miércoles, 14 de octubre de 2009

HUÉLAMO


Me invitó a acompañarle desde Uña el chofer de un camión que subía a cargar madera a los pinares de Tragacete. Un hombre amable, con marcado acento aragonés, que por lo que pude adivinar conocía muy bien los caminos y los pueblos de la comarca. La mañana amenazaba con ponerse a llover. El texto es copia literal de un fragmento del capítulo titulado “Desde Uña a los Montes Univeresales”, sacado de mi libro “Viaje a la Serranía de Cuenca”, que fue publicado en 1983.

«Huélamo se deja ver a lo lejos por encima de las capotas de la chopera, abierto por el cabezo rocoso del Castillo, enseña de la vieja villa. Huéla­mo es un pueblo tendido en hori­zontal, una fila de casas blancas, techadas de la color del alma­gre en pleno declive de los cerros de La Hoya y del Bujedal, dibujan­do, como en un formidable anfiteatro de cara a la vega, las formas cónca­vas de la vertiente.
- Bueno, ahí lo tiene usted. Eso es Huélamo. Por mí puede seguir más adelante, pero si ha pensado quedarse aquí, mejor será que se dé prisa en subir aprovechando el claro. Como poco, media horica sí que se le va hasta que llegue arriba.
- Muchas gracias. La verdad es que no sé como agradecerle lo que ha hecho conmigo. Que haya suerte, y buen viaje.
Para subir hasta Huélamo hay que o cruzar un pequeño puente sobre el río. La mañana está fresca y se anda bien. El pueblo queda al final de una carretera que sube zigzagueando hasta alcanzar las primeras casas. Apenas entrar, un cartelón de azul desvaído por el tiempo, dice "Huélamo. Altura 1450 m. Distancia a la capital 60 k."
El pueblo está repartido, con arreglo a las posibilidades que le da el terreno, en calles largas y paralelas, escalonadas, una sobre otra, a veces entre­cruzadas por callejones empinados con un rancio sabor dieciochesco, donde se lucen con profusión en las fachadas de sus vetustas mansiones, las bien trabaja­das rejas y los balcones quedados ahí a perpetuidad por obra y gracia de aque­llos inimitables artesanos castellanos de hace un par de siglos.
La calle Real es la más importante que tiene Huélamo. Co­mien­za la calle Real en el edificio de las escuelas y no concluye hasta las puertas de la iglesia, al pie mismo del peñascal del Castillo. Como en tantas otras villas y ciudades marcadas por la Historia, al andar por las calles de Huélamo uno se encuentra con nombres evocadores: calle de la Fuente, del Peligro, del Pozuelo, de Santa Catalina, calle de las Fraguas..., y con el olor acre de los pueblos ganaderos, y con la paz, con la mucha y santa paz que estos lugares cargados de añoranzas tienen para ofrecer como lección permanente a los grandes de hoy, a los poderosos que dominan el mundo.
Se cree que con el nombre de Walmu ya existió Huélamo en la España del Califato, y que en su castillo se instaló el astuto moro Yayha, de la familia de los Zennun, que lo mandó edificar allá por los primeros años de la décima centu­ria. Cabecera de un pe­queño reino independiente, antes de que Abderramán III lo llama­se al orden.
En la calle Real me encuentro con el estanco, el despacho de pan y el bar de Vicente, todo en la misma casa. Vicente es un hombre joven, alto, de constitución fuerte y cara de buena salud como la mayor parte de la gente con la que me crucé en la Serranía. Viste un jersey deportivo de color granate, y habla con refinamiento y soltura sin quitarse para nada el cigarrillo de la boca.
- Buen pedrusco tienen ahí. Ese sí que no se lo quita nadie, ni se lo lleva el viento.
- Sí señor, con ese no hay miedo. Es muy antiguo. Dicen que si estuvo habitado cuando los moros.
- Por lo poco que he visto, me parece que ahondar en el pasado de Hué­lamo debe resultar interesante, ¿no?
- Ah, eso sí, claro que debe ser interesante. Para saber cosas de aquí hay que ir a buscarlas al archivo de Simancas. Allí, por lo visto, está todo escrito. Antiguamente, aquí estuvo la ciudad de Rochafría, y hasta hace muy poco el pueblo perteneció al obispado de Teruel en asuntos de iglesia. Cuando había alguna cosa que hacer de bodas y eso, ¡hala, a Teruel! Y andando, que entonces no había carrete­ra.
El establecimiento se ve que lo han hecho aprovechando los bajos de una casona antigua, y tiene todo el corte de las salas de mesón de aquellos tiempos en los que se andaba por aquestos mundos de Dios a pie o en coches de caba­llos. Es una pieza am­plia, aseada y acogedora, con dos ventanucos en la pared del fondo que dan a la vega, y a cuya luz los hombres juegan al tute en una mesa redonda, muy grande, en la que se colocan seis cómodamen­te.
- Pues dice usted; este pueblo podía ser, con mucho, el más rico de la provincia de Cuenca; pero no lo es porque el pinar es propiedad del ayunta­miento de la capital, ¿qué le parece?,Y ya ve si la tenemos lejos.
- ¡No me diga!
- Así es. Yo creo que el pinar debió de ser en tiempos propiedad de marqueses, duques y gentes de esas. No sé lo que pasaría, ni cómo lo harían; pero lo que sí es verdad es que no nos pertenece. Eso es grandísimo, y se va allá lejos a rayar con Teruel. A todo el pinar se le dice Sierracuenca.
En el bar de Vicente hay una vitrina de baratijas con re­cuer­dos de Huéla­mo para los turistas. Desde la ventana se ve brillar el sol tímidamente, un solecillo tenue y mortecino sobre los Vallejuelos.
- Aquí de lo que más se vive es del ganado. Seguro que de cinco mil cabezas no baja en este momento. Y eso no es nada com­parado con lo que el pueblo tenía antes. Ahora mismo, en cuestión de ganados Tragacete nos dobla; y ya ve, ese es una asunto en el que siempre hemos ido a la par, si no delante.
En la villa de Huélamo vio la luz por vez primera el valien­te capitán de los Tercios de Flandes, Julián Romero, maestre de campo del Emperador Car­los V, quien, batalla tras batalla, cayó muerto de su caballo en Gremona, carga­do de victorias y de hechos heroi­cos sobre sus espaldas; pero sin un ojo, sin oído, sin un brazo y sin una pierna. La Historia lo premió con el apelativo de "La mejor pica en Flandes" y el Greco lo inmortalizó en su obra.
Desde la calle se ven pastar las ovejas por las laderas del Bujedal. En la Serranía llaman bujedales a las escarpas pedrego­sas donde se cría el boj silvestre, buje dicen ellos. La iglesia está abierta. Es aquí, en la íntima soledad de estas iglesias pueblerinas donde se condensa, hasta poderla cortar a filo de navaja, la exquisita paz de los pueblos. Sobre el retablo mayor, único de la iglesia de Huélamo, se ve la bella imagen de su patrona la Virgen del Rosario, punto de devoción en el que convergen una buena parte de las miradas de los serranos. El templo lo ocupa una sola nave, amenazada en la cubierta por las goteras y por las humedades. Sobre la puerta de la sacristía hay un cuadro reciente que representa la apari­ción de la Virgen del Pilar al Apóstol Santiago en las orillas del Ebro.
El tiempo parece que se acaba por normalizar. La última consideración en Huélamo se hace desde el pie del Cas­tillo. Unos grajos con­templan al mismo tiempo que yo el soberbio espectáculo natural de la Serranía desde lo alto de la roca. La imagen es paradisíaca, indefinible. Lejos de nosotros los abrup­tos pica­chos, las impresionantes hondonadas aparecen cubiertas del verde azuloso y gris de los bosques. La visión tiende a difuminarse en la lejanía, en las cumbres más altas de las montañas, hasta que se hace imposible distinguir cuál es el cielo y cuál la tierra, ante un espectáculo tan inmenso y tan desbor­dan­te como aquel, muy por encima de la limitada capacidad del ojo huma­no.»

1 comentario:

Esther i Toni dijo...

Muchas gracias,creemos que esta reseña es muy brillante,y nos alegra ayudar a su difusión.Hemos puesto el enlace en"es muy interante"