lunes, 15 de diciembre de 2008

LA CIUDAD ENCANTADA (y II)


(Continuación)

Ante el indescriptible espectáculo de aquellos roquedales manejados por la fantasía, noche de pesadilla para saberla domi­nar con la mente despejada y los ojos bien abiertos, se extasia­ron andarines de pro y buscadores de sorpresas, soñadores y ar­tistas: Baroja, Unamuno, Blasco Ibáñez, Noel, Eugenio D'Ors, Federico García Lorca, Martínez Kleiser, Manuel de Falla, Maurice Ravel, Debussy, Gus­tavo Doré, entre otros muchos, son nombres inscritos a perpetui­dad en los anales de este rincón sin igual de la serranía con­quense. No hay duda de que la temática general en los grabados de Gustavo Doré, especialmente sus fondos, cambió de manera sensible después de la visita que el artista hiciera a la Ciudad Encanta­da, mejorando en romanticismo y severidad.
El Elefante y La Tortuga, vienen a caer casi a la misma altura, uno a la izquierda y otro a la derecha, ya en el camino de vuelta. Este será el segundo elefante que aparece en el misterioso mundo de la Ciudad Encantada; el otro lo dejamos atrás, peleando en guerra sin cuartel con un enorme cocodrilo; una lucha eterna y encarnizada que ni siquiera el tiempo acabará con ella. Este otro elefante se ve de pie, con sus voluminosas orejas, colmillos y trompa tocando el suelo. Se apartó solitario del paso de los hombres, presintiendo tal vez su muerte no leja­na. La Tortuga enseña al visitante su monumental cabeza sacada del caparazón, pero esconde el resto de su cuerpo, que necesa­riamente se podrá ver subiéndose a unas peñas que hay junto al camino. Casi nadie lo hace. La gracia de aquella tremenda cabeza de piedra, símbolo de eternidades, es suficiente razón para que el viajero anote en su lista de impresiones el recuerdo de aquel descomunal quelonio.
Camino de tierra ya de regreso, arbustos y renuevo de pinar junto a otros talludos ejemplares adultos. Las piernas, seguro que a estas alturas han comenzado a pesar en el cuerpo del cami­nante. Los Osos, tres en total, distraen ahora la atención jugue­teando a la vera del camino. La Tortuga y los Osos viven su impa­sible vecindad en absoluto mutismo. Se ven, cara a cara, desde el principio del mundo, pero jamás se llegaron a juntar. Son vidas distintas, sin ningún punto en común. No es ese el caso de Los Amantes de Teruel, pareja de peñascos con forma de rostro humano, que esperan de por vida unirse en el ósculo definitivo que tan ansiosamente desean sus labios entreabiertos. Singular romance en piedra con el que la Ciudad Encantada, lo mismo que en las viejas películas de amor, concluye el itinerario previsto para enseñar a los turistas. Las dos horas de recorrido, más o menos, acaban con la misma mole señera que al entrar nos abrió las puertas: El Tormo Alto, lección magistral de escultura de vanguardia con la que puede darse por terminada -siempre hasta una ocasión próxima- la visita al más misterioso paraje de toda la Serranía de Cuenca.
A la salida, antes de decidir si acercarse o no por entre los pinos hasta el Mirador de Uña, se pueden adquirir en los puestecillos de recuerdos piedras curiosas recogidas en diferen­tes lugares de la comarca: fósiles del Cretáceo, rinchonellas del Jurásico, cristalitos de cuarzo, flechas de yeso laminadas en cristal, o hierbas secas de la sierra preparadas para infusiones, que llevan -se dice- al estómago de quienes las tomaren, el opor­tuno y justo complemento de cuanto en este lugar los ojos y la imaginación no fueron capaces de captar.
Puestos aquí, un kilómetro y medio a pie o en automóvil, se regala al visitante otra recomendable visión serrana, la del Mirador de Uña. Al borde del pinar y de las peñas queda al descubierto la pintoresca panorámica del pueblo de Uña contem­plado a distancia; con su inmediata laguna y los cortes violentos de la piedra sobre las cimas de los cerros que lo circundan, siempre como fondo del valle que se tiñe de un encanto muy parti­cular. Por encima de los cielos azules, luminosos y limpios, que por lo general suelen arropar a los paisajes pinariegos, merodean a menudo y pasan las horas muertas describiendo círculos concén­tricos, las parejas de buitres y de águilas que anidan en las risqueras más inaccesibles de la sierra.

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