Manuel Amores Torrijos es un maestro de Cuenca, nacido en Torrubia del Campo, que cuenta con el impagable mérito de haber descubierto la partida de bautismo del pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, al que hasta ese momento se había considerado como conquense, pero sin que se conociera con certeza el lugar exacto de su nacimiento.
Rastreando por sacristías de iglesias y de conventos, obtuvo por fin el merecido fruto a su insistente trabajo de investigación; y así sabemos que -según consta en un documento encontrado por él en los archivos de la iglesia de San Pedro, casco antiguo de la ciudad en el barrio alto- nuestro pintor, hijo de Hernando y Lucía, nació en Cuenca en el mes de mayo de 1605, considerando que su partida de bautismo lleva la fecha del domingo 22 de ese mismo mes y año.
Tan importante hallazgo llevó a Manuel Amores a estudiar posteriormente la época en la que vivió el pintor; los ambientes de la ciudad de Cuenca y de la Corte por aquellos años; la relación de los reyes con la familia del pintor Diego Velázquez, con cuya hija Francisca contrajo matrimonio en 1633; y, desde luego, a conocer a fondo la obra pictórica de Martínez del Mazo.
Como feliz consecuencia y remate a su intensa labor de investigación, Amores Torrijos escribiría una novela a la que enseguida se le otorgó el premio "Novela Histórica Ciudad de Valeria", a la que dio el título de El pintor de Palacio, de carácter biográfico sobre este artista, que si no figura entre esa media docena de pintores españoles más conocidos y mejor considerados universalmente, que encabeza su propio suegro y maestro, sí que por la calidad de su obra, dentro del firmamento de nombres memorables del Siglo de Oro, puede contarse como una de sus estrellas más brillantes, a la par de la del propio Velázquez.
El pintor de Palacio es una estupenda novela, escrita en primera persona con el pintor como protagonista, magníficamente estructurada, con un contenido histórico interesantísimo, que conviene conocer y considerar; pues lleva sobre la espalda -a la del autor me refiero-, como así se refleja en cada una de sus trescientas páginas, muchas horas de trabajo y de investigación responsable.
Transcribo como detalle a los lectores una página cualquiera de El pintor de Palacio, de Manuel Amores Torrijos, novela publicada por Editorial Alfonsípolis, C.B. en el año 2005.
(El Detalle)
«Por la primavera de ese mismo año 1606, mis padres abandonaban el barrio de San Martín y sus rascacielos para trasladarse al de San Pedro, mas aristocrático y poblado por gente de una mayor relevancia social, sobre todo la residente en la calle que daba nombre al barrio.
Desde la nueva casa, asomada cual dama curiosa y fisgona a la Hoz del Huécar, divisaba en su plenitud el portentoso paisaje que arrebataba mis sentidos y me transportaba a la inmaterial, a la ilógica fantasía de las formas y los colores. Cuenca ha sido para mí la amazona del vértigo cabalgando un corcel de piedra. La valquiria montada en una nube caliza. Ni los jardines colgantes de Babilonia hubieran sido capaces de superar tanta belleza.
Cómo deseaba, desde bien pequeño, atrapar, transportar y dejar bien amarrado en el lienzo todo aquel tropel de sensaciones y vivencias. Pero tan múltiples y dispares magnificencias naturales, que eran percibidas y gozadas por mi espíritu, sobrepasaban a mi pobre humanidad y huían de la mano y del juicio cuando intentaba materializarlas con los colores de la paleta. Siempre me salía una obra incompleta, inanimada, castrada, en nada comparable a una naturaleza viva que no era capaz de plasmar ni trasladar a ningún arte material, ni tampoco me sería posible describirla aun con las palabras mas hermosas escritas por los vates mas sutiles y de espíritu mas elevado. Por eso, siendo como he sido un pintor prolífico en obra paisajística, nunca me atreví a dejar constancia del panorama de mi Cuenca natal, pues haberlo intentado hubiera sido como profanar algo irrepetible no sujeto a representaciones. En este aspecto, si las Hoces que rodean la ciudad, en lo que se refiere al concepto estético, podría decir que son dos collares de esmeraldas, para mi arte se convirtieron en dogales que ataron mis manos y en dos murallas en donde se estrelló una y otra vez mi imaginación.
Hasta tal punto me hechizó aquella visión paisajística, que con tozudez intentaría perpetuarla en repetidas ocasiones. Para ello, pasados los años, haría un gran sacrificio económico -siempre fui tan parco en dineros como prolijo en gastos para la mantenencia de mi abundante prole- y compre una vivienda en Cuenca, la familiar, cercana a la catedral en la calle de la Torre de las Campanas, acaso la que brindaba mejores vistas. Lástima que fueran tan escasas las ocasiones en que pude extasiarme contemplando la maravilla que desde ella se me ofrecía.»
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