martes, 3 de noviembre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA (y III)


OLIVARES DE JUCAR: LA NUEVA AVE FENIX EN LAS TIERRAS CON­QUENSES

Emprendemos el viaje de regreso por la carretera de Alcá­zar. La llanura manchega comienza a perder suavidad a medida que avanzamos entre las rastrojeras y los girasoles, entre los olivos y las carrascas del camino. Al otro lado de una vega que los hábiles hortelanos suelen regar con agua extraída del subsuelo, surge al volver de una curva el pueblo de Olivares, encaramado a lo largo de una loma que limita la grandiosa fábrica diecio­chesca de su iglesia parroquial. Media docena de vericuetos, que suben salvando las difíciles formas del terreno, nos dejarán por fin en la plaza de la gasolinera. Esta es su calle principal que coince­de con la antigua carretera de Cuenca. Unos ancianos charlan sentados a la sombra de la acera y en los bancos del jardinillo. Cruza el pueblo a todo correr una ambulancia sonando estrepitosa la sirena camino de la capital. En las calles silencio, mucho silencio, a estas horas trágicas, soñolientas, que hay entre el sol y la tarde.

Olivares de Júcar fue, antes de las aguas del pantano, uno de los pueblos más prósperos de la provincia. Obligado por las circunstancias, Olivares se despobló mucho antes de que lo hicieran tantos y tantos lugares más de la Castilla rural y viajera empujada por vientos modernistas. Los viejos lo cuentan en tono de añoranza, de resignación mal contenida, con la mente, con el corazón y con los ojos puestos en otro tiempo que, para mal suyo, no volverá nunca.
‑ La ribera fue todo. Cuando nos quitaron la ribera mataron el pueblo. ¡Qué tablares de habichuelas! ¡Y de patatas! ¡Cuánta fruta se perdió debajo del agua! Aquello fue una pena, una pena muy grande. La gente se tuvo que ir a buscar el pan donde pudo.
Pero la actual realidad del pueblo es bien distinta. Olivares sufrió en sus carnes como pocos el golpe fatal del despoblamiento a partir de 1950, en que el embalse de Alarcón comenzó a sepultar por vez primera su más importante medio de vida. De los 1.900 habitantes de hecho que tuvo por aquellas fechas, ha descendido a sólo 850 que lo pueblan hoy, dedicados en su mayoría al cultivo del campo que, alternando la especie, siembran de cereales y de girasol en su totalidad cada año. Existen en el pueblo ciento cinco tractores, lo que supone en el cómputo general, uno por cada ocho personas, y quince máquinas cosechadoras encargadas de pulir en dos semanas, una en julio y otra en septiembre, los cuarenta y nueve kilómetros cuadrados del término municipal, no todos, naturalmente, aptos para la explota­ción agrícola.
‑ Mire, mire. La cosa es que ahora se le vuelven a sacar buenos cuartos a la ribera. Como el pantano está vacío, se han hecho grupos de vecinos y lo siembran de pipas, y sin abono ni trabajo casi, este año nadie sabe lo que se va a subir de allí. Claro, que son de todo el pueblo y tampoco pueden tocar a mucho; pero la tierra esa donde estuvo el agua tanto tiempo es buenísi­ma.

Olivares de Júcar se dejó escapar tradiciones tan estima­bles como "los mayos", que aquí se cantaron siempre acompañados de acordeón y de almirez, y "la ranra". La ranra era una herman­dad simpática y pintoresca de hombres del pueblo que actuaba exclusiva­mente durante la víspera y los dos primeros días de la fiesta patronal del Santo Niño. Los componentes de la ranra solían vestir con sombrero negro y una flor mientras recorrían las calles del pueblo al son de la pita y del tamboril. Iban armados de trabucos que cargaban por la boca y disparaban en de‑ terminados momentos de la procesión al grito de ¡Viva el dulcísi­mo nombre de Jesús!, mientras que uno de ellos hacía malabarismos corriendo la pesada bandera con un solo brazo. Todo se fue y es de esperar que no para siempre, pues ésta, como muchas más costumbres ancestrales que son parte fundamental de la identidad de un pueblo, podrían volver a enraizar con un mínimo solamente de buena voluntad y de amor al pasado.
‑ Pero no quieren. A los de ahora no los sacas del bar. Menos mal a que el boleo está empezando a funcionar otra vez. Aquí se ha boleado mucho, mucho. Yo creo que el día que falten los cuartos, no van a tener más remedio que volver a lo de antes. Eso de ser todo el mundo millonario no es marcha.
El Tío Saturnino se quedó apurando el tema con otros ancianos a la puerta del bar. Por las calles en sombra las mujeres hacen costura en pequeños corrillos de vecindad y hablan conversaciones ininteligibles, sin mirarse unas a otras. En una de estas calles recónditas está la panadería de los hermanos Augusto y Arturo Domínguez, en donde se hacen, en plan industrial de pequeña empresa, los populares "rolletes", viejo bocado de las navidades olivareñas. Los rolletes fueron en su tiempo parte obligada de la repostería de invierno, de carácter exclusivamen­te local, una golosina casera, saludable, quizás un poco empalagosa a la hora del consumo, que hizo preciso para suplir la tal deficiencia alguna copita de anís en las mañanas anteriores y en las posteriores a la Nochebuena. Ahora, los "rolletes" se hacen durante todo el año y se consumen, por sistema, lejos de su lugar de origen. Así lo contaba Augusto saboreando una de aquellas riquísimas rosquillas que sacó de una de las cajas sobrantes del precintado.
‑ Se llevan muchos los de aquí, sobre todo los que vienen de fuera; pero donde más se llevan es a las tiendas para venderlos, de los pueblos limítrofes y de Madrid.
‑ ¿Tenéis idea de lo que se vende cada año?
‑ Es difícil, pero de doce mil kilos seguro que no baja. Los envasamos en cajas de dos kilos. Lo bueno que tienen es que no se echan a perder, se conservan todo el año como si tal cosa.
‑ ¿Y la gente del pueblo sigue todavía haciéndolos?
‑ Casi no. Las mujeres de aquí saben hacerlos, pero los compran hechos. Para Nochebuena siempre hay dos o tres que vienen y se hacen su cesta, igual que antes, aunque la mayoría prefieren llevarse una caja y cuando se les termina vienen a por otra ¡Ea!.

Desde el horno se llega muy pronto hasta el atrio de la iglesia. Por el pretil se contempla al atardecer uno de los espectáculos a campo abierto más serenos que recuerdo. Dejando a un lado la Vega, que baja desde el poniente siguiendo el cauce de la rambla, el sol alumbra con nítida transparencia, tiñendo de gualda y de violeta la llanura inmensa de campos de cultivo que acabará escapándose de la vista allá, muy lejos, al otro lado del panta­no, en los montes de encinas que ocultan, tras la sombra gris señalada con una recta geométrica­mente perfecta de varios kilóme­tros de extensión, la antigua carretera general y el puente sobre el Júcar que, a pesar de los años bajo la superficie de las aguas, sigue sirviendo el paso a los que van y a los que vienen desde la una a la otra parte del río.
Tenemos a la espalda la portada neoclásica de la iglesia. El templo parroquial de Olivares nos habla de una población numerosa en tiempos que nadie recuerda. Es una iglesia sin historia, sencillamente hermosa, sin más que resaltar que sus tres naves ‑una dividida en capillas‑ y el grandioso retablo mayor que conserva impecable su dorado del XVIII y preside la imagen de Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia. En otro retablo menor, muy reciente, al fondo de la primera nave, está la imagen menuda del Santo Niño, quien con su estandarte albo en la mano derecha vela las horas y los días de este simpá­tico pueblo conquense cuyo patronazgo ostenta desde tiempo inmemorial.
Con la caída de la tarde el pueblo comienza a vestirse de fiesta. Las cuadrillas de mozalbetes y de jovencitas quinceañeras se bajan a pasear por las curvas en sombra de la carretera. Muy cerca del cruce de caminos que parten desde Olivares para Madrid y para Cuenca por La Parrilla, las muchachas trabajan en un pequeño taller de tejido, manejando con increíble habilidad los hilos del telar, los nudos de color, la urdimbre y las tijeras en una alfombra palaciega que acabara, si no hay quien dé más, en los salones de cualquier potentado de la Wall Street o en la modesta residencia de alguno ‑vaya usted a saber‑ de los sacrifi­cados padres de la Patria.
‑ Trabajamos para una casa que no nos paga casi nada, pero las chicas, antes que marcharse a servir, prefieren quedarse en el pueblo haciendo esto. No merece la pena.
En las eras, los montones de trigo empiezan a confundirse entre los olmos oscuros y las luces mortecinas de la tarde. El sol alumbra enrojecido, como un disco enorme colocado sobre los llanos de la Lastra. Las piedras del campana­rio y el Cerro de los Muertos reciben los últimos rayos color naranja, y el pueblo se pierde por fin en la penumbra, salpicado de lámparas en las esquinas, de cara a la noche.
(FINAL)

No hay comentarios: