lunes, 16 de mayo de 2011

EN LA VEGA DEL CODORNO



(Fragmento cogido del Capítulo VI de mi libro “Viaje a la Serranía de Cuenca”, publicado en 1983. La fotografía, bastante deficiente en calidad como puede verse, tiene el mérito de haber sido tomada en aquel viaje desde la subida a la Cueva)
«Se sube a la Cueva por una senda pedregosa que hace un guiño a mitad con dirección al cerro. En medio de la senda hay una cabra amarrada al zopetero con las ubres para estallar. La cabra mira al caminante sin moverse del sitio, rumiando una dentellada de hierba con cara de inquisidor en trance.
La cueva que da nombre al pueblecito que tenemos debajo es un refugio natural de proporciones descomunales abierto en la roca. Una cripta tremenda de legendaria catedral, anterior en el tiempo a la misma historia del hombre, donde los habitantes de La Vega representaron por tradición durante muchos años, siglos quizás, la escena viva del nacimiento de Cristo, utilizando para ello personajes reales y productos e indumentarias de la tierra en cada Navidad. Por unas u otras razones la tradición se rompió y con ella perdió el costumbrismo de la Serranía una de sus más exquisitas manifestaciones. Del fondo de la cueva parte un pasadizo subterráneo, horadado en las peñas, del que la gente de la comarca afirma que no tiene fin, y si es que lo tiene nadie se lo ha visto. El valle queda por debajo, poblado de casas blancas y rojizas en mitad de las huertas; y campos verdes de mies, aún sin sazonar, entre los que pasan las hileras de chopos que siguen de cerca las márgenes del río. Desde la misma boca de la cueva se ven al otro lado las mujeres serranas lavando en la ribera del río. Los grajos graznan sobre nuestras cabezas, escondidos dentro de los agujeros de la techumbre donde es posible que tengan el nido. En el suelo hay cuerpos secos de avechuchos que cayeron del techo sin haber aprendido a volar, o fenecieron en singular duelo sin cuartel, unos contra otros, en cualquier noche de luna.

El otro bar de La Cueva tiene el sugestivo nombre de "Las Vegas". Hay allí un comprador de ganado que viene de Almazán, en tierras de Soria. Al cabo de un rato, después de hablar, de descansar, de beber dos o tres vasos de cerveza cada uno, nos damos cuenta de que, a pesar de habernos conocido hace un instante, estamos rayando la amistad. Tirando del hilo de la conversación sacamos después en consecuencia que tenemos un conocido común, tratante de Gómara; no amigo, me dice él, por aquello de tenerse que mojar -cosas del destino- los pies en las aguas del mismo oficio, pero sí motivo bastante como para alargar el palique durante otro rato y celebrar la feliz coincidencia con un sorbete más en el mostrador.
- Pues muy bien. Así que dice usted que anda por aquí viendo todo esto a pie y que no es por ninguna promesa. Oiga, pues le voy a decir que en mi pueblo había uno que se fue de peregrinación a Compostela y apareció al cabo de los años por las Américas con más cuartos que un torero. Eso sí, aquel dicen que era un tío listo.
- Ya. Pues aquí, este modesto servidor de usted no salió de su casa a peregrinar ni nada que se le parezca, ni a cumplir una promesa, bien lo sabe Dios; ni espera volver con más pesetas de las que puso en el morral, sino con algunas menos, y los pies destrozados por añadidura de tanto patear por la sierra. Para que vea lo que son las cosas.
El señor de Almazán dice que se tiene que ir; que se acercará hasta Fuertescusa a recoger una docena de cabritos, para estar en casa antes de ponerse el sol.
- Y ha dicho que no lleva rumbo fijo –me pregunta. Pues si quiere se podía venir conmigo hasta la parte de Priego, y desde allí se pone otra vez en camino por donde le pida el cuerpo. Aquel terreno es mucho más cómodo, donde va a dar; hay menos cuestas y los pueblos están más cerca unos de otros.
- Ya lo creo que me gustaría aceptar -le digo; pero me temo que no va a poder ser tal y como usted dice. La verdad es que no llevo rumbo fijo, pero sí que tengo intención de subir hasta Beteta, y por esos caminos que usted me indica creo que no llegaría nunca, si no vuelvo otra vez atrás o le doy la vuelta al mundo.
El tratante se ha parado a cavilar apoyándose en la vara de fresno. Yo pido otros dos vasos más para rematar la fiesta. El tratante golpea al fin el suelo con el bastón, como si hubiera dado con la clave del enigma que tenía entre ceja y ceja, y al que no le daba la gana de salir.
- Nada; pues ya está. Usted se viene conmigo hasta el empalme de Poyatos, se sube a pie tranquilamente, yo sigo mi camino, y por la mañana puede salir hacia Beteta que desde allí tiene carretera. ¡Vamos, siempre y cuando usted no tenga inconveniente!

En la caja trasera de la camioneta viajan con nosotros una veintena de chivos acabados de adquirir por el tratante en la misma Vega del Codorno. Me explica que aquella sierra tiene buena carne, pero que a él, en realidad, lo que más le interesa son los terneros para el recrío y que por aquella zona son escasos. Algo más adelante vemos, en una calva del pinar junto al camino, una manada de vacas pastando en la pradera. El conductor afloja la marcha instintivamente al cruzar a la altura del ganado. Las vacas son blancas con manchas negras, y blancas con lunares marrones y de color siena. Los becerrillos mueven el rabo graciosamente cuando maman de sus madres, y se ponen luego a retozar como locos por entre los pinos.
- Esas las tienen para leche. Son buena carne, ya digo, pero cuatro de ellos. Para comprar en cantidad hay que irse a Checa o a la zona norte de la provincia de Guadalajara.
La carretera es por aquí agreste, muy difícil, con tremendos barrancales y despeñaderos que van cubriendo los pinos. La piel del bosque es una masa tupida de un verde azulado que brilla con el sol. En algún sitio atravesamos un paredón de roca, a manera de túnel natural, montaraz y pintoresco.
En el paraje de Tejadillos la carretera continúa con dirección a Las Majadas. Nosotros debemos tomar, según me explica el chofer, el ramal de la derecha que parte hacia Cañamares en tierra de Priego.
Por Tejadillos nos encontramos con las aguas limpias del río Escabas que seguiremos después, siempre a su derecha, hasta el ya convenido empalme de Poyatos. A petición de su acompañante, el gentil conductor de la camioneta consiente en perder unos minutos al pie del "Monumento a la Madera", que se levanta sobre un rellano en el cruce de caminos. El original monumento es obra del artista de las formas Gustavo Torner, y consiste en un cubo enorme alzado en el vacío, cuyas doce aristas son otras tantas vigas de pino que sostienen en el mismo centro geométrico de aquel volumen de aire, sujeto ingeniosamente por cables, otro cubo, ahora de metal, en el que se guarda un puñado de tierra traída de cada uno de los países participantes en el VI Congreso Forestal Mundial de 1966, en cuyo "recuerdo y memoria" se levantó la obra.»

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