jueves, 19 de abril de 2012

EN LA ALFARERÍA DE EUSEBIO PARRA. PRIEGO 1982


       El viajero se ha puesto a curiosear en un muestrario de piezas de alfare­ría expuesto a los intereses del público en plena calle. No se ve nadie. Al rato se le acerca un señor muy atento, de poca estatura, vestido con la indumentaria de labor manchada de barro. El hombre pregunta que si deseaba alguna cosa, que si algo de lo que busco no aparece en la exposición puedo entrar al taller con toda confianza porque allí seguro que lo tienen.
       - La verdad -le digo- es que no vengo buscando nada en con­creto; pero, ya que es usted tan amable, sí que será un placer para mí el acompañarle un momento y, sobre todo, el verle traba­jar. Creo que sería la primera vez en que viera funcionar un torno de alfarería.
       El establecimiento, exposición permanente y taller de traba­jo, todo al mismo tiempo, está repleto de piezas artesanales de las más diversas formas y tamaños. Eusebio Parra, el alfarero, se ha puesto a modelar en el torno un juego de tazones para tomar gazpacho. Cuando termina se pone a sacar jarras con la misma facilidad que hiciera los tazones y que después hará los floreros de delicada ornamentación. Una señora y una chica joven, sentadas las dos en sillas bajas, ponen al baño y decoran las piezas que acaban de salir del torno. Son la esposa y la hija del alfarero.
       Sigo con atención los movimientos del barro que en las manos del artista va tomando forma en el periodo breve de unos cuantos segundos. Por un instan­te uno siente envidia; le gustaría poseer en sus manos la misma habilidad crea­dora que tiene Eusebio, a lo que el artífice le quita importancia.
       - No hay que ser ninguna eminencia para hacer esto. Un poco de vista y mucho oficio es lo que hace falta. Muchas horas y muchos días haciéndolo mal hasta que las cosas van saliendo como deben salir. Ahí está la ciencia.
       - Oiga: Estoy pensando que los hombre como usted no deberían morir nunca. Cuando usted no esté, todo esto se acabó.
       - No. Me parece que no va a ser así. Mi bisabuelo fue alfa­re­ro, mi abuelo también, mi padre y yo también lo hemos sido, y lo será mi hijo, si Dios quiere, que ahora está haciendo la mili. Bueno, he dicho que lo será, y ya lo es.
       - ¿Lleva usted muchos años haciendo girar el torno?
       - Pues sí, bastantes. Tengo sesenta; quite usted cinco o seis hasta que empezara a andar con el barro, pues los que quedan esos son. Eche la cuenta.
       - ¿De dónde le traen el material?
       - Lo que empleamos es de aquí, del término; lo mismo que siempre. Son tres tipos distintos de tierras los que se usan. Se amasan bien, se mezclan los tres y sale esto.
       El alfarero sigue la conversación sin dejar el trabajo. Cuando acaba una pieza, la separa del torno cortando el barro con un hilito muy fino de metal.
       ¿ Podría calcular, cien arriba o abajo las piezas que tiene aquí en este momento?
       - No -responde tajante-. Cualquiera sabe. Muchos miles, Y de piezas hechas en toda mi vida muchos millones. Abajo en el sótano hay bastantes más. Ahora le acompañaré a verlo.
       - ¿A dónde va a parar esto que hace ahora?
       El hombre se detiene a pensar un poquito. Al cabo del rato responde con unas sonrisa cargada de satisfacción.
       - Qué se yo adonde irá. A muchos lugares de España y del extranjero. También sale mucho fuera.
       - ¿Ah, sí?
       - Si que se llevan fuera, sí. De esta casa, por ejemplo, hay trabajos en Canadá, en Londres, en los Países Bajos, y qué se yo en cuantos sitios más. No hace mucho se llevaron un juego de platos decorativos, grandes, para el Presi­dente López Portillo de México. Y tantas cosas que uno desconoce cuál ha sido su des­tino final.
       - ¿Qué es lo que más trabajo le cuesta hacer?
       - Lo que más trabajo cuesta hacer es el torete típico de Cuenca, el Toro Ibérico. ¿No ve que lleva entre todo diecisiete piezas?, pues por eso cuesta bastante y se hace un poco pesado. Ahora bien, como es la cosa nuestra, los hacemos con gusto y en cualquier tamaño. Hasta de esos chiquititos de colgan­te.
       - Perdone que le haya salido tan preguntón ,pero es que de la alfarería creo que me interesa todo. ¿Los botijos blancos de qué barro salen?
       - De este mismo. Lo que pasa es que hacemos la masa con agua de sal, y por eso el barro sale más esponjoso, cambia de color y conserva el agua más fresca. No tiene mayor secreto.
       Al sótano, en donde está el almacén, me acompaña la esposa del alfarero que se llama Esperanza. Ella es la encargada de decorar las vasijas con un extraño caldo de colorines que también se saca del barro. Mari Carmen es la hija del matrimonio, tiene una cara muy bonita de chica formal, y trabaja con su madre dibu­jando florecitas y letras en los botijos, con una pintura llamada flor de tierra que va saliendo por el pico de un cucurucho de papel muy pare­cido al de los pasteleros. Mari Carmen maneja el sencillo artefacto con asom­brosa facilidad, masticando chicle.
       En el sótano me enseña la señora el gran arsenal de cachiva­ches, y me dice que los hay muy bonitos, pero que llevan encima mucho trabajo.
       - Sí -repite-, mucho trabajo, sobre todo la decoración, y luego el horno. Mire como ese plato que tiene ahí sobre la pared es el que se llevaron para el señor Presidente de Méjico. Más de un día me ha costado decorar cada uno.

     
  Arriba, la chica estaba retocando los últimos detalles de un jarroncillo ornamental, muy gracioso, con el que la casa tenía el gusto de obsequiar al visitante, y en el que Mari Carmen aca­baba de poner, con ese toque particular que tiene la caligrafía de los alfareros :"Alfarería de Eusebio Parra. Para José Serrano. Priego 6-7-82". En la cara posterior del jarroncillo había pinta­do un ramo con tres flores de color marrón, en dos tonos, y unas hojitas de azul pálido.
       - Es para usted. Para que lo guarde como recuerdo nuestro.
       - Muchas gracias. No sabes cuánto os lo agradezco. Lo pondré en casa en un lugar distinguido. ¿Sabes que me hace mucha ilu­sión?
       - No tiene importancia.
       El artesano continúa sin parar girando la rueda y sacando nuevas piezas que coloca, tiernas todavía, sobre una tabla que hay en el suelo.
       - Bonito oficio. Estoy lo que se dice maravillado de su trabajo.
       - Los versos ya lo dicen todo:

                   Oficio noble y bizarro,
                   entre todos el primero,
                   que de la industria del barro
                   Dios fue el primer alfarero
                   y el hombre el primer cacharro.

       - Muy bonito, ya ve usted.
       - Pues, para que se haga una idea de lo que fue este pueblo en la cosa del oficio, le diré que por el año mil seiscientos y pico, había aquí más de quinien­tos alfareros, y calculaban que en cualquiera de las veinticuatro horas del día, había más de cincuenta tornos funcionando sin parar. ¡Más de quinientos alfa­re­ros!, que se dice pronto.
       - ¿Y cuántos quedan ahora?
       - Nada más que tres o cuatro.
       Desde la explanada se deja ver un buena parte de la vega, envuelta en medio de la bochornosa neblina de la tarde. Un mucha­cho está cambiando de un sitio a otro los haces del mimbre pues­tos a secar. No lejos se alcanza a ver una torre reciente, hecha de piedra vista, redonda y con almenas como los castillos.

Del capítulo X de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca"

1 comentario:

Esther dijo...

Precioso capitulo!!, es entrañable