Es sólo un decir lo del castillo de Motos. Consta que lo
hubo, sí, y allí queda junto al pueblo la plataforma a manera de mirador que lo
sostuvo, pero nadie lo recuerda. Es una historia horrenda la que se cuenta en
torno a ese tosco otero molinés que tengo delante de los ojos cuando acabo de
dejar atrás la villa de Alustante, una de las más importantes del Bajo Señorío,
a las puertas mismas de la Sierra del Tremedal que oscurece el horizonte a
nuestra mano derecha, allá lejos, donde apenas se distingue como una mota
blanca en medio de los montes, la ermita patronal de la Señora de estos campos,
la Virgen del Tremedal, que con tanto calor veneran en la cercana villa de
Orihuela, ya en tierras de Teruel.
Sería preciso medir a metros la distancia para dar por
seguro que éste, el de Motos, es el pueblo más alejado de la capital de
provincia. Pudiera ser. El cuentakilómetros del coche ha superado, por muy
pocos, por seis quiero recordar, la cifra de los doscientos, que ya es una
distancia, desde que salí de casa poco después de aparecido el sol por los
campos de la Alcarria. Han transcurrido casi tres horas y me encuentro a los
pies del cerro de Motos. Una antena, un edificio ínfimo que bien pudiera ser el
depósito de aguas, y el tejado de una ermita, apenas se distinguen sobre el
cerro desde abajo. Uno se acerca hasta él afectado en el ánimo -no sé si es ése
el justo decir de lo que uno siente- por el recuerdo histórico de aquel malvado
personaje que anduvo por aquí durante el último cuarto, más o menos, del siglo
XV, y del que todavía se advierte en el paisaje el soplo nefasto de su memoria.
Un pairón pintado de blanco advierte al entrar que
estamos en tierras de Molina. Poco más adelante otro segundo pairón, se alza a
la vera del camino, frente por frente de la lagunilla y de la fuente vieja. Es
un pairón extraño que se sale de los cánones que, aun dentro de su variedad,
rigen esta clase de monumentos tan propios de la tierra en que nos encontramos.
Tiene un primera hornacina con cristal y objetos de adorno en su interior, bajo
un nombre de barón escrito al fondo: J. Antonio López Martínez. En la hornacina
de más arriba, también protegida con cristal, quiere distinguirse, malamente,
una pequeña imagen de San José con el Niño en los brazos. Si no es reciente
este pairón, si que tiene todo el aspecto de serlo.
Enseguida se llega a la plaza. Hay una fuente en mitad
con el correspondiente pilón delante de ella. La fuente de la plaza se
construyó en 1940. Y a un lado y al otro las calles más destacadas del pueblo,
entre las que se distinguen viviendas viejas y nuevas a la par, portadas en
arco con la huella de los siglos sobre su piedra de cantería, almacenes y
apriscos de ganado en las afueras donde se siente faenar a los agricultores, y
sobre todo ello el recio corpachón de la iglesia parroquial de San Pedro
Apóstol, con doble arco de entrada, y la augusta portona de artística
clavetería presidiendo el atrio; un atrio que, curiosamente, queda por debajo
del nivel general del suelo y al que se llega por unas escaleras de piedra
después de cada arco. El campanario, lo mismo que la iglesia en su interior,
tiene una solemnidad destacable, que nos invita a pensar en lo que el pueblo
fue por aquellos siglos memorables para las tierras del Señorío, que más o
menos vienen a coincidir con las centurias diecisiete y dieciocho, como bien
dejan claro las iglesias, las casonas y los palacetes que todavía podemos
admirar, maltrechos tantos de ellos, en una buena parte de los pueblos del
entorno.
Buscando el lugar preciso sobre el que se alzó en su día
el mítico castillo del Caballero de Motos, uno escala, ladera arriba desde la
barbacana de la iglesia, el cerro que el pueblo tiene a las puestas del sol. La
visión es magnífica desde aquella atalaya. Kilómetros de campo a la redonda:
tierras de labor, vegas fértiles, parameras inhóspitas, serrezuelas de pinar en
la distancia, son todo un regalo para los ojos. A mediodía asoma la extensa
pinada del Tremedal, en una panorámica más completa de lo que habíamos visto desde
abajo; las vegas fecundas del Rubial y de Santa María, los llanos de mies de
los que vivió el pueblo, más al norte. Y al pie el pueblo de Motos en imagen
total, con sus tres o cuatro barrios puestos al descubierto, sus plazuelas
chiquitas y sus calles cortas. Sube hasta nosotros el ruido de los tractores
que bregan en la besana, el cantar de los gallos, el ladrido de los perros, las
esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en la explanada..., y en la
imaginación del viajero, un esfuerzo más para reconstruir sobre el altillo en
donde clavó sus cimientos, la fortaleza que hace más de quinientos años se
debió levantar sobre el mismo pedestal de roca y tierra que ahora nos sostiene,
olimpo de paz sobre sierras y páramos con el pueblecito de Motos a la caída,
modelo de orden y de sosiego.
Aquí tuvo su cuartel general, pernicioso centro de
operaciones sobre toda la comarca, el mal llamado Caballero de Motos, don
Beltrán de Oreja de nombre, natural de Hita. Las cónicas dicen de él que,
ajustado como oficial por el Común de Molina, el "ilustre caballero"
se dedicó al pillaje abiertamente, levantó su propio castillo y montó su
personal ejército con todos los desalmados y maleantes que pudo reclutar.
Sembró el pánico más atroz por toda la comarca imponiendo su ley, hasta que
logró con malas artes enriquecerse a costa de los honrados moradores de aquella
sierra, a los que solía intimidar y maltratar si llegaba el caso, hasta hacerse
dueño de sus posesiones o del producto de sus campos. Muchas de las casas
fuertes de aquellos pueblos, dicen que se construyeron para protegerse de la
garra impía del "Caballero", quien, con el apelativo de Alvaro de
Hita, impuesto por él mismo para burlar la ley, pasó a la historia, luego a la
leyenda y después al olvido. El castillo, para que de tan "admirable
huésped" no quedase ni señal, fue mandado destruir años más tarde por los
Reyes Católicos.
Situada en lo más alto del cerro recibe ahora todos los
vientos del páramo la ermita de San Fabián y San Sebastián, tal reza escrito en
un azulejo sobre la puerta nueva de la ermita. A la caída, el cementerio de
Motos, ligeramente en la ladera, tapiado de piedras, donde las cruces blancas
en hileras superpuestas aguardan, silenciosas y pacientes, el toque de clarín
al final de los tiempos. Se asegura el augusto camposanto con una artística
puerta de hierro forjado bajo arco de piedra; otro más de los recuerdos de
Motos que se me quedaron para siempre prendidos en las celdillas de la memoria.
(Las fotografías nos ofrecen: Vista parcial del pueblecito Motos desde el Cerro del Castillo, y artística verja de hierro forjado en la puerta del cementerio)
1 comentario:
Gracias por esos detalles.
Mi abuelo Primitivo Bernal Martin fue en1913 nombrado maestro interino en Motos.Tenia 16 años
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