Un bellísimo lienzo del pintor Alaux, adorna los salones del Museo de Versalles con una escena bélica, triunfal, fogosamente expresiva, de la batalla de Villaviciosa en tierras de la Alcarria. En el cuadro aparecen montados sobre hermosos caballos el duque de Vendome y el nieto del rey francés don Felipe de Anjou, a partir de entonces Felipe V, primer rey de España por la Casa de Borbón. El campo, como en los más tremendos cuadros de don Francisco de Goya, se ve sembrado de cadáveres, y las maltrechas banderas de los vencedores alzan al viento las telas de sus pendones; el cielo se tiñe de tonalidades oscuras, con algunos claros que enriquecen en su conjunto la artística concepción de la obra.
Hace algunas fechas anduve por allí. El suelo por los llanos de Villaviciosa es un desierto de paz, donde apenas se siente en estas mañanas de otoño el soplo frío del viento que baja de las lejanas sierras del norte. Persiste la amenaza del celaje como en el cuadro de Alaux, y el monumento que conmemora el hecho antepone su testa de granito en contrastada perspectiva con el nubarrón en ciernes. Uno siente la debilidad incontenible de tirar una fotografía que recoja la pacífica escena del campo donde se dio la batalla, doscientos ochenta y cuatro años después, y ofrecerla luego a sus lectores, propósito que ahora se cumple.
Sólo en los libros de Historia, después de tres siglos a punto de cumplirse, se recoge el dato de las batallas de Brihuega y Villaviciosa con más o menos extensión. El hecho supuso la derrota definitiva de las tropas del Archiduque Carlos de Austria, bajo la mano fuerte de su rival a cuya fuerza se unió sin condiciones toda Castilla, forzando la retirada de los ejércitos del Archiduque, con el mariscal Starhemberg a la cabeza, que ante el fracaso militar y el rechazo del pueblo castellano, prefirió apartarse de la refriega, con lo que evitó siguiera el derramamiento inútil de la sangre de sus soldados en la lucha por la sucesión, y permitió, muy en contra de sus deseos, la instauración de la nueva dinastía en el trono español, que había dejado vacante al morir sin descendencia el último rey de los Austrias, Carlos II El Hechizado. Eran los días 9 y 10 de diciembre de 1710. Un monolito, situado en lugar visible junto a la carretera que baja hacia Yela, queda como recuerdo. Se colocó al cumplirse el segundo centenario de la batalla, con la siguiente inscripción sobre la cara que mira hacia el mediodía: «A los héroes de Brihuega y Villaviciosa en 1710. El pueblo y el ejército, 1910».
La carretera comarcal sigue abierta en dirección saliente. Entre los ramales de Villaviciosa y Yela surgen las oscuras manchas del encinar y del carrasquillo por ambas márgenes del camino. Aun tratándose de una hora punta del fin de semana, nadie viaja por estas llanuras de barbecho pedregoso y de rastrojera. El horizonte apenas se altera por la presencia de algún arbusto o de alguna encina en desarrollo, por los montones de piedra en que los agricultores depositaron los hitos de la recogida, y por los postes del telégrafo que atraviesan, como ya lo hacían cuando la Guerra Civil, estos planos de la Alcarria.
Yela queda extendido a lo largo de una hoya, a sólo un kilómetro del camino. En la plaza de Yela se luce la estampa románica de su iglesia parroquial reconstruida; una imagen plásticamente inmejorable. El barrio de arriba deja colar sus viviendas por entre las arcadas del pórtico. Un señor me grita desde su aposento al sol que hay que pagar por retratar la iglesia; el buen hombre se pone a reir después, como un niño "pillín" que acaba de consumar una travesura. La señora que lo acompaña me advierte, también desde la solana, que no le haga caso. En Yela, los pequeños grupos de jubilados pasan el rato en agradable conversación sentados al sol a la puerta de sus casas.
Ignoro si aún vive en Hontanares el señor Manolo, don Manuel Ortega Alcalde. Era muy anciano la última vez que hablé con él y desde entonces ha pasado mucho tiempo. El señor Manolo tenía su casa cerca de la plazuela del pueblo. La casa del señor Manolo lucía sobre la piedra pulida del dintel la leyenda "se reedificó el año 1952. T.D.". En cierta ocasión, una tarde fría, paseando por el altillo de las eras desde donde se domina abierta una inmensa panorámica de la Alcarria, el señor Manolo me contó que durante la guerra llevaban al pueblo muchos italianos muertos, que los vaciaban en montones frente a su casa, y que luego se los llevaban a enterrar Dios sabe dónde. Me lo contaba el buen hombre -así lo recuerdo- volviendo la vista atrás, mirando al pueblo, y con un canalillo de voz tan tenue que apenas se le podía oir.
Así fue; la llamada Batalla de Guadalajara durante la Guerra Civil también tomó estas tierras como escenario. Fue una batalla horrorosa y cruel, de la que Ernest Hemingway, que sirvió en ella como corresponsal para un periódico neoyorquino, escribió días después párrafos tan patéticos y desgarradores como éste: "La línea del frente parte de las colinas y atraviesa un bosque de encinas, y por doquier se ven rastros de una súbita y precipitada fuga. No hay modo de verificar el total de pérdidas italianas en la batalla de Guadalajara, pero las estimaciones van de dos a tres mil, entre muertos y heridos"; o este otro:"Todo el campo de batalla, cuyas alturas dominan Brihuega, está sembrado de papeles, cartas, mochilas, útiles de trinchera y, por todas partes, muertos."
Pues bien; lo uno y lo otro, los ahora lejanos acontecimientos bélicos de la Guerra de Sucesión, y los más recientes de la pasada contienda civil, tuvieron por estas latitudes su más doloroso foco de enfrentamiento. La gente acaba por no sostener noticia en su memoria; los que fueron testigos presenciales van desapareciendo paulatinamente por razones de edad, y los que vienen tras ellos, apenas llegarán a saber algo de lo acontecido si no echan mano a los libros de Historia. Ahí queda, no obstante, como testimonio, el marco, el lugar exacto de los hechos; un campo que, según las horas del día, hay veces que se tiñe de rojo, otras de negro, otras de sutil violeta cuando amanece, mientras que en lo profundo de sus capas de tierra, medianamente pedregosa y perdida en el silencio, late el calorcillo tibio de la sangre de los muertos.
La imagen representa el cuadro de Alaux "La batalla de Villaviciosa"
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