Existen dos pinturas, obra de la segunda mitad del siglo XX las dos, y ambas de propiedad particular, que son pura esencia del alma guadalajareña, pues en ellas se recoge una buena parte de nuestra historia, de nuestros personajes más distinguidos, de nuestro arte y de nuestro paisaje en un alarde de buen hacer, de conocer el pasado de esta tierra, y de lo que todavía es más difícil: saberlo traducir en imágenes y en color verdaderamente memorables. “El Cristo de la miel”, del madrileño Rafael Pedrós, a la que nos hemos referido en nuestros escritos en más de una ocasión; y la segunda, a la que hoy me refiero de manera exclusiva, es el “Retablo Arriacense”, propiedad de la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara, que preside la sala de juntas de la entidad, y que en su día fue adquirida por encargo al pintor conquense Víctor de la Vega, trabajo poco conocido por el gran público guadalajareño, y en que se recoge un abigarrado conjunto de escenas y de lugares, de personajes históricos a modo de exposición, o retablo, como su nombre indica, donde apenas falta nada de lo que Guadalajara es, y sobre todo, de lo que Guadalajara ha sido.
El porqué de este reportaje es muy sencillo, y son dos las principales razones que lo justifican. En primer lugar por la importancia de esta obra dentro del panorama general de temas guadalajareños llevados al lienzo, o a la tabla, como lo es en este caso; y en segundo, como oportuno homenaje de gratitud a la persona de su autor, coincidiendo con el momento en el que la institución cultural más importante de la provincia hermana -la Real Academia Conquense de Artes y Letras- está preparando una exposición lo más completa posible de obras de este autor, quien fue su presidente, y que tendrá como sede a varios de los salones más importantes de la ciudad, con una duración de dos o tres meses a fin de que tanto la ciudad de Cuenca como cuantos lo deseen, puedan contemplar, en vida del autor, lo más escogido de su obra, para mi uso y salvo mejor opinión, el más inspirado de los pintores que dio Cuenca durante los últimos cien años y tal vez, estirándome en el tiempo, hasta Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno y colaborador predilecto de Velázquez, nacido en Beteta hacia el año 1610.
Discrepo con relación a este cuadro sólo en el título, asunto en el que el artista tengo por seguro que no llegó a intervenir. Pienso que no es exacto. En la pintura aparecen infinidad de motivos -creo que una mayor parte- que no corresponden a la ciudad de Guadalajara, la Arriaca de los romanos, sino a la provincia en toda su extensión y contenido. Ya es hora de que tengamos clara la idea, sobre todo los que vivimos aquí, de que a los habitantes de Guadalajara y a todo cuanto a la capital se refiere, se le puede aplicar el gentilicio de “arriacense”, pero cuando entra en juego la provincia entera, lo correcto es aplicar el de “guadalajareño” que acoge a todos por igual.
La pintura que hoy, a la par que su autor, ocupa nuestro espacio, está realizada en óleo sobre tabla como antes se apuntó, mide 3,46 metros de ancho por 1,77 de alto; fue realizada en el año 1977, y reproducida en tamaño 47 por 24 centímetros, en edición numerada y con la firma del autor, por gráficas Heraclio Fournier en 1978, con fotografía de Fernando Nuño.
El contenido del cuadro es denso; pues en el recortado espacio de seis metros cuadrados aparecen centenares de motivos diversos, en su mayor parte perfectamente reconocibles. Allí encontramos, ocupando los ángulos inferiores y en lugares preferentes, a los poetas medievales Juan Ruiz, Arcipreste de Hita; Iñigo de Mendoza, Marqués de Santillana, y al pintor Juan Bautista Maino, los tres en pleno trabajo. Alvarfáñez de Minaya, al frente de una mesnada de guerreros por tierras de la Alcarria, ocupa así mismo un espacio distinguido como reconquistador de muchas de nuestras villas y ciudades, incluida la propia capital. Una repleta comitiva de personajes a caballo de la nobleza guadalajareña aparece en un primer plano de la escena; en ella encontramos una vez más al Marqués de Santillana, ahora como guerrero, al Cardenal González de Mendoza, a la reina doña María de Molina; tropel en el que se advierten otros personajes del Renacimiento: la Princesa de Éboli y su esposo Ruy Gómez de Silva, el “Docel” Vázquez de Arce, entre varios más. Y de la era moderna, el Dr. Layna Serrano, sentado junto a un grupo de colmenas, leyendo plácidamente a la sombra de un pino; meleros del campo de la Alcarria, segadores de mieses, artesanos, pecheros, músicos, niños que juegan al corro, pajes y otros individuos a pie, en un escenario natural formado por algunos de los accidentes paisajísticos más notorios de la provincia: el Pico Ocejón, el cerro de Hita, los impresionantes cortes verticales del Barranco de la Hoz, el embalse de Entrepeñas, las Tetas de Viana...
Y monumentos, una cumplida representación de los muchos monumentos que enriquecen a esta provincia castellana. Quizá las iglesias románicas, los históricos castillos y los palacios, sean con los personajes a los que nos acabamos de referir, los motivos más interesantes en los que detenerse al contemplar el cuadro. Castillos de Molina, de Atienza, de Jadraque, de Cifuentes, de Galve, de Zorita, de Guijosa, de Pioz...Iglesias de Sigüenza (la Catedral), de Guadalajara (San Ginés y Santa María), las románicas de Campisábalos, de Carabias, de Saúca, de San Bartolomé de Atienza. Los palacios del Infantado en Guadalajara y de Medinaceli en Cogolludo; picotas, pairones molineses; son nombres memorables que se pierden entre un sinfín de motivos más y que harían esta relación interminable. En la parte superior, como sellando cuanto allí se dice en imágenes, tres ángeles tenantes sostienen el escudo de la provincia.
El autor
Mariano Víctor de la Vega Gil, licenciado en Bellas Artes por la Facultad de San Fernando, nació en Cuenca el año 1928; es, por tanto, un hombre entrado en edad, y de ahí que su obra sea de lo más variada y extensa. Parte de su trabajo como pintor se encuentra en Nueva York, Massachusset, República Dominicana y Helsinki. Estar en posesión de un dibujo original o de una pintura de Víctor de la Vega, es para los conquenses más un tesoro que un lujo. Especialista en murales, aunque su repertorio se extiende casi por igual al retrato, al paisaje, al bodegón o al grabado, colaboró como ilustrador en diferentes ediciones de libros -el Quijote entre ellos-, y de los que por tener en este momento un ejemplar delante de mí, “Leyendas conquenses” de María Luisa Vallejo, se me ocurre citar a manera de ejemplo. Desde 1971 hasta el día de su jubilación, ha ejercido como catedrático de dibujo en el instituto de Segunda Enseñanza Alfonso VIII de Cuenca.
No soy un gran conocedor de la obra pictórica de Víctor de la Vega, pero sí creo conocerla lo suficiente como para poder destacar de toda ella dos de sus famosos retablos: “Retablo Conquense”, y este “Retablo Arriacense”, sin duda y para mi uso lo mejor de cuanto conozco de su producción.
Fue director de la Real Academia Conquense de Artes y Letras desde diciembre de 2003 hasta febrero de 2005; cargo de responsabilidad que tuvo que abandonar por su delicada salud, pasando a ser académico numerario de la misma.
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