lunes, 9 de marzo de 2009

PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD


«Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta un vetusto puente sobre el río llamado Huécar, el cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida».
("De Cartago a Sagunto" Pérez Galdós)

Parecen escritas esta misma tarde las palabras del autor de los "Episodios Nacionales". Don Benito conocia Cuenca, como la conocieron después don Miguel, don Pio, don Eugenio D´Ors, y tantos autores de renombre del pasado siglo, sin contar a los de la propia Cuenca.
Hace años que los caprichos del destino arrancaron de mí el cordón umbilical que con candores de juventud me unía a la ciudad de Cuenca. Suelo andar por ella con asiduidad, no obstante. A Cuenca no es posible olvidarla. La costumbre se ha convertido en una necesidad vital para la retina y para el corazón. Acabo de llegar de Cuenca en un viaje fugaz, más rápido de lo acostumbra­do, que apenas me permitió gozar por unas horas de aquella singulari­dad suya que, pasado el tiempo, ha venido a colocarla sobre el pedestal de honor que sólo consiguen por mérito propio las ciudades más bellas del Planeta, y Cuenca lo es. Ha sido desde siempre una de las ciudades más hermosas de la Tierra, esa es la verdad, aunque ahora se le está comenzan­do a reconocer universal­mente en razón de estricta justicia.
Ocurre a veces que los pueblos, lo mismo que las personas, llevan consigo la señal de su sino como parte fundamental e inseparable de su propia esencia. Cuenca -lo saben bien los conquenses- es una ciudad marcada desde el amanecer del mismo día en que comenzó a existir, una ciudad carismática sobre la que se ha de volcar la mirada, cuando no los ojos del espíritu, que también son precisos para compren­derla; una ciudad urbanística­mente disparatada, pero sublime, un sueño de locos; novedosa donde las haya en cuanto a su trazado, y quimérica por sus rincones irrepetibles, por la situación y por la estructura de sus edificios, tantos de ellos convertidos en mito. Cuando en el resto del mundo -incluidas las grandes ciudades de los países más adelantados- el hábitat no iba más allá de las viviendas familiares de dos o tres plantas a los sumo, en algunos barrios de Cuenca la gente vivía en rascacielos, en casas superpuestas sobre las peñas con abierto desprecio al vértigo. Ahí están aún para comprobarlo, y bien que valdría la pena hacerlo.
La leyenda dice que a Cuenca la fundo Hércules en persona, único viviente capaz de imaginar y de llevar a término semejante maravilla. Aseguran otros que fue fundada el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma, sin que haya podido saberse quién fue en realidad su verdadero artífice. La Historia, más rigurosa en sus apreciaciones y más difícil de convencer, parece no estar en todo de acuerdo con el origen mitológico que, de una manera u otra, le atribuye la fábula. Se cree que fueron los moros los primeros que se establecieron entre las hoces de una forma estable y organizada, dando lugar a aquella primera Cuenca que nos presentan los estudiosos situada en las alturas, y que a medida que iba avanzando la Reconquista, crecía de arriba hacia abajo partiendo del cerro del Castillo.
Debido a su peculiar situación, y a toda esa serie de encantos adheridos que la entornan: aire, agua y piedra, y de los que jamás habrá que considerar extraño al paisaje, sino por el contrario muy principal, Cuenca es una ciudad naturalmente hermosa. La princesa Zaida, hija del moro Almutamid, prisionera, concubina, y esposa después del rey Alfonso VI, tuvo a Cuenca -no falta de razón- como el más valioso tesoro de su dote.
Han pasado los siglos, ocho o más desde que Cuenca tomó categoría de ciudad importante. En ella siguen comandando sobre vidas y haciendas los soberbios crestones de piedra, los violentos roquedales de su contorno, las aguas verdes de sus ríos con olor a sierra, en perfecta simbiosis con el ser y el hacer de la ciudad vieja; no podía ser menos. Los conquenses de muchos siglos atrás fueron moldeando la metrópoli con arreglo al abstracto escenario de sus hoces y a la espina pedregosa que quedaba entre ellas, lomera informe sobre la que Cuenca se fue derramando, siglo a siglo, hasta caer, ya en su final, sobre el valle del Júcar, donde encontraron sitio -ancha es Castilla- las modernas industrias y los barrios discordes surgidos al amor del progreso durante los últimos cincuenta años. Siempre, eso sí, con la ciudad histórica y monumental sobre los hombros que amparan, a un lado y a otro, los cortes vertiginosos abiertos bajo los farallones de caliza que salvaguardan desde la altura, como testas de sus dioses penates, los cauces de los ríos.
A distancia, sobre el arracimado caserío de la Cuenca mora, judía, medieval, renacentista y barroca, de los añosos callejones en cuesta, destaca el emblemático torreón de Mangana, desde donde en tiempos lejanos rezó a gritos el muecín, y más tarde fue contando, una por una, las horas en calma de la ciudad el reloj más familiar y más reconocido de los conquenses, cuyas campanadas se multiplican por dos, o por diez, al restallar en el silencio de la noche su son metálico contra las peñas de la hoz para que el eco las devuelva y juegue con ellas.
A paso lento, pero pisando sobre la base firme de sus visiones irrepetibles, la vieja Cuenca ha comenzado a despertar de aquel letargo que le duró siglos. El escondido joyel de la Castilla de leyenda, donde el pasado y el presente se combinan maravillosamente, prevalece intacto, como si el tiempo no hubiera corrido, atenién­dose siempre con rigor a la primera condición con la que fue creada: los caprichos de la madre Naturaleza, principal razón de la Cuenca única; hoy, patrimonio de todos los hombres.

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