lunes, 24 de mayo de 2010

HACIA LAS FUENTES DEL RÍO CUERVO


(Principio del capítulo VI de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", publicado en el año 1983).

Al dejar Tragacete, poco más allá de las del alba, tomo un camino que los serranos conocen como la Carretera del Codorno. La distancia que desde aquí nos separa del río Cuervo se reduce, sin dejar de andar un solo momento, a dos horas de camino. La mañana es radiante, tal vez demasiado fría hasta tanto que el sol vaya tomando posiciones sobre lo alto de las montañas. A la dere­cha queda el collado de San Felipe, donde nace el Júcar, al que también debo dejar de mi vera como compañero de viaje que fue durante los primeros días, y ahora dice adiós desde su regato de manso correr por el que se cuelan como flechas los alevines. Uno va pensando que la Serranía de Cuenca divide a estas alturas en dos vertientes bien diferenciadas el mapa hidrográfico de la Piel de Toro: la de las aguas mediterráneas que comienza en Tragacete y va a morir a las costas levantinas, y la occidental o atlánti­ca, que puede surgir ya, en cualquier vaguada del camino, si no en el Cuervo, cuyo caudal se juntará con las aguas marinas en la capital lusa, tras haberse arrastrado a sus anchas por las dos terceras partes de la superficie total de la Península Ibérica. En todo caso, el viajero deja de caminar contra corriente y ahora lo hace aguas abajo, no sabe si para bien o para mal, o si le da lo mismo; por lo menos, la andadura será más cómoda a partir de aquí.
Los bosques toman en estos tramos una belleza indecible. Al andar por la carretera encajada entre riscos se ve cómo los pinos se clavan de uñas en las rendijas de las peñas, y se estiran hacia el azul igual que románticos centinelas que vigilasen, desde sus garitones con cielo al fondo, el pasar del caminante. Más allá son las praderas las que tapizan de un verde norteño los bajos de las hoyas en las que crece el pino negral y se comen al alimón la quietud y los ganados.
El viento sopla a ráfagas de costado y se camina bien. Por las dos Huesas: la del Prado Pajar, primero, y la Huesa Redonda, después, pasa el caminante sin detenerse más que para escuchar de vez en cuando el silbo de la oropéndo­la, o seguir los gracio­sos movimientos de la ardilla piñonera que sube y que baja arras­tran­do, como un mullido plumero de peluche, su colita marrón por la corteza de los pinos. En un claro del monte las águilas des­cuarti­zan el cada­ver de una cabra cornuda. Las águilas hacen un alto en el festín y se ponen a mirar descaradamente hacia el viajero. Al momento siguen arrancando del cuerpo hueco de la cabra las vísceras hediondas y se las tragan violentamente, ayu­dadas por un aleteo aparatoso que hace volar por los aires los montones de fusca.
Cuando, después de un rato largo sin descansar, los pies se empiezan a resentir del castigo de la caminata, se entra en el rellano de los albergues. Los turistas que habitan en las tiendas de campaña van saliendo perezosamente de sus escondrijos con la toalla al hombro; frotándose los ojos, hacia los grifos del agua que hay por debajo de unas techumbres construidas a propósito con piedra tosca. En el albergue hay mesas de piedra, asientos de piedra, fuentes de cañe­ría y cocinas para leña a la sombra de los gigantescos ejemplares de la pinada. La carretera desde aquí se desvía en tres direcciones: la del Codorno, por la que deberé seguir; la de Tragacete, que dejé atrás, y un ramal estrecho, de asfalto al parecer en buenas condiciones, que parte hacia la estación veraniega de Tejadillos.
Al nacimiento del río Cuervo se llega después de haber con­seguido bajar, ya con buen sol sobre la espalda, unas cuestas enrevesadas que te acabarán dejando en un camping con aires cos­mopolitas, a la orilla de un arroyuelo de agua fría que trans­curre transparentando en su fondo las finísimas menudencias de piedra modeladas por la corriente. En este, a manera de ferial turístico ajeno por completo a la soledad de la sierra, van y vienen los acampados de pantalón corto y camiseta porteña de un lado para otro, del restaurante a los pinos, de la fuente sombría a la solana con los ungüentos del bronceador a recibir de frente, durante horas enteras, toda la fuerza del sol que azota de plano. Un hombre mayor y una señora gorda con pantaloncito de playa van delante de mí, macuto acuestas, sudando a chorros.
En medio del bosque han instalado un servicio completo de mesas, y asientos de madera ruda y parrillas como ruedas de carro para asar chuletas, el bocado rey por estas latitudes muy al gusto siempre de las gentes de paso. Sobre una losa clavada en vertical junto a la fuente, hay una piedra conmemo­rativa que dice "1977. Centenario de la Guardería Forestal del Estado. Honor a los grandes hombres que no se envanecen por su trabajo segui­do; y su trabajo seguido, ancho y hondo y proseguido, ¡los años lo acre­cen! R. Kipling."
Uno, que no acaba de comprender muy bien de qué van los tiros, que no ha entendido el qué ni el porqué de la arenga que figura escrita sobre la piedra, se cuela entre sol y sombra en el sendero por donde anda la gente, en dirección contraria a las aguas del arroyo. El camino me va llevando junto a los troncos de pinos apretados, limpios, muy altos; pinos que se alzan sobre la tierra, rectos como velas, buscando la luz.
El Cuervo es un río que vive la tragedia de tenerse que despeñar a la desesperada en el momento mismo de su nacimiento, colgándose en sutiles hilillos de un agua finísima por encima de las peñas revestidas de ova, como telón que ocultara tras de sí la misteriosa oscuridad de las cavernas en las que habitan las náyades, en cuyo fondo sólo está permitido al ojo del hombre con­templar a ciertas horas del día la vaporosidad de sus espíri­tus, a flote en las nubecillas que deja el agua al caer, pulveri­zada y deshecha.
Los excursionistas del último autocar que arribó al Cuervo, se van acomo­dando fatigados en los bancos de la travesaña antes de subir hasta la fuente. El río nace algo más alto, en una gruta umbrosa a la que se consigue llegar con facilidad relativa. En los lejanos roquedales de la escarpa se ven, pequeños como pája­ros, los niños de los excursionistas que gritan invocando al eco. En las sombras, se siente sobre la piel el frío húmedo de las cascadas y resuena en los oídos el murmullo continuo de las aguas suicidas. Me encuentro solo, senta­do en las piedras mojadas de la cueva del nacimiento. El agua surge a borbotones por la rendija de una roca, limpia, fría, clara como la misma esencia del cristal, dejan­do ver a su través con diafanidad extraordinaria los fondos sedimen­tarios del pequeño pilón natural que rodean los cantos. Uno goza al beber en las fauces mismas de su nacimiento aquellas aguas vírgenes, impolutas, sin manchar siquiera por la luz del sol o por el soplo del viento; aguas con sabor a nada, que surgen de las entrañas de la Serranía como un efluvio de su propia alma, y se lanzan a dos pasos de allí serpen­teando entre las malezas y los pinavetes en busca del precipicio.
Los grupos de turistas se hacen fotografías tomando las cascadas como fondo. Se ve que son fotógrafos bisoños, que llevan cámaras japonesas de importación y aprietan el disparador a lo primero que salga, sin medir la distancia, sin haber graduado el objetivo, con el sol de frente.
- Por favor: ¿Le importaría tirarnos una fotografía para que poda­mos salir todos juntos? Es muy sencillo, usted mira por ahí, le aprieta a este botón y ya está. Muchas gracias.
Ya de vuelta, me cruzo al bajar con el matrimonio joven de Madrid que conocí en la Hospedería de Tragacete. El padre lleva al pequeño Jacobín, el niño inapetente, colgado a horcajadas en las costillas. La mañana ha entrado con fuerza; pica el sol y molesta al caminar el roce del macuto. Como todavía se anda con buena hora, uno decide echarse a descansar antes de emprender de nuevo la marcha por la carretera del Codorno.

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