domingo, 17 de mayo de 2009

UNA NOCHE EN POYATOS


«Por la carretera de Beteta se oyen sonar los acordes nostál­gicos de un acordeón cuando las sombras del cerro han cubierto ya los bajos de Las Hoyas. Las parejas de novios salen a pasear con la fresca hasta más allá del cemente­rio. Poyatos es un pueblo de bravos mozos y de mozas guapas que peinan sus cabellos hasta la cintura.
En la placetuela de la iglesia hay ahora un camión encarado de espaldas, del que dos hombres hacen bajar a la fuerza, valién­dose de un tablero que le sirve de rampa, todo un rebaño de cor­deros que seguramente acaban de com­prar en algún pueblo de la propia Serranía. Los animales se estrellan al caer, resbalándose en el cemento de la cochera, y salen después disparados hacia el aprisco. Es el camión de Severino Hernández, el alcalde, que llegó al pueblo con las últimas luces. Severino y el viajero se saludan cortésmente, un poco formulariamente, congracian y desde el principio se entienden bien. El alcalde es un hombre sensato, muy correcto y de saneados ideales. Por su conversación se dedu­ce, al poco de tratarle, su condición de primer mandatario del munici­pio.
- El pueblo no está mal -comenta-. Con muchos problemas, como todos, y algunos muy particulares de éste. El de la luz eléctrica, por ejemplo, ya lleva­mos tiempo tras él, y hasta la fecha hemos conseguido bien poco. Esperanzas de solución las hay, pero no inmediatas. Largas al asunto, ya sabe, y así esta­mos.
- Pues muy bien. Espero que nos veamos más tarde. Ha sido un placer conocerle. Cuando llegué, su señora me habló de usted. Quiero aprovechar para darme otra vueltecilla por el pueblo antes de que oscurezca.
La noche cae sobre Poyatos al tiempo que uno está contemplando desde las afueras el agreste espectáculo de la hoz por la que baja el río Escabas. El mirador es en esta ocasión la cima de unas peñas que hay a poca distancia de las últimas casas del pueblo, más arriba de la carretera que sube desde el empalme. La quietud apabullante de aquella interminable masa sombría, donde las ele­vacio­nes y las hondonadas se van sucediendo resvestidas del verde manto de la pina­da, es una imagen en todo punto difícil de olvi­dar. El soplo frío de la brisa que sube de la vega, la purísima transparencia del ocaso, el llegar paulatino del imperio de las tinieblas hasta hacer que desaparezca de la vista todo aquel portento natural que tuve delante, es una de las recompensas, verdaderamente impaga­bles, que me ofreció la Serranía.
De regreso, atravesando los cuartelillos baldíos con la luz de las estrellas, uno se da cuenta de que sí, de que Poyatos es un pueblo que pasa las noches medio a oscuras. Las tristes luce­ci­tas que cuelgan de las esquinas, no dan más luz que aquellas lamparillas que en la niñez vimos a nuestra madre colocar, piado­sa­mente, encendidas en una taza de aceite la noche de Difuntos.
En el bar de Severíno el público se mueve en la penumbra. La pantalla de la televisión la ocupa una parte iluminada que más bien parece una cinta de luz blanca en la que no se ve nada. El aparato está ayudado por un elevador de corriente colocado al máximo. Cuando lo desconectan, aumenta un poco la claridad dentro del establecimiento. El alcalde está visiblemente contrariado con el problema, y no le falta razón. Poyatos, a estas alturas del siglo, tiene noches verdaderamente medievales.
- Es que la corriente viene de un grupo propio y no da, ni mucho menos, para cubrir el consumo de manera suficiente. Lo de la Compañía va tan lento, que ya veremos. En cuanto enciendan en el pueblo todas las televisiones, aquí no se ve nada.
Sobre una de las paredes del bar están clavadas aún las cuentas de la vaquilla del año anterior. Para evitar compromisos, habladurías y malos enten­didos por parte de los suspicaces y de los que no lo son, que de todo hay en la viña del señor, allí queda expuesta, a la vista de quienes pudiera interesarle, duran­te doce meses: "Liquidación que formulan los encargados de reco­ger el dinero para la compra de una vaca con motivo de las fies­tas locales 1981: Ma­riano García Gómez, 1000; Manuel Sánchez Olmo, 1000; Isaías García, 1000; Silvio Villanueva, 1000; etc. Total, 59, a 1000 pesetas cada uno, 59.000 pesetas. Firmado: La Comi­sión."
A la hora de la cena, cuando el establecimiento quedó un poco despejado de clientes, Nieves, la hija casadera de los due­ños, me pone para cenar en mesa aparte, yo solito, como en el restau­rante de Uña; con un mantel limpio y bien planchado y una servi­lleta nueva de flequitos doblada en triángulo. El padre, don Severino, en un gesto que mucho le agradezco, le dice que no, que yo soy como uno más y que cenaré en la mesa familiar con todos los de la casa.
La cena es copiosa, variada y muy rica. Conversando con la familia, como debe ser, a la luz de una lámpara de cien que alum­bra poco más que una vela, dimos buena cuenta de una tortilla a la francesa, pisto de tomate frito con carne, un chorizo o dos -cada cual lo que quiso-, manzana y una tacita de té después para relajarse.
Me acuesto en el piso alto, en una habitación de cama gran­de, con mulli­do colchón de lana nueva y sábanas muy limpias ador­nadas con florecitas. Es todavía pronto. Los del café están empe­zando a llegar al salón, que queda justo por debajo de la habitación donde deberé dormir; pero la caminata del día siguiente aconseja no andarse con conce­siones de mostrador ni con paseos nocturnos a la luz de la luna.»
(De mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", publicado en 1983)

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