Una obra literaria famosa y una
tierra afín con lo que en ella se dice, reclaman después de muchos siglos su
derecho a permanecer unidas. Texto y escenario, palabra y medio físico que la
inspira, vuelven a converger como partes de un todo en el que ninguna de las
dos es accesoria, sino principales y fundamentales cada una de ellas. Seguros
podemos estar de que la obra de Cervantes no hubiera sido lo que es de no haber
existido la inmensa llanura manchega, con sus ventas y mesones, con sus
campesinas rudas y sus claras noches de luna donde velar las armas en
corralones de blanco tapial que en la mente de un perturbado son capaces de
semejar castillos. A falta de cerros ásperos, de regatos fríos y cantarines, de
praderas de pastizal, de comadres pueblerinas y de pastoras enamoradizas, la
obra de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, no hubiera tenido ajuste posible en el
espacio ni en el tiempo. La Mancha se hizo para “El Quijote” y viceversa, y las
sierras del Macizo para “El Libro de Buen Amor” sin otra alternativa posible.
Es un poco jugar con la ventura,
cuando por el texto de una obra escrita se intenta señalar, paso a paso, un
escenario para su argumento; pero, cuando la obra en cuestión aporta algún que
otro nombre propio, o detalles más o menos concretos acerca del paisaje, de la
historia, del costumbrismo, de la gastronomía o de las formas de ser y de
vivir, es posible, en buena lógica y sin mucho margen para el error, establecer
una ruta que cuadre en la trama argumental de la obra escrita como cuadran las
diferentes piezas de un puzle no excesivamente complicado. En uno y otro caso,
en El Quijote de Cervantes y en El Libro de Buen Amor del
Arcipreste de Hita, es posible jugar partiendo de estas premisas.Hace ya bastante tiempo, la Asociación Castellano-Manchega de Periodistas y Escritores de Turismo, con la participación destacada de otros miembros pertenecientes a las de Madrid y Castilla-León, nos reunimos en Guadalajara en dos interesantes jornadas de trabajo para reavivar el recuerdo del Arcipreste y marcar sobre el terreno, sobre nuestro terreno, la ruta correspondiente a sus andanzas literarias por tierras de Castilla, según se deja ver en su obra memorable. ¿Con qué fin? Pues, primero, para evocar su memoria y poner en el lugar debido su obra poética, como representativa, nada menos, que de un siglo completo de literatura castellana en periodo de evolución; segundo, para invitar al mundo de hoy -sobre todo al más cercano, a nosotros mismos- a conocer esos lugares, donde a la sombra de tan importante poeta es posible encontrarse con reminiscencias siempre interesantes del pasado, tanto del pasado medieval que él conoció, como del posterior Renacimiento que, así mismo, por aquellos senderos a campo abierto dejó su valiosa huella.
De las tres provincias (Guadalajara, Madrid y Segovia) que integran el escenario completo de la Ruta del Arcipreste, a la de Guadalajara, aparte de la capital, que para algunos es la ciudad natal de autor tan importante, corresponden como lugares destacados los siguientes:
La villa de Hita; por supuesto el lugar clave, el más emblemático y principal de toda la Ruta, cae a poco más de un tiro de piedra del antiguo cenobio de Sopetrán. Al pie de su cerro cónico quedan en ruina las arcadas memorables de antiguas iglesias, fragmentos de muralla de la vieja Fita que conquistó Alvar Fáñez y de la que se da cuenta en el Poema de Mío Cid, el moderno palenque en donde cada mes de julio tienen lugar los torneos y desfiles medievales de su ya famoso festival que organiza y dirige el profesor Criado. En el ambiente, búsquese o no, por las cuestudas calles de Hita se advierte como perdidos en el éter la complicada personalidad y el espíritu del famoso clérigo.
Cogolludo después. Cogolludo es por sí solo un escaparate completo de motivos que bien vale la pena conocer. Motivos históricos, arquitectónicos, paisajísticos, gastronómicos, en fin, a los que dedicar algunas horas con la seguridad de que nunca serán tiempo perdido. El pueblo va tomando forma sobre la ladera sur de una colina que remata con las torres de San Pedro y de Santa María, no lejos de las ruinas del viejo castillo. El palacio de los señores duques de Medinaceli, como fondo majestuoso a la Plaza Mayor, es la gran enseña de Cogolludo; se trata de una de las muestras más estimables del renacimiento español, con detalles concretos en su ornamentación referentes al amanecer del Nuevo Mundo. Y el cabrito asado, la estrella de la gastronomía autóctona que jamás defraudó a paladar alguno, y que a decir de los que viven allí, acarrea más turistas al pueblo que entre los demás encantos de la villa, todos juntos. En una nave lateral de la iglesia de Santa María, ofrece Cogolludo la oportunidad de admirar uno de los mejores cuadros del Españoleto, "El Expolio", regalo de compromiso a la iglesia de parte de sus señores duques, por tradición "El capón de palacio" según la leyenda, que fue robado una noche de invierno y recuperado felizmente algún tiempo después.
Y Tamajón más metido dentro de la sierra. El rey Felipe II quiso levantar en los llanos de Tamajón el monasterio, palacio y panteón real, que definitivamente se llevó a las sierras de Madrid. Ello puede dar idea de lo apacible y atractivo que es el paraje. En las afueras de Tamajón queda la ermita de la Virgen de Los Enebrales, al lado de los enebros y de las piedras a las que las aguas y los vientos dieron formas extrañas.
Cerca de Tamajón, Retiendas, y a escasa distancia del pueblo por camino no en las mejores condiciones, las ruinas venerables de otro viejo monasterio benedictino, el de Bonaval, junto a las corrientes del Jarama. Aparte del recuerdo y de los retazos de historia verdadera que todavía perduran en torno al antiguo monasterio, pueden contemplarse aún las formas tardorrománicas de la portada, milagrosamente en aceptable estado, y los estirados ventanales del siglo XIII que preludian el arte ojival que se extendería por Europa poco más tarde.
Algo más abajo Beleña de Sorbe. El pueblecito de Beleña ha vuelto a renacer de sus cenizas como el ave Fénix. En los barrancos de Beleña hay un sólido puente románico que cruza el paso del río; pero más interesante y original es todavía el mensario que adorna, dentro del atrio de la pequeña iglesia de San Miguel, el arco fantástico de su portada románica. Las labores propias de cada uno de los meses del año en el ambiente rural de hace más de ocho siglos, están todas allí representadas en magníficos relieves, bien conservados, y que se nos antoja debió ver muchas veces con sus propios ojos el propio Arcipreste de Hita.
Y más al sur, rayando a tiro de piedra con la provincia de Madrid, la villa de Uceda. En Uceda conviene visitar la iglesia de finales del XVIII que mandó construir el cardenal Lorenzana; pero, sobre todo, las ruinas en pleno mirador de la primitiva iglesia de finales del siglo XVIII que mandó construir el Cardenal Lorenzana; pero, sobre todo, las ruinas en pleno mirador de la primitiva iglesia románica de Nuestra Señora de la Varga, con su triple ábside convertido en cementerio, que guarda bajo sus arqueadas formas los cuerpos muertos de las buenas gentes del lugar desde que alguien decidió que aquello no servía para otra cosa. Abajo el fabuloso espectáculo de la vega del Jarama, con la villa de Torrelaguna en mitad, que es buen sendero a seguir de la Ruta del Arcipreste, pero ya en la provincia de Madrid.
(En la fotografía, aspecto actual de la hustórica villa de Hita)
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