domingo, 2 de enero de 2011

EL SALÓN CHINO DEL PALACIO DE LA COTILLA


Con ocasión de una visita oficial, o protocolaria, tuve la oportunidad de conocer por primera vez no hace mucho, después de su restauración, tres de los detalles monumentales que durante los últimos tiempos ha recuperado para la ciudad el Ayuntamiento de Guadalajara. Restos honorables de nuestro pasado los tres, sacados a la luz para gozo y admiración de propios y extraños. Se trata del torreón del Alamín; de la capilla de Luis de Lucena, anexa a la desaparecida iglesia de San Miguel del Monte en la cuesta que lleva su nombre, y el Salón Chino del palacio de la Cotilla. Los tres están hoy a disposición del público, pueden ser visitados por quienes lo deseen durante los fines de semana. Sin duda, un atractivo importantísimo para esta ciudad cargada de encantos, pero que el turismo se resiste a visitar con la frecuencia que merece. Sin duda, algo más de lo que se hace habrá que hacer para evitarlo. Es verdad que la ciudad de Guadalajara nunca destacó ante el gran público como punto final de atractivos turísticos, pero habremos de reconocer, empezando por quienes vivimos en ella, que cuenta hoy con motivos bastantes para deleitar a quienes lleguen a ella atraídos, aunque sólo sea, por la escasa distancia que le separa de Madrid. Luego, una vez abierta la brecha, el turismo llama al turismo. Algún día no muy lejano dedicaremos nuestra sección a esos asuntos.
De los tres lugares –que ya conocía antes de su reparación, en horas de abandono- hoy me voy a referir al más sorprendente de todos, al menos por lo que tiene de inesperado después que la mano del restaurador le haya dedicado largas y pacientes horas de trabajo. Hablamos del Salón Chino del palacio de la Cotilla, residencia que fue de los marqueses de Villamejor en la antigua carretera de Zaragoza.
El edificio que acoge a este singular salón merece por sí sólo ser conocido. El Ayuntamiento de la ciudad lo incorporó a su patrimonio por expropiación forzosa en el año 1972, y hoy se dedica a sede de las escuelas municipales de música, danza y artes plásticas. El hecho de haber servido como residencia familiar de aquella destacada familia guadalajareña, de la cual fue el más conocido de sus miembros el Conde de Romanones, nos puede dar una idea de su magnificencia, sin que ahora, una vez restaurado, sea preciso echar mano al recurso de la imaginación. Su origen podría fecharse en la primera mitad del siglo XVI, y en su construcción se respetó el estilo particular de la época, con materiales (ladrillo visto y mampostería intercalada) al uso de los palacetes de la Campiña y de la Alcarria, tan frecuentes en nuestros pueblos y villas en los que la nobleza guadalajareña clavó raíz.
Pero, aunque bien valdría la pena como edificio importantísimo de la ciudad, no es al palacio de la Cotilla en su conjunto al monumento que en esta ocasión vamos a dedicar nuestro espacio, sino al más sorprendente de sus salones, al que algunos llaman Salón Oriental y otros Salón Chino, con el que se nos antoja pasará a los anales de la ciudad como pieza única e incomparable, naturalmente que se trata del salón principal que en sus mejores horas tuvo el palacio, y que a nosotros se nos ocurre imaginar en todo su esplendor, tal y como nos lo muestra la bella fotografía de foto-estudio Reyes, tomada hace casi tres cuartos de siglo, y que hoy ha tenido la gentileza de cedernos para su publicación en este trabajo.
He vuelto a pasar por el salón hace sólo unos días para tomar algunas fotos. En aquel momento giraba visita un grupo de jóvenes universitarios procedentes de distintos lugares de España. El grupo de muchachos llevaba como espiquer a Raúl Lozano, guía turístico titulado, a quien a veces sorprendemos explicando la maravilla de su fachada frente al palacio de los duques del Infantado ante un grupo de visitantes, por lo general la mar de variopinto. Contar con Raúl Lozano como guía oficial ha sido, naturalmente que con las restauraciones de las que antes hablamos, el primer intento serio por colocar el nombre de Guadalajara en el panel de ciudades españolas que merecen ser conocidas.
Llegamos al palacio de la Cotilla cerca del medio día de un sábado apacible, en el que la bonanza de la mañana se había aliado con el grupo de muchachos que llegaban allí –viajando en autobús, naturalmente-, con el aspecto característico de quienes han visto muchas cosas en poco tiempo, demasiadas cosas, en una visita marcada por el correr del reloj sin contar siquiera con lo que todavía les quedaba por ver: el panteón de la Vega del pozo, el palacio del Infantado, la capilla de Luis de Lucena, el torreón del Alamín, y ahora el Salón Chino del palacio de la Cotilla. Una estancia apacible, inesperada, infrecuente, donde el visitante no sabe siquiera qué preguntar porque la mente es toda una pregunta, una duda que crece a medida que se van viendo estampadas en los cuatro muros del salón las escenas increíbles a las que no se acierta a dar crédito. Me hubiera gustado saber cuántos, si quinientos, si mil, si dos mil, son los personajes que hay representados en las diferentes escenas orientales que adornan la sala. La pregunta, por inconveniente, seguro que se hubiese quedado sin contestar por parte del guía; pues nadie, creo yo, habrá tenido la paciencia de meterse en esa tarea, pero por ahí debe de andar, en torno a los mil, el número de chinitos y chinitas representados.
Las pinturas, hechas a mano casi todas ellas sobre papel de arroz por artistas orientales, y venidas a España creo que por vía Marsella para decorar el salón de té de los señores marqueses de Villamejor, impresionan en su conjunto, si bien, dada la manera de entender la vida y de desenvolverse en países tan lejanos a los nuestros en épocas imperiales por su lugar de origen, nos complican demasiado a la hora de entender el qué y el porqué de las escenas en magnífico color que vemos allí: el divo imperial portado a hombros en silla gestatoria; el mismo personaje, ahora sentado en su trono y rodeado de súbditos y de árboles extraños, pero de una belleza indudable; hombres y mujeres adorantes u ocupados en raros quehaceres, es la conclusión, siempre surrealista, que el profano suele sacar al vivir aquella experiencia. Sin duda, y con el interior del panteón de la Vega del Pozo, es ésta del Salón Chino la imagen que con más fuerza se graba en el recuerdo de los que pasan por allí, y que muy pocos guadalajareños conocen hasta el momento.
Hace seis u ocho años que vi por primera vez el salón. Estaba completamente abandonado. Los trozos de papel despegados y rotos colgaban de las paredes. Servía de almacén trastero, de nido de polvo y de polillas sin que a lo largo de muchos años nadie se hubiera fijado en él, y mucho menos que en la mente de alguien que hubiese podido hacerlo, se plantease la posibilidad de su restauración. El Ayuntamiento afrentó al fin la tarea y Guadalajara debe agradecerlo. Iván Camacho, Lucia Casado y Ángel Camacho, fueron los pacientes a inspirados restauradores. A unos y otros llega también nuestra gratitud, y de manera indirecta también, ¡por qué no decirlo!, a aquellas familias pudientes que, tal vez sin pretenderlo, dejaron para la capital un legado admirable. Gracias a todos. Y a los lectores, que a veces siguen nuestros consejos, animarles a pasar por allí cualquier fin de semana; estoy seguro de que saldrán satisfechos. Hagamos algo por Guadalajara; pero, eso sí, empezando por nosotros mismos.


(En la foto, un detalle de las pinturas del Salón Chino)

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