La media tarde pasa sobre Cuenca
como una inmensa esponja de cristal que se va prendiendo en los farallones de
las hoces y en las cumbres de los cerros que cercan la ciudad. Hoy es Jueves
Santo.
A
fe que me gustaría conocer si Alfonso VIII de Castilla, el reconquistador de
Cuenca, llegó a vivir la experiencia de estas tardes de abril, calmosas y
encendidas a un tiempo de las sobremesas conquenses, con el espectáculo
provocador de la ciudad vieja como telón de fondo. Pienso que no. De haberla
vivido estoy seguro de que hubiese hecho de ella su feudo, o cuando menos se
hubiese dignado visitarla con una frecuencia mayor después de su reconquista.
Tengo la impresión -y si no es así, que La vieja Cuenca acaba de vivir el instante justo en el que el minarete de Mangana deja caer sobre los tejados ocres del Seminario que brillan con el sol, sobre el afilado chapitel de la torre del Salvador, sobre el espejo verde de las aguas del Júcar, sobre las sombras de los hocinos y de las choperas en sabia, sobre la espadaña del Hospital y sobre las almas de los conquenses, los cuatro impactos inapelables del bronce de las horas. De un momento a otro se tirarán al vuelo, a la vera del río, las campanas de la iglesia patronal de
Las calles se han convertido en un decir amén en un reguero infinito de encapuchados. Un grupo de nazarenos arrastran los bordes del sayal de su túnicas por el pasadizo de las Casas Colgadas; otros ensayan, en un destartalado caserón de la calle del Agua, los acordes a cuatro voces del célebre Miserere de Pradas -divino canto de penitencia tan conquense como las Hoces, como la propia torre de Mangana o como el Recreo Peral- que habrán de rizar, mañana mismo, al paso del Cristo muerto cuando haya cerrado la noche. Bajo los clementes soles del Jueves Santo, la ciudad hace lo posible por mantener el fervor, que desde antiguo distinguió a su Semana Mayor.
Cuenca entera, toda Cuenca, la de
La única procesión que Cuenca saca a la calle en la tarde del Jueves Santo, se está comenzando a organizar sobre el puente de San Antón y sobre las primeras costanillas que apuntan hacia
La brisa fría de la tarde se acabará apagando al paso de las cofradías por las calles más céntricas de la capital. Son las once de la noche. El corazón de los conquenses se dulcifica con la sola contemplación de los pasos por Carretería. La noche termina por cerrar sobre el más profundo de los misterios que tiene Cuenca. Por encima del caserío adormilado de los barrios altos, de las rocas, y de las calles que todavía sienten lejanos los últimos redobles de los tambores: la luna, que acaba de llenar, cubre a la ciudad con un manto sutil de plata envejecida, asomándose al mundo por encima del Cerro del Socorro.
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