¡Cuantos no habrían sido los desatinos y los desequilibrios de su conducta en vida, que, aun después de su muerte, la historia de cuatro siglos no ha conseguido acabar con la mordaz cadena de ultrajes hacia su persona que dejó como herencia la Leyenda Negra! Sólo el frío de la piedra que contiene sus huesos da la sensación de una calma eterna, de una paz sin límites.
La tarde va de caída por estos parajes de la Alcarria. Las huertas del Arlés y los viejos muros del convento de Carmelitas destilan a estas horas cierta transparencia a oro derretido, a éter entre cárdeno y violeta. El pináculo de la Colegiata ocupa solemne el centro de la antigua ciudadela de moriscos, de judíos y de cristianos. Pastrana, augusta y venerable, se empieza a adormecer sobre sus propias piedras al ritmo del último sol.
La visita por enésima vez a la Villa de los Duques es premio más que bastante para satisfacer a un loco. Uno piensa que la Historia de Castilla, y una buena parte de la Historia de España, no son otra cosa que un entrelazado de amagos de locura.
-¿Otra vez por aquí? Se ve que le cuesta trabajo olvidar todo esto.
- Sí; yo también lo creo.
En la Plaza de la Hora han intentado descargar el ambiente de vehículos junto a la fachada del Palacio. La casona solar de los duques está cerrada a cal y canto. Dicen que ha quedado muy bien por dentro después de la restauración. Al otro lado de la barbacana que da a la vega se divisan las nuevas construcciones a la caída norte del cerro del Sagrado Corazón. La Calle Mayor se estira estrecha y señorial a partir del segundo arco, como una cinta de casonas linajudas que concluye en la plazuela del Ayuntamiento, después de haber dejado repartidas en forma de cruz las esquinas de la Castellana y de la travesía hacia la fuente los Cuatro Caños. El leve atrio de la Colegiata hace tiempo que lo tomaron las sombras. Dos ancianas enlutas entran, santiguándose las dos al mismo tiempo, en el portal interior de la iglesia. El griterío de los chiquillos sube perdido entre las sombras desde las calles del Heruelo y del Regachal.
La iglesia está en silencio. Los recuerdos y los detalles de pasadas grandezas surgen por todas partes: los Duques, la Orden Carmelita, la Madre Teresa, el magnífico órgano parroquial, los escudos de armas, las leyendas y los epitafios, la sillería del coro, el retablo mayor que sella una buena pintura de la Asunción sobre piedra de ágata, regalo del Santo Padre en tiempo de los terceros duques.
El panteón familiar, mandado construir por el arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los príncipes de Éboli, para su propio enterramiento y para el de sus padres, queda en una cripta subterránea al pie mismo del altar mayor. Debo agradecer al párroco y a las señoras encargadas de atender la cripta y el museo, que siempre que vine me abrieron las puertas de par en par, para ver todo lo que allí hay en soledad y a mis anchas. Cada vez que bajo hasta donde están las tumbas por las pinas escaleras del panteón, siento en el ánimo, al mismo tiempo que en la piel, el impacto frío de los epitafios, de las laudas y de los sepulcros, en aquel silencio de siglos, allí donde la muerte lo cancela todo.
El enterramiento de los Duques de Pastrana y de sus familiares más directos se distribuye por dos pasillos en forma de cruz. En ambos lados se acomodan las urnas mortuorias y los sarcófagos que guardan que guardan los restos de aquella destacada rama de los Mendozas. También los restos en revoltillo que se pudieron recoger en el convento de San Francisco de Guadalajara tras el saqueo por los franceses cuando la Guerra de la Independencia, lo que nos hace pensar que entre otras muchas podrían encontrarse allí, enterradas bajo el suelo, las reliquias de don Iñigo, Marqués de Santillana y autor de las famosas “Serranillas”. En uno de los terminales hay un sencillo altar con un crucifijo y seis candelabros de latón, donde es fácil suponer que en otros tiempos se celebrarían exequias por las almas de cuantos entre aquellos muros esperan el día de la resurrección.
Las tumbas de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, la de su esposo Ruy Gómez, y la del hijo de ambos, el arzobispo Fray Pedro, están situadas al final del pasillo que hace de pie de cruz. Son unos sarcófagos de trazado renacentista, severos y a la vez elegantes, con la escueta leyenda del “Aquí yace…” para testificar la autenticidad de los despojos que contienen y recordar de paso la fecha de cada fallecimiento.
Cada vez que, de tarde en tarde, se pisan las frías baldosas de la cripta, la historia y la leyenda golpean sobre la sensibilidad de quienes allí acuden. Resulta inevitable echar un vistazo fugaz al pasado cuando uno tiene delante de los ojos la quietud extrema de la tumba de doña Ana de Mendoza, un carácter complicadísimo de mujer que se vino a acrecentar tras la muerte de su esposo, bastantes años en edad mayor que ella. Ante la más que criticable personalidad de la Princesa, uno intentó siempre romper una lanza en su favor, mirarla con benevolencia. Es justo reconocer que fue una de las personas que más han sufrido a lo largo de su vida, y por si ello fuera poco, se convirtió, con bastante culpabilidad por su parte, en mero juguete de las circunstancias, hasta morir de pena y de soledad en la prisión de su propio palacio.
Siendo niña, la futura Princesa de Éboli perdió su ojo derecho jugando con otros niños junto a los muros del castillo familiar de Cifuentes. Luego, las reglas del juego por las que la nobleza se solía mover, le impuso el matrimonio con un hombre de edad dispar si se tiene en cuenta su condición de chiquilla adolescente. A Ruy Gómez lo amó y lo respeto durante los catorce años de matrimonio que acabó con la muerte del marido. Le dio diez hijos en tan escaso tiempo, y vio morir a cuatro de ellos.
Tras la muerte de su marido, acaecida en 1573, su erizado temperamento llegó a extremos de verdadera locura. Surgieron los serios inconvenientes que siempre lleva consigo el trato licencioso en ciertas esferas de la vida social. Es muy probable que en ocasiones entrase en terrenos que nunca debió entrar, pero que son -crónicas en mano- fácilmente disculpables. Como memorial de su largo martirio ahí queda la famosa reja de palacio en la Plaza de la Hora, celda en la que pasó, prácticamente incomunicada del resto del mundo, los últimos diez años de su vida: desquiciada, deshecha y abatida por recuerdos amargos. En febrero de 1592 llegó con la muerte su liberación definitiva. cincuenta y dos años contaba por entonces. Me gusta imaginar la ceremonia del traslado de su cuerpo desde la capilla mortuoria del palacio hasta la iglesia, en la que sospecho que Pastrana entera se volcaría y tañerían a clamor todas las campanas de la villa.
No sé, Señora, si el tempo se encargará de sacar algún día la verdad de su sitio. A pesar de todo, dormir hasta el fin de los siglos en este sosegado rincón de la Alcarria, es un reconocimiento y un desagravio digno de agradecer, incluso desde más allá de la vida.
Aparece en mi cuaderno de apuntes un texto antiguo. Lo escribió a finales del siglo XVI un curioso personaje de nombre Juan Betanzos. Lo hizo después de pasar por Pastrana en un viaje ex profeso para recabar de la Princesa de Éboli algunos datos que pudieran servir de apoyo a la beatificación de la Madre Teresa de Jesús, ya en proceso. De él copio: «Vive muy encerrada, y aunque podía recibir visitas, nadie quería visitarla no se fuera a entender que ponía en tela de juicio la justicia de su católica majestad de tenerla así presa. Había de conformarse con el trato de criados, con los que jugaba a cartas, y la única ilusión que le quedaba era la de ganarlos en un juego que llaman quiñolas, que era del que más gustaba. Así que supo que le pedía hospitalidad un caballero que llegaba con carruaje con postillón, no dudó en concedérmela, y aunque bien le aclaré que no era caballero sino servidor, no por eso se mostró menos afanosa con mi persona. Enferma estaba, aunque no parecía que su mal fuera de muerte; cuidaba mantener el rostro apartado de la luz, sobre todo por la parte del ojo cubierto. En lo que se dejaba ver no le faltaban afeites ni adornos, y en todo iba trajeada como si fuera a ser recibida en la corte. El palacio, tan hermoso como debió de ser en tiempos del Príncipe, estaba arruinado y en las almenas graznaban los cuervos como sucede en los castillos abandonados de moros.»
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