viernes, 27 de marzo de 2009

CUENCA, SEMANA MAYOR


Acabo de escuchar el "Miserere" de Pradas en una estupenda grabación que el coro de la Diputación Provincial de Cuenca realizó hace ya bastantes años, y que me ha servido como en bandeja la oportunidad de escribir acerca de la famosa Semana Santa de la ciudad vecina, tan cargada de añosos y entrañables recuerdos de juventud. El "Miserere" de Pradas, y la marcha procesional titulada "San Juan" del maestro Nicolás Cabañas, son de algún modo, si no los himnos porque en Cuenca no los hay, si los emblemas sonoros de su Semana Santa. El "Misere­re" de Santiago Pradas -organista de la Catedral en el siglo XVIII- es un grito sublime de desgarrado dolor, que halla toda su plenitud cuando es interpretado a cuatro voces en plena calle y a ciertas horas, tarde y noche del Viernes Santo, sobre las escalinatas de la iglesia de San Felipe, allá en la Cuenca antigua que nos alza hasta la Plaza Mayor. Se cuenta -tal vez no sea cierto- que el compositor propinó a su mujer una paliza soberana porque no le salía la nota del lamento final del miserere, queriendo así tener próximo a él, incluso en lo físico, el grito angustia­do de un alma en pena, que le habría de servir para llevar al pentagra­ma el acorde apetecido, como así fue. Para los conquenses, el origen del miserere fue ese; pero, suponiendo que la anécdota atribuida al carácter violento del autor, fuese puro producto de la imaginación, ahí está el resultado como flotando de la misma naturaleza doliente, una obra maestra que con el paso de los años y de los siglos se ha hecho tan conquense como los farallones de las hoces, como el cerro del Socorro que domina la ciudad, como el moruno torreón de Mangana que le da las horas.
La tradición semanasantera de Cuenca, en su aspecto conocido y documental, es anterior al siglo XVI. Cuenca, con sus callejue­las estrechas y empinadas, con sus rincones insólitos de vieja ciudad mágica, se viene trasformando cada año por estas fechas en un Barrio de Pasión. Su fama ha conseguido tal tamaño que, desde hace dos o tres décadas, se pasea con derecho propio por los calendarios y guías costumbristas de todo el orbe como acontecimiento único, declarado oficialmente de interés univer­sal. Una manifestación insuperable de fervor y de arte, en conexión perfecta con el paisaje y con el modo de ser de las gentes de Cuenca, imposible de trasladar, ni aun en su sombra, a otro escenario del Planeta, por muy exótico y afortunado que sea.
El primer toque de clarín de la Semana Santa conquense suena en la madrugada del Domingo de Ramos, con la procesión de "La Borriquilla" desde la iglesia de San Andrés, para concluir en la Catedral pasado el medio día, luego de haber recorrido entre ramos y palmas una buena parte de las calles de la ciudad. Y desde ese instante, los desfiles procesionales serán, con mucho, los acontecimientos más importantes que ocurran a lo largo de la semana. Ello requiere una temporada previa de preparativos, de ensayos, de organización, y de subastas de los banzos entre los cofrades, que pagan cantidades increíbles por llevar durante horas y horas el peso de las imágenes sobre sus hombros. Son los actos preliminares que se repiten cada año; las cumplidas dosis de ambiente colectivo en el que se ven envueltos, sin excepción, todos los conquenses: ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y ancianos, intelectuales y hombres del campo, creyentes y agnósticos, todos, porque la ciudad es pequeña en censo de población y los desfiles que habrá que sacar a la calle serán ocho, como siempre, con más de cuarenta hermandades entre todos ellos.
Como datos significativos y de interés, pensando en aquellos que viven de lejos la Semana Santa de Cuenca y para quienes la desconocen, será bueno reseñar que la cofradía con mayor número de hermanos es la de "La Virgen de las Angustias", con 2.600 aproximadamente; que el número mayor de banceros que portan un solo paso es el de 66, para "La Santa Cena", y que el que menos hombros precisa es el "Ecce-Homo de San Andrés", que lleva solamente 16; que el pago menor a la cofradía por llevar un banzo (siempre con referencia a las procesiones de 1990) es de 4.000 pesetas por bancero en "El Cristo de Marfil", y el de mayor coste el de la hermandad de "La Virgen de la Soledad de San Agustín", por el que los portadores -y son treinta- hubieron de pagar cantida­des de hasta 105.000 pesetas cada uno. La duración media de las procesiones oscila entre las cuatro horas que viene a estar en la calle la del Domingo de Ramos, y las ocho que tarda en regresar a su iglesia de salida la de "Paz y Caridad" durante la tarde-noche del Jueves Santo. Como más llamativa, y fuera de contexto, la procesión "Camino del Calvario" o de Las Turbas, en la madrugada del viernes. Como más vistosa, en arte y en número de imágenes, la procesión "En el Calvario", de media mañana a media tarde del Viernes Santo, que presenta un bellísimo desfile de pasos, casi todos ellos del imaginero conquense Luis Marco Pérez, en la que aparecen ocho Cristos diferentes. El máximo silencio y recogi­miento que será posible vivir en la ciudad en torno a una de sus procesiones, hay que buscarlo en la del "Santo Entierro", durante la noche del Viernes Santo, donde las notas del ya dicho miserere de Pradas parecen restallar en las tinieblas sobre las duras peñas de la hoz. Todo concluirá con la procesión del "Encuentro" en la mañana de Resurrec­ción, donde se juntan la imagen del Resucitado y la de su Santísima Madre que, en señal de gozo, jalean y bailan los banceros y cofrades a mitad de camino, abajo, en la ciudad nueva.
Es muy probable que algún lector suspicaz, y con toda la razón del mundo, haya echado en falta a lo largo de este escrito a vuelapluma, una referencia siquiera de la más popular de todas las procesiones que en Cuenca se celebran durante la Semana Santa: la de Los Borrachos. Sí que se ha hecho mención a ella. Su verdadero nombre es el de "Camino del Calvario", que saca a la veneración pública cuatro de los pasos más queridos y más bellos de cuantos se guardan en las distintas iglesias. Entre ellos figura el "San Juan" de Marco Pérez, llamado "el guapo" sin que sea preciso decir por qué, imagen hacia la que los conquenses han mostrado un especial fervor a lo largo de su historia. Lo de "los borrachos" es un añadido que le van colocando los tiempos. Nació la cofradía -una de las más antiguas- como una representa­ción escénica de los insultos e injurias que la plebe profirió a Cristo a lo largo de la Vía Dolorosa. Así se admitieron Las Turbas en Cuenca desde muy antiguo, para realizar ese papel y dar un carácter más original a su Semana Santa, con miles de actores como personajes de comparsa que insultaban y se burlaban de las imágenes, con redoble malsonante de tambor y pitidos desacordes de bocina durante toda la procesión, tal y como el vulgo, desalmado y cruel, pudiera comportarse ante la presencia próxima del reo que conducen al patíbulo. Insultos -digámoslo así- respetuosos, de actor de teatro que entra en el cuerpo, pero no en el alma del personaje al que da vida y que los propios turbos solían animar, no siempre, tirándose al coleto uno, o dos, o tres sorbetes largos de vino de la bota, para animar el espectáculo y cumplir con su papel según la costumbre; pero nada más. Los abusos extraprocesionales de hoy día están todos fuera de lugar. Los propios conquenses los sufren y los detestan en su inmensa mayoría; incluso el sentir popular del vecindario estudió en algún momento la posibilidad de suprimir la procesión, rompiendo el hilo tradicio­nal de su Semana Santa al prescindir de este desfile de Las Turbas que, precisamente, fue considerado como el más duro y peniten­cial de todos ellos, y al que conocieron en tiempos que todavía alguien recuerda con el viejo nombre de "El Jesús de las seis", por ser esa la hora de madrugada en la que suelen sacar las imágenes de la iglesia de El Salvador.

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