Acabo
de concluir la lectura de una novela que desde que supe de su aparición hice lo
posible por adquirir. La he procurado seguir con la debida pausa sin escatimar
el valor del tiempo. La novela se titula “La melodía del tiempo” y está escrita
por un personaje excepcional, antiguo conocido y admirado autor con el que me
une el doble vínculo del paisanaje y el de una antigua amistad. Su nombre es José
Luis Perales, de cuya producción discográfica como cantautor soy incondicional
desde aquellos años de “Celos de mi guitarra”, en los que ayudé a promocionar
el disco por tierras de Valencia, hasta hoy que lo sigo siendo, además, por
otros motivos. Después nos hemos vuelto a juntar alguna vez en Castejón, su
pueblo, año 1973, al que pertenece la foto en la que aparece parte de su familia
y de la mía; en Cuenca en otra ocasión;
y en Guadalajara con motivo del concierto que nos ofreció el “Día de la
Región”, hace ya también bastantes años
El contacto con otros miembros de su
familia, a través del teléfono o de las redes sociales, es más frecuente, sobre
todo con su hermana Alicia y familia, viuda de mi querido y recordado Carlos Ochando,
compañero y amigo, memoria que el correr del tiempo sigue respetando.
De la personalidad, del ingenio y de la
calidad humana y profesional como compositor e intérprete de José Luis Perales,
somos testigos dos generaciones de hispanohablantes. Del encanto de su música y
del mensaje de las letras de sus canciones, nada podemos añadir que no sean
palabras de elogio. Pero su incursión, inesperada por cierto, en el campo de la
narrativa, no ha hecho otra cosa que agrandar y fortalecer aquel concepto que
siempre tuve de él. Hace unos minutos, he dicho, acabo de leer “La melodía del
tiempo”, la más larga -según él- de sus canciones; en ella nuestro autor se
vuelca, en cuerpo y espíritu, en el vivir diario de un pueblo de Castilla
(nunca he dudado que es el suyo) siguiendo el latido de los días y de los años,
el ritmo vital, sencillo y entrañable, de tres generaciones, haciendo frente a
la vida con sus realidades y con sus problemas; almas transparentes y diversas en
un ambiente, para nosotros harto conocido -el de la Alcarria del Tajo y de los Pantanos- siempre a la vista desde Castejón, como mirador ideal hacia una
dilatada panorámica de ambas provincias, Cuenca y Guadalajara, que el autor
dibuja con su palabra e intenta disimular con el nombre de El Castro, su pueblo, que por situación pudo serlo en tiempos lejanísimos y es muy probable que lo llegaría a
ser.
El libro no es de los que se caen de
las manos, como tantos actuales, sino más bien lo contrario; por mi parte he
dedicado todo el tiempo necesario para internarme en él, no sólo leerlo, sino
vivirlo, y emparejar pasajes y paisajes con tantas vivencias de las que fui
testigo por aquellos mismos tiempos y en mi propio pueblo.
Con relación a esto, me viene a la
memoria la desilusión que me produjo cuando una “amable” lectora me aseguró,
hace ya bastantes años, que se había leído de un tirón uno de mis primeros
libros: el “Viaje a la Serranía de Cuenca”. Lo consideré un error. El primer
libro de José Luis Perales se presta a meterse en situación, a vivirlo y a
admirarlo, como todo lo que el hace y dice en sus canciones. En su lectura me he vuelto a
encontrar con el talento, el ingenio y la sensibilidad, de lo que nos
dice en tantas de sus inspiradas canciones. Amante de su tierra y perfecto
conocedor del medio rural castellano, vivido en primera persona. Siempre con el
corazón por delante, que para un escritor nunca es un defecto, sino una hermosa
virtud.
“La melodía del tiempo” lo ha editado
Plaza y Janés y, como es de suponer, os recomiendo su lectura. Más a los que
confiáis en la personalidad del autor y en el embrujo de las tierras y pueblos
de la Alcarria.
“La melodía del tiempo” concluye con el
siguiente párrafo, que transcribo literalmente:
«De nuevo pasaron frente a la casa de sus
padres. La casa donde sesenta y tantos años atrás, él, José Pedraza Salinas,
había nacido, mientras la nieve, aquel día, cubría las calles y los tejados del
pueblo.
La
conversación entre los dos amigos fue dando paso a los silencios. El paseo por El Castro no daba para más y ya lo habían recorrido todo calle por calle hasta
el cementerio. Allí descansaban los cuerpos convertidos en polvo de sus padres,
de sus abuelos y el resto de la familia. La puerta de hierro estaba abierta,
pero José no quiso entrar. Allí no quedaba nada de los que tanto había querido.
Era ya hora de marcharse, para posiblemente -dijo- no volver.
-¿Para no volver más? –preguntó Juan.
-Es posible –contestó José.
-¿Y tu casa? ¿Y el molino?
- Los fantasmas de los que vivieron
entre esas paredes siguen ocupando su espacio.
-¿Los muertos? -Preguntó Juan.
- Sí, los muertos -respondió José.
Ellos siguen ocupando su casa y su molino, y no seré yo quien los destierre del
lugar que ellos eligieron para quedarse.»