lunes, 24 de octubre de 2011

UN PASEO POR LA CUENCA ANTIGUA (Continuación)


            Justamente detrás, en el espacio que hay entre esta pina subida y el angosto callejón de los Artículos, está la añosa iglesia de San Andrés, castigada cuando la Guerra Civil, pero que todavía tiene para ofrecer, pese a su extrema pobreza, una hermosa portada de principios del XVIII, donde lo barroco se mezcla con lo neoclásico en una combinación sencillamente admira­ble. Alguien pensó en dedicar esta iglesia de San Andrés a museo de la Semana Santa conquense.

            No lejos de donde ahora estamos ‑la primera de ellas en la confluencia de la calle Andrés de Cabrera con Alfonso VIII, y la segunda en el callejón que lleva su mismo nombre‑ nos interesan todavía las iglesias de San Felipe y de San Gil. Al templo de San Felipe Neri se sube por unos escalones con barbacana. Atendieron esta iglesia después de la Guerra Civil los padres Oblatos, hasta algunos años más tarde que abandona­ron la ciudad. Fue construida hacia el año 1739 a expensas de don Alvaro Carvajal y Lancaster, quien para ello se dice que hubo de vender hasta los colgantes de su cama. Se sabe que en su tesoro artístico contó con pinturas de Alonso Cano y alguna talla de Salzillo. Ahora, restaurada y co­queta, la iglesia de San Felipe recuerda en su interior aquellos flamantes salones palaciegos del arte rococó. 

            La que fue parroquia de San Gil Abad está situada según descendemos por la calle de Caballeros. Nos anuncia su empla­za­miento la cancela por la que se entre a un jardín semiaban­donado. La cancela de San Gil tiene la forma de un arco de triunfo, le­vantada con buen sillar allá por los años finales del siglo XVII. La torre de la parroquia y la que debió ser su bella portada sobreviven malamente a los azotes del tiempo y del desinterés.

            Es casi todo aún lo que nos falta por ver de esta Cuenca empinada que sube hasta la catedral. Vamos a recrearnos en la recia y castellana estampa de la calle de Alfonso VIII, te­niendo muy en cuenta que las casas de cuatro y de cinco plan­tas que aquí vemos, andan medio suspendidas en su parte trase­ra sobre la Hoz del Huécar. Se trata de uno de los ejemplos claros de arquitectu­ra vertical que distingue a esta ciudad de cualquier otra del mundo. La calle de Alfonso VIII termina en la Anteplaza, bajo los arcos del Ayuntamiento que dan paso a la Plaza Mayor.

            Sin entrar por el momento en la Plaza Mayor, lo que ya se hará a su debido tiempo, vamos a dedicar unos minutos a reco­rrer la plazoleta de la Merced, o del Seminario, y a contem­plar in situ el segundo de los símbolos que tiene la ciudad ‑el primero son las Casas Colgadas‑, es decir, la torre de Mangana.

            Al Seminario Conciliar de San Julián, se llega por un es­trecho callejón en cuesta que queda al respaldo de la Antepla­za. La portada barroca del Seminario, exquisita en ornato, compite con su vecina de la Merced, si bien en ésta las formas propias del arte barroco se ven menos acentuadas. Parece ser que, antes de que los monjes mercedarios abandonasen Cuenca en el pasado siglo, hubo en este convento de su Orden lienzos del Veronés, de Morales, de Mengs, y algunos más atribuidos a Goya. La iglesia de la Merced se construyó hacia el año 1684, sobre el mismo solar en que antes estuvo el palacio familiar de los Hurtado de Mendoza. De su pasada grandeza permanece para la posteridad el magnífico rincón de la plazuela de la Merced, uno de los más completos e interesantes de la capital.

            La torre de Mangana surge como fondo a la calle que dicen del Canónigo Ayala, lateral al edificio del Seminario. Parece haber constancia de que sobre sus almenas llegó a tener una máquina lanzapiedras, o fundíbulo, para defender desde la altura los accesos a Cuenca. Se trata de un esbelto torreón de piedra que domina desde su explanada a la ciudad entera. Antiguamente, al tañido de la campana de esta torre, se ponía en sobreaviso a los conquenses ante cualquier eventualidad o peligro; luego se le colocó un reloj que va cantado, de día y de noche, las horas amables y las menos gratas de la vida de Cuenca. Como detalle perdurable del antiguo alcázar árabe, su origen es bastante im­preciso. Se ha modificado su estructura en alguna ocasión y, desde luego, su color varias veces. Desde la explanada de Mangana se divisan impresionantes vistas de los distintos barrios y de los alrededores de la capital.

            Terminaremos este apretado recorrido por la "Cuenca en puntillas" asomándonos, a través de una puerta en ojiva que hay en la Anteplaza, a la Bajada a San Miguel, dando vistas a la Hoz del Júcar. A esta escalinata se llamó en principio Cuesta de la Merced, nombre que el tiempo fue borrando capri­chosamente, y cambiando por el que ahora tiene, es decir, Bajada a San Miguel,  precisamente porque a su través se accede hasta la iglesia, romá­nica en origen, dedicada al arcángel. En este templo de extramu­ros recibieron sepultura los famosos orfebres conquenses de la familia Becerril, y se han dado en repetidas ocasiones varios de los conciertos de la Semana Internacional de Música Religiosa. el conjunto de viviendas que dan con sus espaldas en este rincón de la ciudad alta, viene a ser, como en otros vericue­tos conquen­ses, un desafío a las leyes más elementales del equili­brio, un grito de conquista sobre algo que en buena lógica resul­taría increí­ble.

(En la fotografía: El Júcar desde el Puente de San Antón. Al fondo el Seminario Mayor y la torre de Mangana)

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