Faltan unos días tan sólo para que se consume el plenilunio de abril y toda Cuenca brille como un girón de plata encendido en la noche del Jueves Santo. La interminable hilera de capuces y tulipas aboca, después de ocho horas de andar por la ciudad vieja, en la iglesia de la Luz desde donde partió cuando apuntaba la tarde. El sonido estruendoso de los tambores viene y va de un cerro al otro de los que rodean a Cuenca, multiplicando por cien a cada golpe el impacto marcial de los redobles que preceden a cada uno de los misterios de la Pasión que procesionan a hombros de la comitiva.
El alma nazarena de la ciudad se mantiene despierta, se ha encendido entre las sombras que se estiran al pie de las viejas casonas verticales, descascarilladas, que hace siglos crecieron en la margen del río. El Júcar baja manso, como un espejo por entre los troncos todavía desnudos de los álamos. En el fondo de las aguas se retrata entre sombras el torreón erguido de la antigua alcazaba; se baña la luna desviando su reflejo, piadoso y tibio, hacia la imagen doliente del Ecce Homo de San Andrés, que sólo es busto y lleva los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos clavados en la oscuridad de la noche, a su paso por los barandales de hierro del puente de San Antón.
Han sonado desde Mangana las campanadas de las doce sobre la ciudad penitente. Todavía faltan por llegar dos hermandades, las más concurridas de la procesión vespertina del Jueves Santo: las de Nuestro Padre Jesús y la de Nuestra Señora de la Soledad del Puente. Al sonar de las horquillas de los nazarenos sobre el duro suelo, toda Cuenca se hace silencio.
Desde el confín de Carretería llegan hasta el oído atónito del espectador los compases del San Juan del maestro Cabañas, marcha procesional por excelencia de la Semana Santa de Cuenca, que con el Miserere de Pradas, que mañana gemirá ante el Cristo muerto, conforman la expresión musical más auténtica del sentir de los conquenses en su Semana Santa.
Cuenca, la ciudad entera, almas y paisajes, agua y piedra, se transfigura en profundas resonancias bíblicas a esas horas cruciales que separan la noche del jueves de la madrugada del Viernes Santo. El latir arrítmico de su corazón de ciudad vieja se paraliza al paso de El Jesús. Se llama El Jesús, a la imagen macerada y grave de Nuestro Padre Jesús del Puente, obra magnífica del escultor José Capuz, que paseo por primera vez la ruta procesional de las calles de Cuenca en la tarde del Jueves Santo de 1941, y desde entonces se ha hecho acreedor de una riada de devociones, de una riqueza infinita de fervor popular que se manifiesta callada, pero expectante, cada año en esta misma fecha.
Desde el confín de Carretería llegan hasta el oído atónito del espectador los compases del San Juan del maestro Cabañas, marcha procesional por excelencia de la Semana Santa de Cuenca, que con el Miserere de Pradas, que mañana gemirá ante el Cristo muerto, conforman la expresión musical más auténtica del sentir de los conquenses en su Semana Santa.
Cuenca, la ciudad entera, almas y paisajes, agua y piedra, se transfigura en profundas resonancias bíblicas a esas horas cruciales que separan la noche del jueves de la madrugada del Viernes Santo. El latir arrítmico de su corazón de ciudad vieja se paraliza al paso de El Jesús. Se llama El Jesús, a la imagen macerada y grave de Nuestro Padre Jesús del Puente, obra magnífica del escultor José Capuz, que paseo por primera vez la ruta procesional de las calles de Cuenca en la tarde del Jueves Santo de 1941, y desde entonces se ha hecho acreedor de una riada de devociones, de una riqueza infinita de fervor popular que se manifiesta callada, pero expectante, cada año en esta misma fecha.
La luz tibia de la luna del Jueves Santo, que juega a esconderse entre las nubes y a volver a salir sobre la ciudad y sobre los campos, convierte a Cuenca en un nuevo Getsemaní, tan frío que hiela hasta el último rincón de los pliegues del alma, como aquel que nos refiere la Escritura Santa en el que, en noche como hoy, Cristo sudó sangre.
Henos ahora ante la talla bajo lujoso palio de la Virgen de la Soledad. Todo el manto es una estela de dorados sobre el terciopelo que manos hábiles bordaron convirtiéndolo en una verdadera joya. La procesión está a punto de concluir. La bella imagen es obra del escultor conquense Luís Marco Pérez, el de los bellos rostros. Se estrenó en 1942 para una hermandad fundada en las postrimerías del siglo XVIII. La filigrana de plata repujada que reviste en derredor las andas de la Virgen, arroja destellos sobre la negra caperuza de los penitentes que la alzan sobre sus hombros. Tal vez sea ésta la imagen más elegante y más ostentosa de todas las que salen de las iglesias durante su Semana Mayor a recorrer las calles de Cuenca. Con un crujido de madera seca y un golpe brusco, las puertas del templo se han cerrado al fin. El dolor y el silencio han quedado dentro.
Sobre el cerro de la Majestad que corona el horizonte, al otro lado de la ermita patronal donde se dejaron los pasos, una luminaria escapada de las tinieblas, alumbra las cruces desnudas de un Calvario cargado de misterio, un Calvario que es poesía en sangre viva y que es fervor en la noche de Cuenca, estrella de pasión que se adormece y que volverá a despertar cuando canten los primeros gallos de la Serranía, muy de madrugada, al son de los tambores destemplados y al grito rasgado de los clarines con el Jesús de las Seis.
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