Yo creo que la Alcarria empieza en Castejón, mi pueblo, que por algo es el “balcón de la Alcarria”, y no sé dónde acaba. Es toda ésta una tierra tan parecida en sus gustos y en sus costumbres que, a pesar de que a veces se escape del recinto geográfico que la limita, para mí siguen siendo alcarreños casi hasta muy cerca de Madrid. La gente de la Alcarria somos muy abiertos, pero somos secos; por lo menos ese es el concepto que la gente de fuera tiene de nosotros. Somos secos como buenos castellanos y como producto de una tierra sacrificada, olvidada, y eso en mis canciones se tiene que reflejar.
(José Luís Perales. “Nueva Alcarria” 10.10.1981)
El diccionario que tengo a mano en este momento define el nombre común “alcarria” como “terreno alto y, por lo común, llano y de escasa vegetación”. La Alcarria, en cambio, considerada como comarca característica de Castilla, como espacio concreto, si bien no muy preciso por cuanto a sus límites se refiere, es una tierra con un marcado y reconocido carácter que se extiende en porciones desiguales entre las provincias de Guadalajara, Cuenca y Madrid, siendo la de Guadalajara la que en el prorrateo de lugares y tierras ha salido con la mayor parte, hasta el punto de que en el decir general, los gentilicios guadalajareño y alcarreño vienen a significar lo mismo.
Hoy vamos a dedicar nuestro espacio de la semana -tercero y final de los dedicados a la Alcarria- a una de las otras dos Alcarrias, a la segunda en importancia si tomamos por principal motivo el de su extensión por un lado, y el número de villas y de pueblos que pose por otro: la Alcarria de Cuenca. No es necesario advertir que una y otra, entre las tres Alcarrias, tienen como límites los mismos que a la vez lo son de sus respectivas provincias, fronteras de artificio dentro de una comarca natural única.
Cuando don Camilo decidió, hace ahora sesenta y cinco años, patearse a pie las tierras de la Alcarria, prefirió no salir de Guadalajara, dejando a un lado la de Cuenca: «por Cuenca puede que ande el pinar» -dejó escrito como razón-, se equivocó; por la Alcarria de Cuenca andan el tomillo y el romero, el espliego y la salvia, el mimbre y el esparto, la avena, el centeno, el trigo, la cebada, y ahora el girasol como en casi todos los campos de la submeseta sur. El pinar anda más lejos, allá por la Serranía, donde no es fácil, pero sí hermoso el caminar. Lo sé por experiencia, y a fe que los ojos nunca gozaron tanto, ni las fauces secas del caminante, al topar por aquí y por allá con las fuentes que sacan del corazón de la tierra las aguas más delicadas de Europa.
Andando a pie llano, la Alcarria de Cuenca aparece muy pronto, apenas pasar la villa de Alcocer. La Alcarria conquense comienza justo al otro lado del Guadiela y llega, siguiendo carretera adelante, hasta casi las mismas puertas de la capital del Júcar por Cañaveras y por Villar de Domingo García, dos pueblos de agricultores eminentemente alcarreños. Pero como para hablar o escribir sobre la Alcarria de Cuenca se haría precisa una extensión de la que aquí carecemos, y como tal vez el viajero que se acerque a ella con ánimo de conocerla disponga de un tiempo también insuficiente, voy a referirme, y muy de pasada, a cuatro puntos muy concretos que marcan, cada cual a su modo, los pilares sobre los que se apoya todo el encanto, el valor y la diversidad, de aquel fragmento de la única Alcarria con la que se adorna el variopinto tapiz de las tierras de Castilla. Los cuatro lugares a los que hago referencia, y salvo mejor opinión, serían el pueblo de Valdeolivas, las ruinas romanas de la ciudad de Ercávica en Cañaveruelas, y las nobles villas de Huete y Priego como cabeceras de comarca, donde la historia, el arte y las tradiciones, dieron forma al modo de ser de sus gentes, e influyeron, incluso, en el paisaje, distinto y personal, como corresponde a dos de las más sonoras ciudadelas castellanas con solera de siglos.
Valdeolivas
En Valdeolivas merece la pena detenerse para admirar de paso el exterior y el interior de su iglesia parroquial de la Asunción, que tiene por remate una torre de cinco cuerpos y se corona con triples parejas de vanos superpuestos en el campanario, muestra única de la arquitectura tardorrománica de todas las Alcarrias. Y dentro, como fondo a la nave, en la parte alta del ábside un casquete con pinturas protogóticas que tampoco se repiten, en el que se ven representados un artístico Pantocrátor, un tetramorfos alrededor con el símbolo de los cuatro evangelistas, y un apostolado completo a derecha e izquierda, repartido en dos grupos de seis figuras cada uno. Desde luego que sí, que cada monumento está donde debe de estar, pero esa iglesia de Valdeolivas, dada su proximidad a las tierras de Guadalajara, es una pena que no se encuentre aquí, en cualquier pueblo nuestro de aquellos contornos, o por lo menos una réplica para hacer más variado y rico nuestro patrimonio. Que los valdeoliveros, tan amantes de lo suyo, sepan disculpar este absurdo deseo que en el fondo (a cada uno lo suyo), reconozco que no me ha salido del corazón.
ErcávicaErcávica, con sus ruinas y sus excavaciones interminables queda, como ya se ha dicho, en la otra orilla del Guadiela. Fue una de las principales ciudades romanas en tiempos del Imperio, y cuyos habitantes -escribió Plinio- gozaron de los derechos plenos que correspondían a los ciudadanos romanos. Dos siglos antes de Cristo ya se calificó a Ercávica de noble ciudad, y en ella se acuñó moneda romana en tiempos de la República y durante los imperios de Augusto, Tiberio y Calígula. En las excavaciones se encontró una placa de bronce del siglo I con elementos litúrgicos y religiosos, única en ese tipo de material que se conoce en todo el mundo latino, así como la bellísima cabeza de mármol blanco pulido de Lucio Cesar niño (siglo I antes de Cristo), que se conserva como un tesoro, y lo es, en el Museo Arqueológico de Cuenca. Con respecto a ese bellísimo busto, uno es testigo de haber visto a una súbdita americana, docta en Arqueología, que luego de haberle tomado, desde todos los ángulos y distancias posibles, cuantas fotos le pareció oportuno, se la quiso comer a besos.
Huete
Huete es con todo merecimiento la capitalidad de una buena porción de la Alcarria de Cuenca. La villa rezuma licor de viejos señoríos por los poros de las centenarias piedras de sus palacios, por las juntas de sillar de sus conventos, de entre los que destaca el de la Merced, grandioso, donde en estos tiempos nuestros se alojó el ayuntamiento y halló acogida en su marco ideal el museo de pinturas "Florencio de la Fuente". En el convento de la Merced de Huete estuvo durante siglos el más bello de los Cristos que pintó El Greco, ahora en el Museo de Arte Religioso de la catedral de Cuenca. La iglesia o convento que llaman El Cristo, es en Huete un conjunto monumental, un complejo de edificios con portada lateral al gusto plateresco sencillamente hermosa; se levantó hacia el año 1570 y se atribuye a Berruguete, y a don Andrés de Vandelvira, aquel que convirtió en divinos tantos edificios de Úbeda y Baeza. La división etnicocostumbrista de los barrios de Huete, entre quiterios y sanjuanistas, es otra de las notas características a considerar entre los valores que heredó la villa.
PriegoPor los alrededores de Priego corren las aguas serranas del río Escabas, aunque el pueblo es, por situación y por carácter, uno de los más distinguidos de toda la Alcarria. Es famoso por sus alfares, por la artesanía del mimbre, por su condición de Villa Condal, y por el famoso convento de San Miguel de las Victorias que, salvando infinitas vicisitudes desde el último cuarto del siglo XVI en que se construyó, todavía se conserva prestando servicios de espiritualidad a propios y foráneos bajo los riscos del Monte Santo. Pero vayamos por partes aunque sea a vuelapluma, porque de Priego hay mucho que decir. Existieron por sus distintos barrios a mediados del siglo XVII más de quinientos especialistas dedicados por oficio al noble quehacer de modelar el barro. Cuando estuve la última vez, sólo quedaban cuatro. Ignoro cómo andará a estas alturas la industria del mimbre, aunque me consta que hace sólo un par de décadas se exportaban valiosas piezas, incluso a otros continentes. La producción del mimbre bajó de manera alarmante, hasta casi desaparecer, en toda la Alcarria. Los Condes de Priego -Mendozas y Carrillos-, emparentados con nuestra nobleza guadalajareña, ocuparon lugares preferentes en la historia nacional del XVI; el sexto de ellos, don Fernando Carrillo de Mendoza, mayordomo a la sazón de don Juan de Austria, fue quien llevó la noticia de la victoria de Lepanto al papa Pío V, lo que le dio motivo bastante como para comprometerse a la construcción de un convento de religiosos en la villa cabecera de su condado, y así lo hizo. Allí está el de San Miguel de las Victorias, o de la Victoria, como así prefieren otros, sede de devociones mirando al abierto valle, con el famoso Estrecho a un lado y la villa al otro. Poco más allá, río arriba, uno se perdería enseguida por la sorprendente Serranía de Cuenca.
Tengo la seguridad de que nuestros lectores de la villa de Buendía, que me consta los hay, echarán en falta una referencia a su pueblo, ahora tan interesante con sus rincones irrepetibles de junto al río, su Ruta de las Caras, su Museo del Carro, su fantástica iglesia, y tantas cosas más, que merecen un espacio para ella misma, y que algún día se hará.
(José Luís Perales. “Nueva Alcarria” 10.10.1981)
El diccionario que tengo a mano en este momento define el nombre común “alcarria” como “terreno alto y, por lo común, llano y de escasa vegetación”. La Alcarria, en cambio, considerada como comarca característica de Castilla, como espacio concreto, si bien no muy preciso por cuanto a sus límites se refiere, es una tierra con un marcado y reconocido carácter que se extiende en porciones desiguales entre las provincias de Guadalajara, Cuenca y Madrid, siendo la de Guadalajara la que en el prorrateo de lugares y tierras ha salido con la mayor parte, hasta el punto de que en el decir general, los gentilicios guadalajareño y alcarreño vienen a significar lo mismo.
Hoy vamos a dedicar nuestro espacio de la semana -tercero y final de los dedicados a la Alcarria- a una de las otras dos Alcarrias, a la segunda en importancia si tomamos por principal motivo el de su extensión por un lado, y el número de villas y de pueblos que pose por otro: la Alcarria de Cuenca. No es necesario advertir que una y otra, entre las tres Alcarrias, tienen como límites los mismos que a la vez lo son de sus respectivas provincias, fronteras de artificio dentro de una comarca natural única.
Cuando don Camilo decidió, hace ahora sesenta y cinco años, patearse a pie las tierras de la Alcarria, prefirió no salir de Guadalajara, dejando a un lado la de Cuenca: «por Cuenca puede que ande el pinar» -dejó escrito como razón-, se equivocó; por la Alcarria de Cuenca andan el tomillo y el romero, el espliego y la salvia, el mimbre y el esparto, la avena, el centeno, el trigo, la cebada, y ahora el girasol como en casi todos los campos de la submeseta sur. El pinar anda más lejos, allá por la Serranía, donde no es fácil, pero sí hermoso el caminar. Lo sé por experiencia, y a fe que los ojos nunca gozaron tanto, ni las fauces secas del caminante, al topar por aquí y por allá con las fuentes que sacan del corazón de la tierra las aguas más delicadas de Europa.
Andando a pie llano, la Alcarria de Cuenca aparece muy pronto, apenas pasar la villa de Alcocer. La Alcarria conquense comienza justo al otro lado del Guadiela y llega, siguiendo carretera adelante, hasta casi las mismas puertas de la capital del Júcar por Cañaveras y por Villar de Domingo García, dos pueblos de agricultores eminentemente alcarreños. Pero como para hablar o escribir sobre la Alcarria de Cuenca se haría precisa una extensión de la que aquí carecemos, y como tal vez el viajero que se acerque a ella con ánimo de conocerla disponga de un tiempo también insuficiente, voy a referirme, y muy de pasada, a cuatro puntos muy concretos que marcan, cada cual a su modo, los pilares sobre los que se apoya todo el encanto, el valor y la diversidad, de aquel fragmento de la única Alcarria con la que se adorna el variopinto tapiz de las tierras de Castilla. Los cuatro lugares a los que hago referencia, y salvo mejor opinión, serían el pueblo de Valdeolivas, las ruinas romanas de la ciudad de Ercávica en Cañaveruelas, y las nobles villas de Huete y Priego como cabeceras de comarca, donde la historia, el arte y las tradiciones, dieron forma al modo de ser de sus gentes, e influyeron, incluso, en el paisaje, distinto y personal, como corresponde a dos de las más sonoras ciudadelas castellanas con solera de siglos.
Valdeolivas
En Valdeolivas merece la pena detenerse para admirar de paso el exterior y el interior de su iglesia parroquial de la Asunción, que tiene por remate una torre de cinco cuerpos y se corona con triples parejas de vanos superpuestos en el campanario, muestra única de la arquitectura tardorrománica de todas las Alcarrias. Y dentro, como fondo a la nave, en la parte alta del ábside un casquete con pinturas protogóticas que tampoco se repiten, en el que se ven representados un artístico Pantocrátor, un tetramorfos alrededor con el símbolo de los cuatro evangelistas, y un apostolado completo a derecha e izquierda, repartido en dos grupos de seis figuras cada uno. Desde luego que sí, que cada monumento está donde debe de estar, pero esa iglesia de Valdeolivas, dada su proximidad a las tierras de Guadalajara, es una pena que no se encuentre aquí, en cualquier pueblo nuestro de aquellos contornos, o por lo menos una réplica para hacer más variado y rico nuestro patrimonio. Que los valdeoliveros, tan amantes de lo suyo, sepan disculpar este absurdo deseo que en el fondo (a cada uno lo suyo), reconozco que no me ha salido del corazón.
ErcávicaErcávica, con sus ruinas y sus excavaciones interminables queda, como ya se ha dicho, en la otra orilla del Guadiela. Fue una de las principales ciudades romanas en tiempos del Imperio, y cuyos habitantes -escribió Plinio- gozaron de los derechos plenos que correspondían a los ciudadanos romanos. Dos siglos antes de Cristo ya se calificó a Ercávica de noble ciudad, y en ella se acuñó moneda romana en tiempos de la República y durante los imperios de Augusto, Tiberio y Calígula. En las excavaciones se encontró una placa de bronce del siglo I con elementos litúrgicos y religiosos, única en ese tipo de material que se conoce en todo el mundo latino, así como la bellísima cabeza de mármol blanco pulido de Lucio Cesar niño (siglo I antes de Cristo), que se conserva como un tesoro, y lo es, en el Museo Arqueológico de Cuenca. Con respecto a ese bellísimo busto, uno es testigo de haber visto a una súbdita americana, docta en Arqueología, que luego de haberle tomado, desde todos los ángulos y distancias posibles, cuantas fotos le pareció oportuno, se la quiso comer a besos.
Huete
Huete es con todo merecimiento la capitalidad de una buena porción de la Alcarria de Cuenca. La villa rezuma licor de viejos señoríos por los poros de las centenarias piedras de sus palacios, por las juntas de sillar de sus conventos, de entre los que destaca el de la Merced, grandioso, donde en estos tiempos nuestros se alojó el ayuntamiento y halló acogida en su marco ideal el museo de pinturas "Florencio de la Fuente". En el convento de la Merced de Huete estuvo durante siglos el más bello de los Cristos que pintó El Greco, ahora en el Museo de Arte Religioso de la catedral de Cuenca. La iglesia o convento que llaman El Cristo, es en Huete un conjunto monumental, un complejo de edificios con portada lateral al gusto plateresco sencillamente hermosa; se levantó hacia el año 1570 y se atribuye a Berruguete, y a don Andrés de Vandelvira, aquel que convirtió en divinos tantos edificios de Úbeda y Baeza. La división etnicocostumbrista de los barrios de Huete, entre quiterios y sanjuanistas, es otra de las notas características a considerar entre los valores que heredó la villa.
PriegoPor los alrededores de Priego corren las aguas serranas del río Escabas, aunque el pueblo es, por situación y por carácter, uno de los más distinguidos de toda la Alcarria. Es famoso por sus alfares, por la artesanía del mimbre, por su condición de Villa Condal, y por el famoso convento de San Miguel de las Victorias que, salvando infinitas vicisitudes desde el último cuarto del siglo XVI en que se construyó, todavía se conserva prestando servicios de espiritualidad a propios y foráneos bajo los riscos del Monte Santo. Pero vayamos por partes aunque sea a vuelapluma, porque de Priego hay mucho que decir. Existieron por sus distintos barrios a mediados del siglo XVII más de quinientos especialistas dedicados por oficio al noble quehacer de modelar el barro. Cuando estuve la última vez, sólo quedaban cuatro. Ignoro cómo andará a estas alturas la industria del mimbre, aunque me consta que hace sólo un par de décadas se exportaban valiosas piezas, incluso a otros continentes. La producción del mimbre bajó de manera alarmante, hasta casi desaparecer, en toda la Alcarria. Los Condes de Priego -Mendozas y Carrillos-, emparentados con nuestra nobleza guadalajareña, ocuparon lugares preferentes en la historia nacional del XVI; el sexto de ellos, don Fernando Carrillo de Mendoza, mayordomo a la sazón de don Juan de Austria, fue quien llevó la noticia de la victoria de Lepanto al papa Pío V, lo que le dio motivo bastante como para comprometerse a la construcción de un convento de religiosos en la villa cabecera de su condado, y así lo hizo. Allí está el de San Miguel de las Victorias, o de la Victoria, como así prefieren otros, sede de devociones mirando al abierto valle, con el famoso Estrecho a un lado y la villa al otro. Poco más allá, río arriba, uno se perdería enseguida por la sorprendente Serranía de Cuenca.
Tengo la seguridad de que nuestros lectores de la villa de Buendía, que me consta los hay, echarán en falta una referencia a su pueblo, ahora tan interesante con sus rincones irrepetibles de junto al río, su Ruta de las Caras, su Museo del Carro, su fantástica iglesia, y tantas cosas más, que merecen un espacio para ella misma, y que algún día se hará.
(En la fotografía: divisoria de caminos en Cañaveras)
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