jueves, 29 de noviembre de 2012

NOCHE DE TORMENTA EN UÑA




Fragmento de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", publicado en 1983 después de un viaje a ese bello rincón de España realizado el año anterior. La fotografía corresponde a la Laguna de Uña, tomada aquella misma tarde. El fragmento pertenece al final del capítulo IV, "Por el valle donde la piedra duerme"

      «Cuando la noche ha cerrado en las afueras de Uña, el pueblo presenta todo el aspecto de un paraíso en calma. La calle es una delicia a estas horas de pícaros y maleantes. Los murmullos del río se sienten en la oscuridad como ronquidos mudos de una natu­raleza adormilada. El cielo se alumbra, cada vez con mayor insis­tencia, de culebrinas que pasan sobre los montes dejando al des­cubierto, por un brevísimo instante cada una, el rostro fantasmal de las risque­ras, presentes, aunque no visibles, en el vacío espectacular de la noche.
       De vez en cuando, los faros de algún automóvil que regresa de la capital alumbran los bordes del puente. Son los coches de los veraneantes que conocen como la palma de la mano los caminos de la Serranía, y prefieren las horas de vigilia para viajar a sus anchas.
       El revoltillo atmosférico, que de alguna manera se había venido anun­ciando a lo largo del día, toma al cabo de un rato serios síntomas de amenaza. La jornada desde el amanecer había sido indecisa, y al final parece decidirse por la vía del espec­táculo aprovechando las horas en las que los hombres duer­men, cuando el ambiente general de la sierra se cierne en una estreme­cedora quietud, en una soledad inusitada: sin luna, sin estre­llas, sin otra señal de vida que el desesperado y arrítmico croar de las ranas en la vega y el sollozo del río.
       Un relámpago por el poniente divide en dos el oscuro cielo de Uña. Le sigue el restallido estrepitoso del trueno que reco­rre, unos segundos después, su mismo camino, y repetirán seguida­mente los ecos de los montes en un albo­roto colectivo de natura­leza irritada.
       El pueblo se ha quedado a estas horas todavía más sólo. La tupida masa oscura de la chopera ha comenzado a rugir zarandeada por la fuerza del venda­val. A través de la luz de las farolas brillan al caer las primeras gotas que se clavan en la piel como finísimas agujas de hielo. Sobre el pavimento duro de la expla­nada se estrellan, revueltas en la lluvia, algunas bolitas de granizo. Un nuevo trallazo de luz descarga en el cielo, al que sigue lo mismo que antes el es­truendo de la tormenta. El aguacero arrecia.
       En el bar de La Laguna quedan aún media docena de clientes que toman coñac y contemplan cariacontecidos lo novedoso del espectáculo a través de la cristalera. Uña, sacudido en la oscu­ridad de la noche por la furia de la tor­men­ta ha tomado tintes de paraíso, de leyenda tardomedieval, de lugar común en donde fra­guar, al ampa­ro de la propia soledad, tremendos aconteceres de fábu­la con fondo delicado y romántico, idílicas componendas vividas entre sí por ninfas enamora­dizas y faunos mitológicos con el corazón de piedra.
       - ¿Podría ya subir a la habitación?
       - Cuando usted quiera -me dice el dueño del bar-. El servi­cio lo tiene nada más salir al pasillo. Si desea madrugar, me lo dice y le damos un toqueci­to.
       - Muchas gracias. Creo que despertaré por mi cuenta; pero si por una de aquellas no me ve aquí de pie allá sobre las siete y media, usted me da un aviso. Buenas noches.
       En la cómoda habitación que me tocó en suerte, me siento a escuchar durante unos minutos el incesante soniquete del agua sobre los cristales de la ventana. Afuera, el aspecto de la calle se va tranquilizando a medida que el nubarrón suelta de su entra­ña la carga de electricidad y de agua que almacenó a lo largo del día. Con los efectos del cansancio sobre los huesos y los no menos sedantes del rumor de la lluvia, el sueño llaga muy pronto, plácido, reparador, un sueño de niño harto de retozar a su antojo, hasta la madrugada.»


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