jueves, 20 de octubre de 2011

CALLES DE PASTRANA

    
        Señora y bien señora lo es de todas las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques. La que se introdujo en las páginas de la Historia impulsada por dos nombres de mujer: Ana y Teresa. Todavía recuerdo a Pastrana, caminando por aquella encrucijada de calles cuestudas en cualquiera de sus barrios, eran aquellos tiempos, antiguos como ella, en los que se vieron envueltos dentro del complicado juego de la vida diaria, hombres y mujeres de las más distintas procedencias, de diferentes credos, de razas dispares, todos ellos comprometidos en una misma empresa: la de embellecer la villa al amparo de sus señores duques.
            Ana y Teresa. Ana la de Mendoza, la de Éboli, un carácter de bronce irresistible; una mujer que había nacido para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies, y, sobre todo, había nacido para sufrir, para ser víctima de las circunstancias, de sus propias circunstancias, desde que fue niña.. Y Teresa de Jesús, Teresa la Grande, demasiada Teresa para haber nacido mujer y para ser santa, maestra de espiritualidad donde las haya habido, insigne doctora de la Iglesia, renovadora eficiente de la Orden del Carmelo, “fémina inquieta y andariega”, y mujer de dios sobre todas las cosas.
            La sombra de estas dos damas, a las que la casualidad quiso poner frente a frente, precisamente aquí, se mece de día y de noche sobre Pastrana como latido de su viejo corazón de Señora de la Alcarria.

            Hay que descubrirse, amigo lector, antes de entrar en Pastrana. A la Villa Ducal conviene acercarse con el corazón repleto de buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación. Pastrana es una ciudadela que tiene la virtud de enamorar a quienes a ella se acercan con el ánimo libre de prejuicios. Los romanos la llamaron Palaterna allá por tiempos del Imperio, y Paterniana después. Durante los cuatro o cinco primeros siglos de nuestra era, Pastrana debió de ser una ciudad distinguida, de la que quiere la tradición que fuese San Avero su primer obispo allá por los años medios del siglo quinto.
            Un largo silencio en el correr del tiempo nos pone en 1174, año en el que el rey Alfonso VIII de Castilla dona a la Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él todas sus tierras y sus caseríos anejos, entre los que se contaba Pastrana. Algunos siglos mas tarde el emperador Carlos I la vendió a doña Ana de la Cerda, viuda a la sazón de don Diego de Mendoza, conde de Melito, con lo que comenzaría a resplandecer para tiempos venideros por aquellos lares una nueva estrella de la constelación Mendocina. En el año 1569, una nieta de su compradora, doña ana de Mendoza y de la Cerda, “Princesa de Éboli”, y su esposo Ruy Gómez de Silva, consiguieron del rey Felipe II el título de Duques de Pastrana, lo que les dio la oportunidad de emprender de inmediato la urbanización y el embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue necesario buscar donde los hubiere a los más diestros peritos en el arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes en su mayoría, que se fueron estableciendo en el barrio morisco del Albaicín.

            La costosa puesta en pie del palacio de los duques es una muestra palpable del gusto exquisito, a la vez que del poder económico, de sus primeros duques, y muy en especial de doña ana de Mendoza, la Princesa, mujer de complicado carácter a la que el tiempo se encargó de acrecentar sus ya abultados defectos y de juzgar con injustificable parcialidad. El arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli, emprendió allá por los albores del siglo XVII la ampliación de la actual Colegiata, con el doble fin de convertirla en un templo digno dedicado al culto, y en panteón familiar para él y para sus padres, a los que amó y admiró con reverencia.

Los tres barrios de Pastrana
            Por cualquiera de las calles de Pastrana se respiran al pasar los viejos aires de la España del Renacimiento. “Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo, y algunas veces, a Santiago de Compostela”, dejó escrito como primera impresión de la villa en su primer viaje por la Alcarria C.J.Cela.
            Son tres, contados y diferentes, los barrios los barrios que recuerdan al visitante la vida española en la Castilla del siglo XVI, tal como fue o como nosotros nos la imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que tiene como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
            En el barrio de Palacio queda abierta, mirando a todos los soles de la Alcarria, la Plaza de la Hora, con sólo tres caras y una potente barbacana que da vista hacia la vega del Arlés. El nombre de esta señorial plaza, le viene dado por haber sido una hora cada día el tiempo que a la desdichada Princesa de Éboli se le permitía contemplar el mundo desde la famosa reja que todavía existe; y así durante largos años de prisión en su propio palacio, que hubo de cumplir por expreso mandato del rey Felipe II hasta el día de su muerte. Del barrio de Palacio sale bajo arco la Calle Mayor hasta la plazuela de la Colegiata.
            El Albaicín, como antes se ha dicho y es fácil adivinar por su nombre, es el barrio morisco, el barrio en el que residieron los granadinos acarreados por los primeros duques para instalar en la villa la industria de la seda. Fue el barrio de los tejedores y de los artesanos, cuyo producto, hasta bien entrado el siglo XVIII, gozó de justa estima en los mercados de toda la península y de ultramar. No faltan quienes aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del viejo bario morisco de Pastrana.
            El Albaicín se encuentra al noreste de villa, separado del resto de la población por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana estampa de piedra sillar mirando al saliente, se encuentra la recia mansión, dos veces centenaria, de Moratín. El autor de la “Comedia nueva” pasó largas temporadas en Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama bellísima, hija de modestos labradores, era natural de Pastrana. Se dice que don Leandro Fernández de Moratín escribió en su casa de la Alcarria “La Mojigata” y una buena parte de “El sí de las niñas”.
            En el barrio de San Francisco destaca como edificio principal el de la iglesia Colegiata. Es el barrio con más sabor a siglos que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Iglesia y del Ayuntamiento está la Plaza de los Cuatro Caños, nombre que le presta su fuente en forma de copa estriada de la que penden cuatro chorros sobre un pilón octogonal de piedra labrada. Hasta hace muy poco se creyó que la fuente de los Cuatro Caños era obra dieciochesca, pero en la reciente restauración se ha descubierto, y así queda a la vista de todos inscrita sobre la piedra del pilón, la de 1588 como año de su construcción, lo cual viene a despejar al respecto todas las dudas. Cuenta la tradición que en una de las más antiguas viviendas –ahora restaurada- de esta típica plaza, habitó durante algún tiempo la reina doña Berenguela de Castilla, madre del rey Fernando III el Santo.
            Y a partir de aquí callejones perdidos en cuesta, aleros envejecidos que casi se tocan, dejando entre su oscuro maderaje un simple firlacho de luz por el se cuela el cielo azul de la Alcarria, sin permitir siquiera que el sol llegue a besar las piedras del pavimento. Esquinas con la señal acaso de candilejas que alumbraron, en las noches de lejanas centurias, alguna cruz de palo o el nicho sombrío donde los antiguos colocaron a devoción, como protector de sus vidas y de sus hogares, la imagen de algún bienaventurado. En la Calle de la Palma luce su portada de dovelas la Casa de la Inquisición, con escudo incluido; y en la del Heruelo la Casa de los Canónigos, y a cuatro pasos de allí la del Dean, mientras que el Callejón del Toro llega en vertiente hasta la Plaza de la Hora.
            Por todas partes, aunque la villa poco a poco va cambiando de aspecto, la presencia viva de otros siglos, hecha recuerdo en casonas anónimas y en conventos donde el tiempo, desde los años de su pasado esplendor, parece haberse detenido para siempre.

Los monumentos
            Es ahí, en sus monumentos, donde se manifiesta de manera más real el poso de las glorias pasadas. El Palacio Ducal, ahora restaurado y para tantos desconocido; la Iglesia Colegiata, con su famosa colección de tapices flamencos -la más importante del mundo en estilo y época-, y la cripta enterramiento de varios de sus duques; el Convento Franciscano, antes de Carmelitas, fundado por Santa Teresa, dedicado hoy a menesteres bien distintos, quedan ahí para hablar de ellos en otra previsible ocasión. En ésta es el alma silente de Pastrana, sus calles y sus rincones más característicos, los que nos han entretenido el tiempo y el espacio del que disponemos.            

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