No es la Alcarria,
como sabemos muy bien los que vivimos aquí, la comarca de la provincia que
acapara todas las bendiciones, y abominaciones cuando las hay, de las tierras
de Guadalajara; no. La Alcarria es una cosa y Guadalajara es otra; conviene no
confundirse, y mucho menos confundir a los demás. Para quienes apenas nos
conocen de oídas, o han cruzado alguna vez nuestros campos a vuelo de
ventanilla de autobús o como viajeros en el ferrocarril, no debe extrañarnos
que sea a sí; pero quede claro, tanto para los extraños como para los propios,
que a Guadalajara como provincia la integran otras tres comarcas geográficas
que nada, o casi nada, tienen que ver con la Alcarria; comarcas bien definidas
y con una personalidad tanto o más arraigada que la propia Alcarria, aunque
quizás con menos predicamento de cara al exterior, circunstancia que ahí está,
y ante la que cualquier guadalajareño: campiñés, serrano o molinés, deberá
atenerse y encajar de buen grado cuando al medirle fuera de casa con el mismo
patrón que a todos se nos mide, alguien opte por considerarle alcarreño.
Pues bien, algo tendrá
el agua cuando la bendicen. Algo tendrá la Alcarria para merecer, de mentes
poco cultivadas, una identificación sui generis con las tierras en su
conjunto de una provincia determinada a la que solamente ocupa en una porción
concreta, a la vez que se extiende de manera considerable por algunas otras más
de las que así mismo toma parte y cuyos pobladores se consideran, con el mismo
derecho, alcarreños a mucha honra. La provincia de Madrid tiene su trocito de
tierras alcarreñas, y la de Cuenca una cuarta pare de su superficie total. La
Cuenca de Priego, de Huete, de Villar del Infantado, de Castillo de Alvaráñez o
de Villarejo del Espartal, contienen tanto sabor a Alcarria como las vegas del
Tajuña o las ásperas llanuras de Cifuentes. Uno piensa al respecto, vista la
realidad sobre el propio terreno, que la Alcarria viene a ser el sello común,
inamovible, que asegura la verdad geográfica, e histórica en buena parte, de
una comarca sonora y universal, que acoge sin distinción sendos pedazos de dos
provincias siamesas, aunque el renombre como tal de puertas para afuera haya
venido a hundir el platillo de la balanza sobre esta porción nuestra, sobre la
Alcarria de más acá de los valles del Tajo y del Guadiela, en lo que -una vez
apuntadas las correspondientes salvedades- todos parecemos estar de acuerdo. La
ciudad de Guadalajara queda incluida dentro del tapete alcarreño, lo que para
nuestro uso viene a ser como un dato definitivo que justifique esa distinción.
Campos ariscos y de
ruda estampa; tierra de contrastes climatológicos y de complicadas formas en su
peculiar orografía: desierto, páramo, vallejo, laderas infecundas, aliagares y
tomilleras, la Alcarria gozó sin razón de tiempo ni de historia, del singular
privilegio de atraer hacia su osca piel a lo más representativo de las
alcurnias españolas de todos los tiempos. La ciudad romana de Ercávica en la
Alcarria de Cuenca, cuyas ruinas quedan al descubierto a cuatro pasos del
último remanso de las aguas del pantano; y la de Recópolis, fundada por
Leovigildo en honor de su hijo Recaredo, a la vera del Tajo junto a Zorita,
avalan suficientemente lo que acabo de decir. Tierra ésta que fue escenario a
lo largo de los siglos de acontecimientos guerreros que marcaron los caminos
del futuro en todo nuestro país, y que ahí están reflejados en los libros de la
Historia, o cuando no en olvidados monumentos recordatorios ornando su propio
paisaje.
Con sólo echar un
ligero vistazo a los antiguos legajos de la Alcarria, y con ello quiero
referirme a los que guardan entre dunas de polvo las historias particulares de
sus villas más destacadas: Priego, Huete, Brihuega, Pastrana, Cifuentes,
Zorita..., sería material más que suficiente para confeccionar sin esfuerzo
apenas toda una nómina de personajes distinguidos que, por una u otra razón
prefirieron la adusta Alcarria sobre cualquier otro lugar de la España de su
tiempo, como asiento para sus horas de solaz al amparo de su apacible
naturaleza. Y ahí tendríamos que colocar en sitiales preferentes a dos de los
Alfonsos de la Castilla medieval: el Octavo, fundador de monasterios, como el
de Ovila, y el Décimo, amante de doña Mayor, señora de Cifuentes; al moro
Almamún; al influyente Arzobispo toledano Ximénez de Rada, a muchos y distintos
miembros de la familia Mendoza en sus diversas ramas, con la extraña flor de la
Princesa de Éboli, que en la Alcarria nació, y murió dejando a la posteridad un
reguero ingente de opiniones encontradas acerca de su carácter y de su
comportamiento; a Teresa de Ávila, la reformadora de la Orden Carmelita; a los
reyes Borbones Felipe V, Carlos III y Fernando VII; a El Empecinado que, en
varios momentos de su ofensiva contra el invasor francés, montó en la Alcarria
su cuartel general; al autor neoclásico Leandro Fernández de Moratín, de
ascendencia pastranera; al poeta León Felipe, que se estrenó como boticario y
escribió sus primeros versos en Almonacid; al último Nóbel español, Camilo José
Cela, que fue su más eficiente propagandista..., entre otros muchos, sin entrar
en el mundo de los vivos, que ahí están, y cuya relación acabaría por desbordar
lo que en este escueto trabajo se pretende.
Y siguiendo con esa
infinidad de motivos capaces de sacar a esta tierra de su secular anonimato, se
me ocurre pensar cómo, en una de las roídas ladera de matorral que tapizan los
oteros de la Alcarria, ruinoso e irrecuperable, fuera de la vista del viajero
desde que trazaron la nueva carretera, queda algo más allá de Tendilla el
venerable monasterio de la Salceda, donde rezó e hizo milagros San Diego de
Alcalá, y abandonó un buen día camino de la Corte para ser confesor de la reina
Isabel la Católica, y regente después de las Españas, fray Francisco Jiménez de
Cisneros.
Los altos de Brihuega
y de Villaviciosa fueron testigos en el año 1710 -cuando España se encontraba
huérfana de rey al haber muerto sin descendencia el último de los Austrias- de
una batalla decisiva que trajo como consecuencia el trasplante al trono de una
nueva familia real, la de los Borbones, originaria de la Francia de Luis XIV.
Pues bien, así consta en los anales de nuestra historia nacional, y así se
recuerda en un solitario monolito que alguien tuvo a bien plantar al borde de
la carretera por donde ocurrieron los hechos, sin que parezca ser que el mundo
de hoy, resultado al fin de aquella definitiva disputa por la sucesión, le haga
demasiado caso.
Mas no es todo por
cuanto a escenario bélico como función han tenido aquellas tierras, pues más
próximo a nosotros murieron por aquellos campos miles de soldados durante la
Guerra Civil, y para ello copio y concluyo con aquella frase tajante, sacada
con pinzas de las Crónicas de guerra de Hemingway, cuando en el año 1937
anduvo por aquí como corresponsal en pleno conflicto. El autor, refiriéndose a
la llamada Batalla de Guadalajara, y más concretamente a los enfrentamientos de
tropas que él sitúa en las inmediaciones del Palacio de Ibarra, publicó en el
diario estadounidense The New Republic un completo artículo acerca de
los hechos y del que me limito a entresacar sólo lo siguiente: “Sin reservas
afirmo que Brihuega tendrá un lugar entre las batalla decisivas de la historia
militar del mundo.”
(En las fotografías: Un aspecto típico del campo alcarreño; un detalle de las ruinas romanas de Ercávica; y ábside de la iglesia de Santa María en la villa de Brihuega.)
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