sábado, 15 de octubre de 2011

UN PASEO POR LA CUENCA ANTIGUA



Un paseo a pie, naturalmente. En Cuenca, debido a la enorme cantidad de motivos que así lo requieren y a la curiosa configuración de sus más pintorescos rincones, no es aconsejable caminar de otro modo.

Como es de pura lógica el suponer que nuestro imaginario compañero de viaje que visita Cuenca por primera vez pudiera estar situado en medio del tráfico ciudadano de Carretería, es decir, perdido en la calle de las tiendas sin saber qué hacer ni hacia adonde dirigirse, yo le aconsejaría que siguiese por cualquiera de las dos calles la de Gil de Albornoz o la de Alonso Chirino que le llevarán en seguida hasta el Parque de San Julián. Se trata de un amable rinconcito de recreo al aire libre; un rectángulo geométricamente perfecto, distribuido en umbrosos paseos con una ancha plazuela central que acoge en su justo medio un templete para las actuaciones veraniegas de la banda de música. El Parque de San Julián, con sus cómodos bancos y sus fuentes de agua primeriza, fue y sigue siendo el lugar de descanso al que han acudido, durante muchas genera¬ciones, los más ancianos y los más tiernos de los habitantes que tuvo y que ahora tiene la ciudad.

Con sólo atravesar un estrecho pasadizo, que queda disimulado a la altura del ángulo izquierdo al otro lado del parque, se llega a la calle de Los Tintes, sin duda, una de las más características y sugerentes que tiene Cuenca. Como ya anuncia su nombre, en esta calle estuvieron instalados, durante los siglos XVI y posteriores, los talleres de tintorería de la ciudad, en donde se daba color cada año a cientos de miles de toneladas de lana, con destino a los tapices que por aquellos tiempos hicieron famosa a la indus¬tria conquense en esta especialidad. Resultaban admirables los tonos amarillos y ocres, conseguidos a base de azafrán y de otras plantas teñidoras que solían darse en las vegas del río Moscas. Entre las casas y los sauces de la calle de Los Tintes baja desde la Puerta de Valencia, arrastrando a menudo sobre el cemento su escaso caudal, el río Huécar. Por un puente escalonado que cruza sobre el río, abocamos por debajo de las casas a la recoleta Plaza de las Escuelas, o del Cardenal Payá. A nuestra derecha vemos cómo se dan la mano los tejados de la calle de La Moneda, mientras que a nuestra izquierda nos espera, no lejos, la que en otro tiempo fuera casa del Pósito Real, más conocida por El Almudí, obra representativa del renacimiento conquense, sobre cuya arcada en suave sillería almohadillada, se luce en antiguos mediorrelieves el escudo de la ciudad.

Con marcada inclinación desde estos inicios de la escalada por la ciudad, damos ahora con la calle de la Esperanza, donde se encuentra la fachada principal del convento de monjas Benedictinas Benitas, las llaman los conquenses bajo la advocación de Nuestra Señora de la Contemplación. Más arriba queda, detrás de una verja, un rincón con espadaña que se corresponde con el del antiguo Hospital de Todos los Santos.

Al lado mismo, ya casi en la Plazuela del Salvador, aparece, recia y severa, enmarcada por jambas y dintel de buena sillería, la portada de la casa curato de la parroquia del Salvador, sobre la que pervive el elegante escudo en piedra de los Valdés, familia conquense de la que salieron dos de las más destacadas celebridades del humanismo español en el mundo de las letras y del pensamiento: Juan y Alfonso de Valdés, el primero de ellos autor del famoso "Diálogo de las Lenguas".

Llegamos, pues, a la parroquia del Salvador. Antes que la ciudad se extendiese por la zona baja, fue la del Salvador la principal parroquia que tuvo Cuenca, aparte de la Catedral, naturalmente. La portada, según sacamos en consecuencia a primera vista, data de los tiempos de transición entre el arte del Renacimiento y el Barroco; cierra en doble hoja recubierta y se adorna en fortísimos herrajes y clavetería trabajados en las ya desaparecidas fraguas de Cuenca. Sobre el conjunto parroquial, y sobre todo el barrio, destaca su curiosa torre de campanario apuntado, fuera de todo estilo, con tres cuerpos, siendo el segundo de ellos el que muestra en cada cara elegantes ventanales con parteluz, mientras que el chapitel señala al cielo elevando en la cúspide una artística cruz de hierro. En el interior de la iglesia hay una sola nave con siete capillas laterales; en algunas de estas capillas se guardan durante todo el año varias de las imágenes procesionales de la Semana Santa. El retablo mayor, de clara intención renacentista, es todo un monumento en proporciones y en interés; seis enormes columnas estriadas con capiteles corintios delimitan las diferentes hornacinas en donde se muestran buenas tallas de evangelistas, de santos mártires y de confesores de la fe.

Si dejando atrás la iglesia del Salvador, subimos pegados a las verjas del jardín por la calle Solera, acabaremos al pie mismo de un rincón la mar de original; se trata de la calleja escalonada que llaman de la Madre de Dios, descubierta hace tan sólo tres o cuatro décadas. Es preciso subir hasta el último peldaño para sentir en los ojos, en el corazón y también en las piernas, el gozo y la tragedia de la "ciudad en volandas" de la que habló don Federico Muelas, el poeta de Cuenca. Como ofrenda final, ahí queda, estática encima de su peana esquinada, la bella imagen en piedra de la Madre de Dios que, allá por los años cincuenta, sacó de su cantera el escultor conquense Fausto Culebras. (Seguiremos otro día)

(En la fotografía, "El río Huécar por la Puerta de Valencia")



No hay comentarios: