Fragmento de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", publicado en 1983 después de un viaje a ese bello rincón de España realizado el año anterior. La fotografía corresponde a la Laguna de Uña, tomada aquella misma tarde. El fragmento pertenece al final del capítulo IV, "Por el valle donde la piedra duerme"
«Cuando la noche ha cerrado en las afueras
de Uña, el pueblo presenta todo el aspecto de un paraíso en calma. La calle es
una delicia a estas horas de pícaros y maleantes. Los murmullos del río se
sienten en la oscuridad como ronquidos mudos de una naturaleza adormilada. El
cielo se alumbra, cada vez con mayor insistencia, de culebrinas que pasan
sobre los montes dejando al descubierto, por un brevísimo instante cada una,
el rostro fantasmal de las risqueras, presentes, aunque no visibles, en el
vacío espectacular de la noche.
De vez en cuando, los faros de algún
automóvil que regresa de la capital alumbran los bordes del puente. Son los
coches de los veraneantes que conocen como la palma de la mano los caminos de
la Serranía, y prefieren las horas de vigilia para viajar a sus anchas.
El revoltillo atmosférico, que de alguna
manera se había venido anunciando a lo largo del día, toma al cabo de un rato
serios síntomas de amenaza. La jornada desde el amanecer había sido indecisa, y
al final parece decidirse por la vía del espectáculo aprovechando las horas en
las que los hombres duermen, cuando el ambiente general de la sierra se cierne
en una estremecedora quietud, en una soledad inusitada: sin luna, sin estrellas,
sin otra señal de vida que el desesperado y arrítmico croar de las ranas en la
vega y el sollozo del río.
Un relámpago por el poniente divide en
dos el oscuro cielo de Uña. Le sigue el restallido estrepitoso del trueno que
recorre, unos segundos después, su mismo camino, y repetirán seguidamente los
ecos de los montes en un alboroto colectivo de naturaleza irritada.
El pueblo se ha quedado a estas horas
todavía más sólo. La tupida masa oscura de la chopera ha comenzado a rugir
zarandeada por la fuerza del vendaval. A través de la luz de las farolas
brillan al caer las primeras gotas que se clavan en la piel como finísimas
agujas de hielo. Sobre el pavimento duro de la explanada se estrellan,
revueltas en la lluvia, algunas bolitas de granizo. Un nuevo trallazo de luz
descarga en el cielo, al que sigue lo mismo que antes el estruendo de la
tormenta. El aguacero arrecia.
En el bar de La Laguna quedan aún media
docena de clientes que toman coñac y contemplan cariacontecidos lo novedoso del
espectáculo a través de la cristalera. Uña, sacudido en la oscuridad de la
noche por la furia de la tormenta ha tomado tintes de paraíso, de leyenda
tardomedieval, de lugar común en donde fraguar, al amparo de la propia
soledad, tremendos aconteceres de fábula con fondo delicado y romántico,
idílicas componendas vividas entre sí por ninfas enamoradizas y faunos
mitológicos con el corazón de piedra.
- ¿Podría ya subir a la habitación?
- Cuando usted quiera -me dice el dueño
del bar-. El servicio lo tiene nada más salir al pasillo. Si desea madrugar,
me lo dice y le damos un toquecito.
- Muchas gracias. Creo que despertaré por
mi cuenta; pero si por una de aquellas no me ve aquí de pie allá sobre las
siete y media, usted me da un aviso. Buenas noches.
En la cómoda habitación que me tocó en
suerte, me siento a escuchar durante unos minutos el incesante soniquete del
agua sobre los cristales de la ventana. Afuera, el aspecto de la calle se va
tranquilizando a medida que el nubarrón suelta de su entraña la carga de
electricidad y de agua que almacenó a lo largo del día. Con los efectos del
cansancio sobre los huesos y los no menos sedantes del rumor de la lluvia, el
sueño llaga muy pronto, plácido, reparador, un sueño de niño harto de retozar a
su antojo, hasta la madrugada.»
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