viernes, 24 de febrero de 2012

EL CAMINO DE LA CAPITAL

Fragmento del capítulo II de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", escrito y publicado en el año 1983 
 
       A Cuenca se entra por la avenida de los Reyes Católicos, una calle an­cha de buenos edificios que se interna en el corazón de la ciudad lamiendo los muros de la plaza de toros. Un borrachín mata la mañana sentado junto a la botella de vino a la sombra de una cabina de Teléfonos. Los viajeros, algunos ya con el equipaje dispuesto en el pasillo para apearse, dicen que el borracho de la cabina cuando acaba la botella la vuelve a llenar en una bodega que hay al cruzar la calle, y que aguanta allí, haga frío o calor, todas las santas mañanas del año.
       - Y el tío no falla. Aunque es­tén cayendo chuzos ahí lo tienes. An­da, rómpete los cuernos a trabajar como un borrico, que pronto vas a vi­vir como ese ¡Maldita sea su estampa!
       El coche en esta primera esta­ción se queda casi vacío. Hasta el final seguimos un señorito con porta­folios y cara de poca salud, que debe ser viajante de comercio, mi compañera de asiento no repuesta aún del achu­chón de la vomitera y yo. Cuando el coche llega al final del trayecto, me cargo el morral en una mano y la bolsa de la mujer en la otra. La señora ya no parece la misma. Ha mejorado mucho. Se recoge los pelos sueltos con una peineta de color miel y me da las gra­cias correctamente. Los aires de la capital -qué tendrán los aires de la capital- han puesto en boca de la mu­jer palabras corteses.
       - Bueno, señor, pues muchas gra­cias. Si alguna vez va por mi pueblo, ya sabe. Que la vida da muchas vuel­tas, mire usted, y nunca sabemos cuan­do nos vamos a necesitar, ¿no le pare­ce? Hoy por mí y mañana por ti, como decía aquel. Dispense las molestias, pero es que cuando me da el telele me pongo imposible..
       - No tiene importancia, señora; no hay por qué preocuparse. Para mí ha sido un placer haberla conocido. Lo único que lamento es no ir por donde va usted para llevarle la bolsa. Yo ando camino de la Sierra y eso está por abajo.
       - ¡Ea! Que ya lleva usted tam­bién lo suyo. Vaya con Dios, y... a lo dicho.
       Con el macuto a la espalda uno se va calle adelante buscando el cen­tro de la ciudad. Hace fresco todavía y la gente prefiere para caminar los paseos soleados de la calle. En Carre­tería están desiertos los veladores que hay a lo largo de las aceras del Café Colón y de La Martina, frente por frente en la zona más concurrida de la ciudad. Algunos tienen aún las sillas patas arriba, colocadas encima del ta­blero. Las cañas de cerveza con acei­tunas rellenas de anchoa y el café a eso de las cuatro en los veladores de Carrete­ría, son parte del diario acon­tecer de la vida de Cuenca. Costumbre inamovible que no ha ido a más, ni tampoco a menos como el comer o el respirar, como la vida o la muerte. Cambian, eso sí, las caras de los asi­duos que prefieren ser notarios, desde la puerta de un bar, del correr de la vida; del ir y venir apresu­rado de las gentes de la calle; coleccionistas de tipos pintores­cos, de hombres y muje­res con faz manchega, alcarreña o se­rrana, acabados de arribar a la metró­poli; espectadores ocasionales del en­tierro de su compadre, amigo del alma que palmó el pobrecito, "quién lo iba a decir" sentado tranquilamente en un banco del Recreo Peral, mientras contaba como un pasmarote las hojas secas de sauce que arrastraba la co­rriente, ¡para que luego digan!
       Los tenderos de Carretería están abriendo, casi todos a la vez, las puertas de sus establecimientos. En el poco tiempo que uno necesita para to­marse su segundo café con leche de la mañana, la actividad comercial se ha puesto en funciones prácticamente en toda la capital. No hace una brizna de aire y el jerseicillo de lana estorba sobre el cuerpo del viajero. Cuenca es en este momento una ciudad limpia, acogedora, una ciudad pequeña cargada de añoran­zas y de personalísimos en­cantos que los conquenses han de com­partir, ignoro si de buen grado, con el aluvión turístico de las últimas décadas.
       El sol, lentamente, se ha ido colocando sobre el cielo de la capi­tal; el cielo que alguien dijo ser el más azul de las tierras de España y que yo tendré buen cuidado en no des­mentir. Después de un rato el sol co­mienza a molestar a los ojos y hace que se note sobre la espalda el peso del equipaje.
       En el parque de San Julián hay un chaval leyendo tebeos a la som­bra de un seto. En Cuenca, los chiqui­llos tienen la buena costumbre de leer tebeos y las abuelas de hacer calceta sentadas en los bancos del parque de San Julián.
       - Oye: ¿Sabrías decirme dónde puedo encontrar una visera para el sol?
       El muchacho se levanta para res­ponder, coloca una hoja de árbol como señal en el tebeo antes de cerrarlo, piensa unos instantes con la mano de­recha tocándose la frente y me contes­ta al fin con otra pregunta.
       - ¿De las que dan de propaganda?
       - No, de propaganda no. Mejor de las que venden en las tiendas.
       - Es que las de propaganda las dan de balde, pero hasta las ferias seguro que no hay.
       - ¿Y de las que se compran?
       - Esas las venden en el mercado, pero no es día. En "Las Tres Bes" hay sombreros de los de vestir; mi abuelo se compró uno; a lo mejor tienen tam­bién gorras. Si quiere puedo ir con usted, como no tengo otra cosa que hacer...
       - Bueno, si está cerca te puedes venir conmigo, pero si está lejos, tú me dices dónde es y me voy solo. Casi es mejor que te quedes aquí terminán­dote el tebeo, y luego te puedes ir a casa a estudiar cuando haga más calor. ¿No te parece?
       - Como usted quiera.
       El chiquillo, que debe ser más sensible que un huevo en gálgara, se queda despagado y triste con mi res­puesta. Seguramente que él esperaba otra cosa, por lo menos que no pusiera puertas a su refinado sentido de la complacencia. Reconozco al instante que me he portado mal e intento recti­ficar inmediatamen­te.
       - Y si prefieres venir, puedes hacerlo -le digo. Casi es mejor que me acompañes. Al fin y al cabo siempre ven más cuatro ojos que dos, ¿no te parece? Coge tus cosas y vámonos.
       - Si quiere puedo acompañarle hasta la esquina de Carretería, le indico dónde es y luego me vuelvo.
       Cuando ha tomado confianza, mi amigo no me deja entrar en conversa­ción sino es para responder a sus pre­guntas. Se ve que es un muchacho sim­pático, atento, responsable y bien educado. Uno piensa que es una balsa de aceite de la mejor clase y que los padres estarán encantados de tener un hijo así.
       - No lo crea. Algunas veces me regañan, porque me peleo con mi herma­na que es una cursi, y me dicen que no me van a llevar al pueblo. Luego sí que me llevan. Eso lo dicen por decir algo.
       - ¿Qué estudias?
       - Para el mes de Septiembre voy a empezar con sexto de Educación Gene­ral Básica. Ahora he terminado quinto. Aunque parezca un poco mayor no tengo más que diez años.
       - Ya, ¿Y... todo bien?
       - Sí, a mí no me han dejado na­da. Nunca me dejan nada. Pero lo paso de mal como si me dejaran, porque como a mis amigos siempre les queda algo, en el verano me toca estar sólo casi todos los días hasta que me voy al pueblo.
       - Pues no deja de ser una faena, ya lo creo.
       - A Salva no le han dejado más que las Sociales, y a Rafi Navarro las Mate y el Idioma. A lo mejor en Sep­tiembre las aprue­ban. Como antes han hecho el vago... Y no salen casi nada de casa. Algunas veces un poco por la tarde.

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