No hace todavía demasiado tiempo que anduve por
Uclés. Al atravesar las tierras de Cuenca por aquellos rápidos llanos de la
autovía, la silueta estilizada del elegante monasterio invita a llegarse hasta
sus muros. No sabría decir si la última vez en que lo hice, fue la tercera o la
cuarta que he subido al leve altiplano que sirve de peana al severo edificio.
En esta ocasión no he necesitado guía. Uclés se hizo para ser visto, pero más
todavía para sentirlo una vez que se conocen medianamente las principales
vicisitudes del monasterio y de su entorno a lo largo de la Historia. Piedra
callada a las puestas del sol, en unas horas en las que el arte acrecienta su
dulzura, en un instante en el que el pasado vuelve a la vida con toda su balumba
de impresiones, de nostalgias, de recuerdos.
El elegante cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel
que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de
espera hacia la eternidad al más profundo de nuestros poetas del Renacimiento,
Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y se
durmió la Historia. Uclés, cabecera de la Orden de Santiago y sede de sus
comendadores y maestres durante décadas y siglos, se tuesta bajo el clemente sol
de la primera Mancha a una hora escasa de automóvil desde el centro de Madrid.
No es el de Uclés, por mucho que los conquenses nos
empeñemos en catalogarlo para nuestro uso como "El Escorial de la
Mancha", uno de esos monasterios castellanos de raigambre, por lo menos
como pieza destacada dentro del catálogo de los monumentos españoles en el
mundo de la popularidad. Y no será ello porque le reste interés la calma de los
campos de trigal que entornan su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz
asida con fuerza en el meollo de los grandes acontecimientos de la Historia de
España; ni porque al monumento como tal, le falten motivos para agradar por sí
mismo, o por el mérito de tantos enseres y ornamentos de singular factura que
acoge en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El monasterio de Uclés,
amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de sus piedras al caer de
la tarde como enseña y memorial de un pasado sangrante, luctuoso, violento,
que malamente consiguen disimular las bellas formas arquitectónicas del XVI y
de siglos posteriores, que hacen de él una de las más sonoras maravillas de
esta región, de la que somos y vivimos. Hay constancia muy precisa de que “El 7
de mayo de 1529, reinando en España el emperador Carlos I, se asentó la primera
piedra del edificio, según quedó inscrito en uno de los contrafuertes del
ábside y de la fachada más antigua, obra de Gaspar de la Vega. Las restantes
fachadas y el patio fueron diseñadas por el arquitecto conquense Francisco de
Mora, discípulo de Herrera, con trazado similar al del monasterio de El
Escorial”
En el siglo XVI se comenzó a construir el monasterio
sobre las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera
testigo de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del
año 1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto
del rey Alfonso VI y de la princesa Zaida, en la que murieron además siete
condes castellanos, y que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma
razón de los "Siete Puercos", nombre que los comendadores
santiaguistas tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes",
con el que habría de atravesar los umbrales de la Historia.
Las formas recargadas que adornan con suntuosidad la
portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz
de alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra
del siglo XVII, todo se ajusta en torno al soberbio brocal de un pozo
principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que
cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por
encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de
los que se tiene memoria.
Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más
original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube
desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas
del Seminario Menor y algunas dependencias administrativas del mismo. La
escalera es todo un acontecimiento que bien merece ocupar un sitio de honor en
los anales de la arquitectura clásica, destacando los arcos laterales y la
bifurcación tan peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
El refectorio se ha empleado desde siempre para comedor
los seminaristas durante el curso escolar. Se cubre con uno de los más bellos
artesonados del siglo XVI que se conocen en España. Entornando el magnífico
juego de arabescos, aparecen a modo de cenefa lateral una serie de medallones
con magníficos relieves en madera noble; son treinta y seis, y en ellos se
adivinan los bustos de otros tantos maestres y priores santiaguistas entre los
que se cuentan el Emperador Carlos I y el Condestable de Castilla don Alvaro de
Luna, aquel que en vida se burló de la muerte, aparece aquí solo en su osamenta
revestido con manto y corona propia de su condición.
La iglesia -ignoro si acabada de restaurar- es la pieza
más noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense algo echado al olvido,
Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su
maestro durante las obras del real monasterio de El Escorial. Mide la iglesia,
así consta, doscientos veintinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha.
La cúpula que se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de
Antonio de Segura, de la que sale al exterior un orondo chapitel con vistoso
bolón de cobre. Por debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen
enterrados los restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo
Jorge, el autor de las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto donde
reposan sus huesos, lo que rodea su delicada personalidad de un mayor misterio.
En una celda próxima al panteón de personalidades, ya casi en la sórdida cripta
de los enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden,
estuvo preso durante medio año el más inspirado y ocurrente de los escritores
barrocos de nuestra Literatura, don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio
allí durante larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer
de una manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don
Francisco de Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la
primera mitad del año 1621.
De los tormentos y horrores sufridos por el pueblo de
Uclés durante la Guerra de la Independencia -complemento inseparable de la
historia del monasterio-, se podrá hablar llegado el momento en una segunda
entrega.
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