domingo, 8 de abril de 2012

DESDE EL CASTILLO DE MOTOS

                                          
            Es sólo un decir lo del castillo de Motos. Consta que lo hubo, sí, y allí queda la plataforma y mirador que lo sostuvo, pero nadie lo recuerda. Es una historia horrenda la que se cuenta en torno a ese tosco otero molinés que tengo delante de los ojos cuando acabo de dejar atrás la villa de Alustante, una de las más importantes del Bajo Señorío, a las puertas misma de la Sierra del Tremedal que oscurece el horizonte a nuestra mano derecha, allá lejos, donde apenas se distingue como una mota blanca en medio de los montes, la ermita patronal de la Señora de estos campos, la Virgen del Tremedal, que con tanto calor veneran en la cercana villa de Orihuela, ya en tierras de Teruel.

         Sería preciso medir a metros la distancia para dar por seguro que éste, el de Motos, es el pueblo más alejado de la capital de provincia. Pudiera ser. El cuentakilómetros del coche ha superado, por muy pocos, por seis quiero recordar, la cifra de los doscientos, que ya es una distancia, desde que salí de casa poco después de aparecido el sol por los campos de la Alcarria. Han transcurrido casi tres horas y me encuentro a los pies del cerro de Motos. Una antena, un edificio ínfimo que bien pudiera ser el depósito de aguas, y el tejado de una ermita, apenas se distinguen sobre el cerro desde abajo. Uno se acerca hasta él afectado en el ánimo -no sé si es ese el justo decir de lo que uno siente- por el recuerdo histórico de aquel malvado personaje que anduvo por aquí durante el último cuarto, más o menos, del siglo XV, y del que todavía se advierte en el paisaje el soplo de su memoria.
            Un pairón pintado de blanco advierte al entrar que estamos en tierras de Molina. Poco más adelante otro segundo pairón, pintado de blanco y de negro a franjas horizontales, se alza a la vera del camino, frente por frente de la lagunilla y de la fuente vieja. Es un pairón extraño que se sale de los cánones que, aun dentro de su variedad, rigen esta clase de monumentos tan propios de la tierra en que nos encontramos. Tiene un primera hornacina con cristal y objetos de adorno en su interior, bajo un nombre de barón escrito al fondo: J.Antonio López Martínez. En la hornacina de más arriba, también protegida con cristal, quiere distinguirse, malamente, una pequeña imagen de San José con el Niño en los brazos. Si no es nuevo este pairón, si que tiene todo el aspecto de serlo.
            Enseguida se llega a la plaza. Hay una fuente en mitad con el correspondiente pilón delante de ella. La fuente de la plaza se construyó en 1940. Y a un lado y al otro las calles más destacadas del pueblo, entre las que se distinguen viviendas viejas y nuevas a la par, portadas en arco con siglos sobre su piedra de cantería, almacenes y apriscos de ganado en las afueras donde se sienten faenar los agricultores, y sobre todo ello el recio corpachón de la iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, con doble arco de entrada, y la augusta portona de artística clavetería presidiendo el atrio; un atrio que, curiosamente, queda por debajo del nivel general del suelo y al que se llega por unas escaleras de piedra después de cada arco. El campanario, lo mismo que la iglesia en su interior, tiene una solemnidad destacable, que nos invita a pensar en lo que el pueblo fue por aquellos siglos memorables para las tierras del Señorío, que más o menos vienen a coincidir con las décadas diecisiete y diecio­cho, como bien dejan claro las iglesias, las casonas y los palacetes que todavía podemos admirar, maltrechos tantos de ellos, en una buena parte de los pueblos del entorno.
            Buscando el lugar preciso sobre el que se alzó en su día el mítico castillo del Caballero de Motos, uno escala, ladera arriba desde la barbacana de la iglesia, el cerro que el pueblo tiene a las puestas del sol. La visión es magnífica desde aquella atalaya. Kilómetros de campo a la redonda: tierras de labor, vegas fértiles, parameras inhóspitas, serrezuelas de pinar en la distancia, son todo un regalo para los ojos. A mediodía asoma la extensa pinada del Tremedal, en una panorámica más completa de lo que habíamos visto desde abajo; las vegas fecundas del Rubial y de Santa María, los llanos de mies de los que vivió el pueblo, más al norte. Y al pie el pueblo de Motos en imagen total, con sus tres o cuatro barrios puestos al descubierto, sus plazuelas chiquitas y sus calles cortas. Sube hasta nosotros el ruido de los tractores que bregan en la besana, el cantar de los gallos, el ladrido de los perros, las esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en la explanada..., y en la imaginación del viajero, un esfuerzo más por reconstruir sobre el altillo en donde clavó sus cimientos, la fortaleza que hace quinientos años debió levantarse sobre el mismo pedestal de peña y tierra que ahora nos sostiene, olimpo de paz sobre sierras y páramos con el pueblecito de Motos a la caída, modelo de orden y de sosiego.
            Aquí tuvo su cuartel general, pernicioso centro de operacio­nes sobre toda la comarca, el mal llamado Caballero de Motos, don Beltrán de Oreja de nombre, natural de Hita. Las cónicas dicen de él que, ajustado como oficial por el Común de Molina, el "ilustre caballero" se dedicó al pillaje abiertamente, levantó su propio castillo y montó su personal ejército con todos los desalmados y maleantes que pudo reclutar. Sembró el pánico más atroz por toda la comarca imponiendo su ley, hasta que logró con malas artes enriquecerse a costa de los honrados moradores de aquella sierra, a los que solía intimidar hasta hacerse dueño de sus posesiones o del producto de sus campos. Muchas de las casas fuertes de aquellos pueblos, dicen que se construyeron para protegerse de la garra impía del "Caballero", quien, con el apelativo de Alvaro de Hita, impuesto por él mismo para burlar la ley, pasó a la historia, luego a la leyenda y después al olvido. El castillo, para que de tan "admirable huésped" no quedase ni señal, fue mandado destruir años más tarde por los Reyes Católicos.
            Situada en lo más alto del cerro recibe ahora todos los vientos del páramo la ermita de San Fabián y San Sebastián, tal reza escrito en un azulejo sobre la puerta nueva de la ermita. A la caída, el cementerio de Motos, ligeramente en la ladera, tapiado de piedras, donde las cruces blancas en hileras super­puestas aguardan, silenciosas y pacientes, el toque de clarín al final de los tiempos. Se asegura el augusto camposanto con una artística puerta de hierro forjado bajo arco de piedra; otro más de los recuerdos de Motos que se quedaron para siempre prendidos en las celdillas de la memoria.
En las fotografías: Vista parcial del pueblo de Motos desde el cerro del Castillo, y portada del cementerio sobre el mismo lugar)

3 comentarios:

El pregonero cabreao dijo...

Felicidades por su encomiable labor D. José. Ha sido un placer leer este y algunos otros trabajos suyos.
Al no tener otra vía mas directa, intenté contactar con usted en twitter para hablarle de una entrada suya en concreto y no ha sido posible. Respeto su decisión y motivos. Si cambia de opinión...

Un alcarreño agradecido. @elpregoneeero

JOSÉ SERRANO BELINCHÓN dijo...

Lamento que haya surgido su tan justificada queja. En Twitter soy tan novato, que no lo entiendo y ceo que me voy a dar de baja. Le ruego me perdone. No es mi estilo. Dirija su pregunta a serranobelinchon@gmail.com y le responder´´e con mucho gusto. Un saludo mi saludo afectuoso.

Óscar Pardo de la Salud. dijo...

Amigo José como siempre un verdadero placer seguirte, leerte,etc...
Me gusta mucho el cariño que transmites en tus palabras hacia todo lo que describes.
Enhorabuena.
Un placer pasear por tu bitácora.
También te sigo en twiter. ;)