Las ciudades y villas mayores de Guadalajara, cabeceras de comarca en todo lo ancho y largo de su mapa provincial, gozan de una personalidad bien marcada; pero de todas ellas, quizá sea Brihuega la que ofrezca un carácter personal más sobresaliente.
No sé si serán diez, o veinte quizá, las veces que he viajado hasta Brihuega por el simple placer de andar por sus calles, de escuchar el rumor de sus fuentes, o de contemplar el augusto panorama de la vega del Tajuña desde el mirador de sus Jardines o desde el herraje de los Guinches en el Prado de Santa María. En Brihuega, amigo lector, nunca se acaba de ver todo, de saberlo todo, de disfrutarlo todo. Su pasado y lo que éste dejó para la posteridad en piedra antigua, de leyenda siempre a flor de piel en el saber de sus gentes, o en el propio carácter de quienes viven y nacieron allí, son como un pozo mágico al que, por mucho que uno se empeñe, jamás consigue tocar fondo. Es demasiado el contenido de la pequeña ciudad como para dominarlo todo: cuna de una extensa nómina de hijos ilustres, escenario de batallas memorables, terreno propicio para que el misterio de la fe envuelto en tules de leyenda tomase cuerpo y lugar, y morada, en fin, de una clase distinta de alcarreños, tal vez por su carácter heredado, abierto y con cierta inclinación a los festivo y jolgorioso.
Siempre que viajo hasta Brihuega me gusta dejar el coche junto al parque de la Alameda. Luego, libre de ataduras y con la cámara de fotos terciada al hombro por toda impedimenta, me cuelo bajo el arco conmemorativo de la Puerta de la Cadena hasta la Plaza de Herraderos, la que tiene un copudo tilo en mitad. Una vez allí, toma parte del ritual acercarse hasta la fuente Blanquina, con sus doce caños de abundante manar, y luego, por la calle de las Armas, en la que hay varios escudos y formas barrocas adornando la fachada de la casa de los Gómez, llegar entre columnas y soportales hasta el corazón vital de Brihuega, la Plaza del Coso. En la Plaza del coso sigue corriendo a ambos lados el agua de las fuentes, se abre en ojiva la puerta al subterráneo de la Cueva Árabe, se anuncia con su vieja piedra inscrita la cárcel de Carlos III, y se engalana con modernas formas la fachada del Ayuntamiento que remata el carillón municipal. En la Plaza del Coso todavía pueden adivinarse con los ojos de la imaginación las antiguas mercaderías en las que expusieron sus productos por riguroso turno, y siempre dentro de un orden, judíos, moros y cristianos.
Desde la Plaza del Coso se puede pensar en distintos itinerarios para conocer Brihuega. Por mi parte he preferido seguir adelante en primer lugar hasta el Prado de Santa María, noble rincón de la villa en el sentir y en el querer de los Brihuegos; pues por ello están allí, en una distancia mínima lo uno de lo otro, la iglesia de Santa María , donde veneran a su Patrona la Virgen de la Peña, y el legendario castillo de la Peña Bermeja, ocupado hoy en parte por el cementerio local, desde donde se alcanza a ver una buena parte de la vega del Tajuña, con sus tablares de tierra removida y sus hortelanos trabajando sabia y pacientemente.
Un pequeño grupo de jubilados toman el sol junto a las verjas que miran al barranco. Les pregunto por la aparición de la Virgen de la Peña a una princesa mora en aquel lugar y por la semana de los bombardeos. De lo primero saben poco, discuten entre ellos intentando ponerme al corriente, pero del desastre de la aviación en aquel desdichado mes de marzo del año 37, varios de ellos guardan un recuerdo vivísimo; dicen que se echan a temblar cuando refrescan la memoria.
– No se puede contar con palabras lo que fue aquello. Tampoco queremos recordarlo ¿Para qué?
La puerta de la iglesia está cerrada. Me vuelvo a detener ante la portada tardorrománica con falso parteluz, otro más de los signos de Brihuega.
Por la puerta de la Guía salgo hacia el arco de Cozagón, allá en las afueras. Se trata de una de las antiguas puertas de entrada cuando la ciudad estaba rodeada de murallas. Hoy es otro de los emblemas, tal vez el más representativo que tiene Brihuega. Una portada enorme acabada en ojiva da paso, mediado el grosor del muro, a otro arco similar de menor altura en la parte que da a la villa. Sobre las piedras labradas destacan las marcas de los canteros.
No es posible –ya se dijo– hablar de Brihuega cuando se dispone de un tiempo o de un espacio limitados. Conviene acercarse hasta sus monumentos más representativos y disfrutar de ellos, una vez restaurados después de los crueles avatares en los que se vieron envueltos. Me refiero sobre todo a las iglesias románicas de San Felipe y de San Miguel, magníficas, sobre todo la primera de ellas; construidas ambas, como la de Santa María, en la primera mitad del siglo XIII a instancia del célebre arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, su señor y gran mecenas.
No obstante, es muy posible que el toque personal más importante lo tenga la villa en sus famosos “Jardines” y en la histórica Fábrica de Paños acabada de construir en el año 1787, bajo el reinado de Carlos III. En una visión general de Brihuega su Real Fábrica de Paños, o lo que aún queda de ella, se distingue en la lejanía por su forma circular, teniendo frente al arco que mira a la vega la gracia de unos jardines, románticos en extremo, montados al gusto versallesco aunque posteriores en el tiempo a la instalación de la fábrica, y que como ella parecen estar llamados al abandono o a la desaparición paulatina, lo que no dejaría de ser una pérdida lamentable, no sólo para Brihuega, sino para el Patrimonio Provincial, tan maltrecho durante los dos últimos siglos, entre cuyos principales valores se debe contar, más si se tienen en cuenta las muchas posibilidades de servicio a la sociedad, una vez que el turismo español, y aun el que nos viene de fuera, parecen apuntar hacia lo cultural de tierra adentro. Desde la primera vez que anduve por allí me interesó el futuro de estos sorprendentes rincones, únicos en la Provincia y en España me atrevería a decir, de ahí que recavase información sobre el asunto de quien pudiese darla con mayor conocimiento de causa.
No sé si serán diez, o veinte quizá, las veces que he viajado hasta Brihuega por el simple placer de andar por sus calles, de escuchar el rumor de sus fuentes, o de contemplar el augusto panorama de la vega del Tajuña desde el mirador de sus Jardines o desde el herraje de los Guinches en el Prado de Santa María. En Brihuega, amigo lector, nunca se acaba de ver todo, de saberlo todo, de disfrutarlo todo. Su pasado y lo que éste dejó para la posteridad en piedra antigua, de leyenda siempre a flor de piel en el saber de sus gentes, o en el propio carácter de quienes viven y nacieron allí, son como un pozo mágico al que, por mucho que uno se empeñe, jamás consigue tocar fondo. Es demasiado el contenido de la pequeña ciudad como para dominarlo todo: cuna de una extensa nómina de hijos ilustres, escenario de batallas memorables, terreno propicio para que el misterio de la fe envuelto en tules de leyenda tomase cuerpo y lugar, y morada, en fin, de una clase distinta de alcarreños, tal vez por su carácter heredado, abierto y con cierta inclinación a los festivo y jolgorioso.
Siempre que viajo hasta Brihuega me gusta dejar el coche junto al parque de la Alameda. Luego, libre de ataduras y con la cámara de fotos terciada al hombro por toda impedimenta, me cuelo bajo el arco conmemorativo de la Puerta de la Cadena hasta la Plaza de Herraderos, la que tiene un copudo tilo en mitad. Una vez allí, toma parte del ritual acercarse hasta la fuente Blanquina, con sus doce caños de abundante manar, y luego, por la calle de las Armas, en la que hay varios escudos y formas barrocas adornando la fachada de la casa de los Gómez, llegar entre columnas y soportales hasta el corazón vital de Brihuega, la Plaza del Coso. En la Plaza del coso sigue corriendo a ambos lados el agua de las fuentes, se abre en ojiva la puerta al subterráneo de la Cueva Árabe, se anuncia con su vieja piedra inscrita la cárcel de Carlos III, y se engalana con modernas formas la fachada del Ayuntamiento que remata el carillón municipal. En la Plaza del Coso todavía pueden adivinarse con los ojos de la imaginación las antiguas mercaderías en las que expusieron sus productos por riguroso turno, y siempre dentro de un orden, judíos, moros y cristianos.
Desde la Plaza del Coso se puede pensar en distintos itinerarios para conocer Brihuega. Por mi parte he preferido seguir adelante en primer lugar hasta el Prado de Santa María, noble rincón de la villa en el sentir y en el querer de los Brihuegos; pues por ello están allí, en una distancia mínima lo uno de lo otro, la iglesia de Santa María , donde veneran a su Patrona la Virgen de la Peña, y el legendario castillo de la Peña Bermeja, ocupado hoy en parte por el cementerio local, desde donde se alcanza a ver una buena parte de la vega del Tajuña, con sus tablares de tierra removida y sus hortelanos trabajando sabia y pacientemente.
Un pequeño grupo de jubilados toman el sol junto a las verjas que miran al barranco. Les pregunto por la aparición de la Virgen de la Peña a una princesa mora en aquel lugar y por la semana de los bombardeos. De lo primero saben poco, discuten entre ellos intentando ponerme al corriente, pero del desastre de la aviación en aquel desdichado mes de marzo del año 37, varios de ellos guardan un recuerdo vivísimo; dicen que se echan a temblar cuando refrescan la memoria.
– No se puede contar con palabras lo que fue aquello. Tampoco queremos recordarlo ¿Para qué?
La puerta de la iglesia está cerrada. Me vuelvo a detener ante la portada tardorrománica con falso parteluz, otro más de los signos de Brihuega.
Por la puerta de la Guía salgo hacia el arco de Cozagón, allá en las afueras. Se trata de una de las antiguas puertas de entrada cuando la ciudad estaba rodeada de murallas. Hoy es otro de los emblemas, tal vez el más representativo que tiene Brihuega. Una portada enorme acabada en ojiva da paso, mediado el grosor del muro, a otro arco similar de menor altura en la parte que da a la villa. Sobre las piedras labradas destacan las marcas de los canteros.
No es posible –ya se dijo– hablar de Brihuega cuando se dispone de un tiempo o de un espacio limitados. Conviene acercarse hasta sus monumentos más representativos y disfrutar de ellos, una vez restaurados después de los crueles avatares en los que se vieron envueltos. Me refiero sobre todo a las iglesias románicas de San Felipe y de San Miguel, magníficas, sobre todo la primera de ellas; construidas ambas, como la de Santa María, en la primera mitad del siglo XIII a instancia del célebre arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, su señor y gran mecenas.
No obstante, es muy posible que el toque personal más importante lo tenga la villa en sus famosos “Jardines” y en la histórica Fábrica de Paños acabada de construir en el año 1787, bajo el reinado de Carlos III. En una visión general de Brihuega su Real Fábrica de Paños, o lo que aún queda de ella, se distingue en la lejanía por su forma circular, teniendo frente al arco que mira a la vega la gracia de unos jardines, románticos en extremo, montados al gusto versallesco aunque posteriores en el tiempo a la instalación de la fábrica, y que como ella parecen estar llamados al abandono o a la desaparición paulatina, lo que no dejaría de ser una pérdida lamentable, no sólo para Brihuega, sino para el Patrimonio Provincial, tan maltrecho durante los dos últimos siglos, entre cuyos principales valores se debe contar, más si se tienen en cuenta las muchas posibilidades de servicio a la sociedad, una vez que el turismo español, y aun el que nos viene de fuera, parecen apuntar hacia lo cultural de tierra adentro. Desde la primera vez que anduve por allí me interesó el futuro de estos sorprendentes rincones, únicos en la Provincia y en España me atrevería a decir, de ahí que recavase información sobre el asunto de quien pudiese darla con mayor conocimiento de causa.
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