sábado, 27 de diciembre de 2008

VIAJE FUGAZ AL VALLE DEL MESA


A la salida de Mochales, siguiendo en línea paralela y en la misma dirección que el río las aguas del Mesa, en un instante se llega hasta Villel, antiguo marquesado al que se accede valle abajo entre las huertas de forraje, árboles frutales, campos de hortaliza, y enormes roquedales a un lado y al otro del camino. Ya se alcanzan a ver los cuatro lienzos del castillo que un rayo dejó en pie sobre la peña en aquella tormenta fatal que hará casi medio siglo se produjo en plenas fiestas de San Bartolomé, y que aun en estado de ruina siguen siendo la enseña de Villel y el sello de su historia.
Villel de Mesa se presenta a primera vista como descolgado en la solana de un cerro mate que baja a refrescar sus pies en la corriente del río. La de hoy es una agradable mañana de sol. Los árboles de la plaza y muchos de los de la vega están comenzando a teñirse de verde a medida que la primavera va imponiendo su ley en los campos y en el ánimo de las personas después de un invierno excepcionalmente irregular.
Son las once de la mañana y los niños de las escuelas corren y gritan por el jardín entre los sauces y los arbustos, junto al arco romano, la fuente surtidor y el busto sobre columna de granito de don Pedro Gómez Fernández, el médico benefactor al que el pueblo le rinde perpetua memoria. El ayuntamiento y las escuelas ocupan el mismo corazón, pulcro y cuidadosamente restaurado, que sirve de frontal a la plaza.

Tres personas jóvenes, dos chicas y un varón, juegan con ellos y vigilan los movimientos de los niños en la plaza. Los tres son profesores que atienden a la no muy nutrida nómina de chiquillos. Ninguno de los tres jóvenes maestros son de allí, ni de algún lugar cercano. Las señoritas son de Checa, una de ellas, y de Miguelturra en Ciudad Real, la otra. El varón me ha dicho que es de Albacete.
- Supongo que el colegio será comarcal –les pregunto.
- Sí; pero los niños son todos de Villel; sólo hay dos de fuera, uno de Mochales y otro de Algar.
- ¿Os ha sido fácil acostumbraros a estar tan lejos de vuestra tierra?
- Sí; nos ha sido fácil. Aquí estamos bien.
- ¿Cuánto tiempo lleváis en este colegio?
- Muy poco. Sólo este curso. El compañero lleva menos de un mes.
Cuando se empieza a caminar pueblo arriba desde la plaza por la calle que dicen la Empedrada, resulta impresionante el tremendo bloque de roca sobre el que se sostiene lo poco que queda del castillo de los Funes. Para subir al barrio de arriba se puede hacer por cuatro calles diferentes: empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos, rincones evocadores de aquel otro Villel de hace muchos años, siglos quizás, cuando los modos de vivir eran distintos a como lo son hoy, y que nos recuerdan las retorcidas callejuelas de la ciudad de Cuenca por las que se sube hasta la catedral. También aquí, estas calles en cuesta nos llevan hasta la placita del Dr. Larrad y a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, que luce al mediodía su bella portada renacentista.
Por la placita ajardinada del Dr. Larrad, que es a la vez un interesante mirador sobre el pueblo y sobre el castillo, pasa en este momento la cartera repartiendo la correspondencia de casa en casa. La cartera de Villel es una mujer joven, dinámica, que no puede pararse en contemplaciones si quiere distribuir en el tiempo de que dispone todo el fardillo de papel que lleva en la valija. Sin detenerse un instante, me dice que hace el reparto diario en Labros, Amayas, Mochales, Villel y Algar.
Aunque tan sólo sea de manera testimonial, uno ha venido hasta Villel de Mesa con intención de visitar Algar aprovechando el viaje, siempre que el apretado horario que marca la distancia lo permita. Saliendo de la plaza, junto a las huertas, al pie del cerro de la Horca, se retoma la carretera que sólo hay que seguir en la misma dirección de las aguas del río para ponerse en Algar en un instante, el último pueblo de la provincia de Guadalajara de los tres que asientan en el valle, antes de que el río se meta en Aragón por Calmarza. El Mesa nace en las afueras del pueblo de Selas, brotando del suelo a borbotones, y en Anquela, al poco de nacer, gira en dirección hacia estos pagos al tiempo que va aumentando su caudal; desemboca en el Jalón, cerca de Ateca.

La carretera que nos lleva hasta Algar corre bajo las peñas por algunos tramos. A mitad de camino hay una especie de caserón al lado del río, solitario en pleno campo, que pienso puede tratarse de algún viejo molino movido por la corriente. Al pueblo ya lo tenemos ahí, extendido en vertiente a la solana como Villel, escalonado en la ladera. Desde su fundación, Algar de Mesa cuenta con el privilegio de poder dormir cada noche arrullado con el rumor de la chorrera que rompe el silencio del valle.
Debo reconocer que desde la primera vez que anduve por aquí, que conocí su singular urbanismo, el ambiente que lo rodea y la extraordinaria condición humana de sus gentes, siento cierta debilidad por este pueblo, puesto a manera de balcón sobre el barranco, como un juego de viviendas colocadas a todo lo largo del ancho anfiteatro natural sobre el que las fueron construyendo. La iglesia de Santo Domingo destaca sobre el resto de los otros edificios; una iglesia pequeña que data de 1574, y que es residencia compartida para la imagen de su Patrona, según la época del año, con la ermita de Nuestra Señora de los Albares, su titular, situada allá en las afueras.
Apenas entro en Algar sale al paso un hombre joven que me ha debido reconocer al bajar del coche. Se llama Pedro Pérez, y junto a él he compartido los pocos minutos de que dispongo en esta visita fugaz. Tenía ilusión por bajar hasta la chorrera, para escuchar el murmullo del agua a su caída y recordar en el mismo sitio donde lo conocí al abuelo Miguel, aquel anciano del pueblo, hábil pescador de truchas, que en la media mañana de aquel lejano día de verano, se empeñó en regalarme una manzana hermosa que era parte de su merienda.
- Pues todavía vive –me ha explicado Pedro. Tiene noventa y seis años y está en una residencia de Sigüenza. Ya no se puede valer por sí solo, y se le ha tenido que buscar esa solución.
El agua del río, las huertas, los puentes, con el pueblo arriba, es la estampa característica de este pueblo de no más de cincuenta personas, y que alguna vez comparé con algún anexo del Paraíso. Desde entonces se han realizado obras que nada rompen con su imagen de siempre, a lo que hay que unir el orden y la limpieza como complemento.
Para la fiesta de la Virgen de los Albares, la gente baila en la pequeña placita en la que han preparado un escenario de obra con cumplidos ventanales que miran hacia las huertas. Desde la barbacana de la iglesia echo el último vistazo sobre la vega: el cerro de la Horca, la Muela, la Cabezuela, los Huertos, la Chorrera del Tío Carlos…, y en la memoria, viva como si fuera de ayer, la imagen menuda del abuelo Miguel, el impenitente pescador de truchas, y la de aquella tierna escuadrilla de jovencitas quinceañeras que en tal ocasión me sirvieron de guías: Elena, Rocío, Albares, Mari Carmen…
(“Nueva Alcarria”, Noviembre 2007)

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