cabecera es el pueblo de El Cardoso, hablaremos en otra ocasión. La naturaleza, y la vida en la naturaleza da para mucho, y aquellos pueblecitos merecen, cuando menos, una atención muy especial
Viajar por las sierras del Macizo es algo recomendable. Hasta el mes de noviembre, o tal vez hasta algo más adelante, es tiempo de hacerlo con todo a favor. No se puede hablar del paisaje en medio rural de Guadalajara sin haber pasado por allí. Solo es cuestión de hacerse la idea y de ponerse en camino. Vale la pena una salida así, entrados ya en estos variopintos días de avanzado otoño.

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