Doy por
sabido que con este nombre nos estamos refiriendo a uno de los personajes del
pasado más unidos, durante su vida y durante su muerte, a la provincia y a la
ciudad de Guadalajara. Aunque nació en Madrid, fue aquí donde residió durante
largos periodos de su vida, donde obtuvo los votos que en repetidas ocasiones
le llevaron al Parlamento, y donde reposan sus restos desde 1950 en el magnífico panteón familiar de nuestro cementerio.
Pero,
fallos y debilidades humanas fuera, el Conde de Romanones fue un hombre que
nunca se olvidó de Guadalajara, y en lo que estuvo de su parte se esforzó por
poner las cosas en orden, precisamente en un momento de nuestro pasado en el
que todo estaba bastante desordenado y, como siempre, también la educación. El
analfabetismo en todo el país alcanzaba, según
lugares, a más de un cincuenta por ciento de sus habitantes varones, y a
cerca de un ochenta en sus mujeres. Los maestros no eran más allá que normales
ciudadanos del lugar que con una prueba muy elemental se les permitía instruir
a los niños sin otro beneficio que lo que, a manera de donativo, solían darles
los ayuntamientos y los padres de sus alumnos.
Un paso importante para la culturización de España que aunque
despacio -porque la profesión docente nunca ha sido considerada en justa correspondencia con su labor social- las cosas han cambiado, al menos por
cuanto a conocimientos básicos se refiere; aunque en el ranking de la OCDE
andemos insertos en lugar no deseable; pero esa es otra historia.
Los
maestros de toda España pidieron y colaboraron en la ejecución de este
monumento nacional tras el decreto de su creación como cuerpo del Estado, y ahí
lo tenemos, restaurado por el Consistorio local: “Al Excmo. Sr. Conde de
Romanones, el Magisterio Público de España”, con el pláceme de todos los
docentes que son y que hemos sido, empezando por mí, naturalmente.
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